No sé bien por qué… quizá por un atrevimiento de juventud para que se conociera la vida de mi mamá — así, pues en México a la madre le decimos mamá —, fue que hace 31 años escribí el presente con el propósito de llevarlo a una revista para su publicación. Por su apertura temática escogí Siempre!. A esto se debe que esté dirigido al director de una revista, nada menos que al maestro del periodismo mexicano, José Pagés Llergo. Algo que no sé si fue sensatez o dejadez — o las dos — me detuvo.
Volví a las andadas años más tarde, el jefe Pagés había muerto.
— ¿Está mal escrito, señora? -, pregunté a Beatriz Pagés Rebollar, la nueva directora, en las oficinas de Siempre!. — No – dijo —, es que nuestra línea es política. — Señora - quise decirle - fulano y sutano nunca escriben sobre política. Pero concluí: era indebido insistir.
«¿Tienen ustedes la misma fe que piden a un enfermo de cáncer, o a quien ha perdido el amor de su vida? Se lo repito: ¿tienen la misma fe?»
(Karl Rahner)
Se trata de mi madre, señor director: murió.
Le ruego me permita hablar de ello. Una madre es todas las madres del mundo.
Las madres son lo que son tan solo porque anteponen las necesidades de su hijo a las suyas, mientras que para el resto del género llamado humano está primero, durante y después el yo, mi bienestar, y luego el de los demás. Las madres, en cambio, son de una espontánea abnegación: por esto las amamos –o debíamos amarlas- con un amor único.
La historia de mi mamá, en síntesis, es la siguiente: antes de los cinco años perdió a su padre; antes de los diez contrajo un insomnio que se prolongó hasta la madrugada misma de su muerte; desde que tengo memoria sufrió dolor de cabeza a diario (viendo yo en su semblante los efectos de la jaqueca, le preguntaba:«¿qué tienes, mamá?», y ella, en su virtud, me contestaba sin desesperar: «es mi dolorcito de cabeza, hijo»); poco antes de los sesenta años fue visitada por el cáncer, se le extirpó un tumor del pecho, antes de un mes le fue retirado el músculo completo, luego de dos años el mal estaba ya en el hígado: quimioterapia; dos años más y el médico sorprendido (¡!) declaró algo así como victoria, mas a los seis años de ello murió: otra vez el carcinoma hepático.
Así fue mi madre. Así es, digo, la maternidad. ¡Así son las mamás!
Recordarla, cuantificar su sufrimiento, agiganta en mí la figura de mi madre. ¿Sabe?, tenía fe: fe en un Cristo que murió por nosotros sin detenerse por su dolor que — divino y todo — sintió:
«Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya»
(Lc. 22, 42).
Por cierto que mi mamá no hablaba con total claridad. ¡Cómo iba a hacerlo si sus neuronas estaban inflamadas por la falta de sueño! Yo, que sé muy bien cómo dormir es una tregua impostergable, me pregunto cómo pudo ella superar la escasez de este satisfactor: solo con la fe, señor, ese recurso sui géneris, especial, que la ciencia no postula, acaso sí el médico humilde, no el ensoberbecido alternante de la parca. Ese es el objeto de mis letras, de mi afán por publicar en su dignísima revista. Que se sepa: solo la fe, señor, solo la fe sostiene a las personas en el dolor.
Recuerdo, recordaré, evocamos a mi mamá en su fragilidad, en su semblante insomne, en su condolencia moral por la humanidad, en su optimismo (unas horas antes de morir se contentaba de verme afrontar cierta convalecencia mía con optimismo –que yo fingía-, y destacaba que así debíamos ver la vida: no con angustia, desesperanza ni pesar); eso en medio de que sabíamos que el hígado había crecido a no sé cuántas veces sus naturales dimensiones y el mal estaba ya en el estómago.
¿A qué se deberá, pues, esa resistencia estremecedora de esta clase de héroes, -ángeles-, que no se dejan vencer por el dolor? No es mi propósito difundir el caso particular de mi madre, sino la realidad universal de que sigue habiendo personas que son como embajadores de «algún dios que - afirma Maeterlinck - necesita ser escuchado de manera nueva».
Para saber su versión, acabo de preguntar a mi hijo de tres años por su abuelita. Me dice que murió, pero que él va a volar y la va -a sacar de ese hoyo… Él no sabe aún que ese no es el punto de llegada de su abuelita, sino que ella (quien adquirió insomnio en su infancia porque en una increíble responsabilidad quería estar pendiente de lo que su madre –viuda, epiléptica- necesitaba), está más allá de todo dolor, de aquel insomnio, de cualquier maltrato: vive en una entidad donde rebosa felicidad; lo que a nosotros, los racionalistas, nos causa un no sé qué, un asombro, un estupor…
Mil gracias, distinguido señor director, por permitirme compartir este rapto de sensibilidad. Mil gracias, mil gracias.
La mamá, canta Charles Aznavour la canción de su autoría: