Héctor Osoriolugo
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Héctor Osoriolugo

¿Por qué no he estudiado, explorado, admirado bastante el escenario donde la vida se despliega? ¡Qué imperdonable descuido, qué reprobable superficialidad!
Pablo VI

Como puede leerse en uno de mis artículos que están por aquí, soy originario de Orizaba, en México. Participo en Meer por una generosa invitación de don Antonio Vergara Meersohn.

Una ligera búsqueda en mis textos les muestra que tengo multitud de intereses. La política, el arte —y de este la música y las letras—, el periodismo, la filosofía, el sacerdocio católico, la educación son profesiones a las que pude dedicarme y a las que dediqué parte de mi vida (bueno, al sacerdocio no llegué).

Ese abanico puede mostrarme ante ustedes como poco concentrado en algún tema y hasta poco serio, nada especializado, y sí: yo solamente soy alguien que ha buscado, toda la vida, editor para un manual de errores generalizados del uso del idioma, y su forma correcta, como lo que hacen Fundéu o El castellano.org.

En palabras del escritor mexicano Juan José Arreola, esa búsqueda obedece a que: “Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías hasta Franz Kafka”; o bien a que, como expresara Neruda: “Amo tanto las palabras”.

Desde siempre he vivido con aquella dispersión, que puede verse en ejemplos como estos (¡vamos con mis primeros años!): aparecí de niño en primera plana del periódico local, al lado del histórico líder ferrocarrilero Demetrio Vallejo, mientras que de adolescente platiqué algunas veces con el político Heberto Castillo Martínez; saludé de mano a Salvador Allende. De niño, de adolescente y hasta mis 21 años, fui campeón de oratoria, maestro de ceremonias y declamador, en tanto que hacia los 40 me vino un bloqueo —físico, pero además sicológico— que no me permite hablar con fluidez en público; de esa manera, he perdido uno de mis grandes placeres, que había sido ese: hablar, dirigirme a un grupo de personas.

Pasemos a otra etapa de mi vida: he ocupado la misma mesa donde se sentara el apostólico maestro Raúl Isidro Burgos en sus visitas a la casa de mis suegros. La primera vez que hablé con José Emilio Pacheco fue recorriendo el Palacio de Bellas Artes, mientras transcurría la inauguración del homenaje a Juan Rulfo, con el festejado presente; pude entrar a ese homenaje gracias a que Rufino Tamayo —que se retiraba de la velada— me dio su invitación; en el mismo palacio vi a directores de orquesta como Lorin Maazel, Bernard Haitink y, cerca de ahí, a Leonard Bernstein. A propósito de eso, yo mismo dirigí una orquesta sinfónica, solo que la orquesta tocó de manera bufa, por lo que, pese a mi acentuada religiosidad, he deseado que un rayo parta al director musical que echó a perder, así como así, el sueño de toda una vida, cosa que aún no sucede (lo del rayo).

Para dejar el palacio, en la misma sala donde años después participé leyendo a Amado Nervo, Octavio Paz dedicó un buen rato a escribir en la compilación de sus poemas que, siendo novios, me regalara mi esposa; el poeta me pidió que le fuera, digamos que, dictando el poema suyo que me gusta más, para él irlo escribiendo. No lejos de ahí entrevistamos a Carlos Fuentes.

Mi vida ha sido una navegación donde no he sido precisamente de los que gozan la aceptación de los demás, y he aquí que, dado que Dios aprieta pero no ahoga, encontré en la escritura un medio para comunicar lo que pienso y siento con la compensación de un buen recibimiento. Quizá pueda decir, entonces, lo que García Márquez escribe que afirmaba Machado: “Escribo para que la gente me quiera” (o me acepte… o me reciba).

hectorosoriolugo2013@yahoo.com.mx

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