Corrió desesperado, su armadura castañeaba, crepitaba el cuero de las correas, golpeaba la espada en la cintura, temblaba la suave hierba que pisaba. Seguía corriendo, al final, casi escondida en el horizonte perseguía esa extraña batea de hierba con una apertura como fisura en una vasija.

Recordó que no estaba solo pero al mirar atrás no vio nada, ni caballeros ni caballos. Paró, respiró, sintió una arcada que no pudo sofocar y vomitó las frutas que había ingerido. Trató de no hacer ruido, avanzó lentamente, tratando de disimular las pisadas con el ruido de los bichos y de los árboles al bailar con el viento.

Sigiloso reptó por la abertura, y lo que vio lo encegueció. El brillo del atardecer se reflejaba en un Dios dorado que se bañaba en crema de oro y se sumergía en la oscura laguna. Aquel Dios subía de las aguas esbelto, con una enorme diadema, todo dorado, con nariguera, brazaletes a lado y lado y un oscuro cabello liso y pegado a la cabeza con la crema amarilla.

No lo podía creer, el Dios sin estar completamente limpio esparcía la crema amarilla sobre sus brazos, pecho y piernas, y la tenue luz comenzaba a iluminarlo, a llenarlo de una gracia infinita. Como suspendido, se sumergió de nuevo en las aguas que se reconocían así por el sonido del sumergimiento y el sonido de la salida.

Enloquecido, sin dejar de mirar a ese pequeño y brillante Dios, salió de su estupor al escuchar un atronador ruido. Gritó sobresaltado y entonces reconoció que no estaba solo, no acompañado de su gente sino rodeado de los salvajes que habían llegado en hordas a ver al Dios bañarse de oro y de agua.

En el borde superior de la hondonada circular se veían sombras de figuras con penachos y destellos que titilaban como luciérnagas, brillantes y apagadas indistintamente. Los gritos dieron paso al silencio, el silencio se sofocó con el miedo, el frío y la presencia de algo más.

Entendió a otro participante, poderoso, pacifico, siniestro, enorme, hecho de tierra, de oscuridad, de bruma, de sombras y de enormidad. Lo sintió, lo respiró hecho humedad, bichos, hierba. Cerró los ojos para intentar salir de la alucinación de brillo, del sofoco de la helada bruma, de la inconsciencia de las sobras, pero al abrirlos el escenario le pareció aún más grande y el ruido aún más ensordecedor y la niebla subía, los animales hacían sus ruidos, los salvajes llegaban al trance, los penachos se movían, los árboles canturreteaban, el tintineo no cesaba.

Ya loco, sumergido en el universo inmenso de lo desconocido e insondable, sintió cómo llegó la luz que lo encegueció y vio cómo lentamente aquel Dios infinito perfecto, redondo, lleno de círculos, adornos, bello, se iluminó desde dentro y con la velocidad con la que cruzan las nubes en el cielo comenzó su ascenso, inverosímil, incauto, ingenuo hacia el otro lado. Lo vio salir de la olla, como cruzando el portal del umbral a la luz, pero no llevado, o jalado como del pecho, el Dios iba erguido, como un héroe que penetra con un brazo extendido en dirección de su destino y el otro pegado al cuerpo, como impartiendo justicia.

Y así fue cómo, en un instante, sintió los ojos del Dios en los suyos, que, benevolentes, llenos de compasión, de agua dulce manantial, le dieron permiso de venir a hacer lo que sabía que haría.

Sintió de nuevo la arcada que le venía del vientre y le llenaba la boca y no pudo hacer más que dejarla salir, y en efecto salió, como un arcoíris de inmundicia, que orgullosa se desparramaba sobre la tierra que no era la tierra prometida sino la tierra, humedad, antepasados, presente y futuros esclavos que mendigarían, que vivirán como perro esperando limosna, esperando el pan, que verían a su estirpe traicionarse, desaparecer entre niños muertos de hambre.

Cuando supo lo que tenía que hacer no lo pudo evitar, sintió miedo de esos ojos pero supo certeramente que aquel Dios había abandonado a los suyos, o a lo que fuera eso que dejó, carne podrida.

Vio su presente y vomitó su futuro, sobre la tierra que le daría reconocimiento de leyenda, de historia, de vergüenza.