Bogotá, para mí, es un taxi. Calor, mareo, tedio, ojos abiertos, Julio Sánchez Cristo. Ver un mundo de pe a pa por la carrera Séptima. Querer estar callada y a la vez querer saberlo todo y preguntarlo todo. Un taxista me explica que la enfermedad es un invento de los gringos para sacarnos plata, que él lleva trabajando catorce horas desde los catorce años y no le duele nada y nunca ha estado enfermo. Como no tiene plata, y lo sabe, no se puede permitir el dolor.
Felicidad entusiasta y a veces miedo y angustia. A veces celos (con la extraña sensación de montaña rusa: estoy por encima y de pronto bajo a las cloacas de la vulgaridad). El taxi me deja pensar. Todavía más secretos y me gusta que los míos tengan secretos, desconfío de las personas que no los tienen y de los que los pregonan. Manos entrelazadas y besos en los taxis. Prisa, siempre llego tarde.
Librerías paraíso y librerías sin tiempo en las que hago continuos homenajes secretos y en las que olvido (quizás para lo que no seremos). No funciona mi móvil así que necesito un celular para ir en taxi. «Ahora coja la circunvalar». Me gusta decirles a los taxistas esa frase.
Siempre debo llevar mi cuaderno polaco, me recordó su pertinencia el escritor paisa. Se puede ser muy feliz desde el taxi y en el taxi. Voy vestida de verde a la fiesta que más me apetece, contenta. El taxista se pierde y yo me pierdo y recuerdo que en Bogotá a veces hay que tener miedo.
Imposto ese miedo y cuando veo una Embajada, la de Suecia, le digo que pare ahí. Hay poca ingenuidad y, sin embargo, aquí pesan mucho los muertos. Yo me fío de todos y quizás no debiera. A los taxis es mejor llamarlos.
Me gusta amarlo así, sin planes, sin tiempo, con emoción, cuando le digo excitada al taxista su extraña dirección bogotana.
Siempre los cerros acechando y consolando de tanto ruido. Los cerros que nos arropan y también nos impresionan. Los cerros dan verde a cada rato gris. Llueve torrencialmente y voy en el taxi. Tardo tanto que cuando llego ya luce el sol. Carrera Séptima otra vez y pasamos por la iglesia en la que lo bautizaron, me cuesta imaginarle pequeño y vulnerable. La iglesia es linda, queda extraña entre edificios altos y modernos.
En los taxis aprendo política, complemento mis visiones, altero mis prejuicios de europea esnob que se cree que lo sabe todo de América Latina. Desde su casa tengo una extraña perspectiva. Si estoy en la cama veo pobreza y miseria (que no la cambie de orientación, está bien así, nos da realidad). Si estoy en 106 el salón veo opulencia y un concesionario BMW.
Desde cualquier punto veo las tormentas cuando se acercan y me da tiempo a ponerme la gabardina. Entre taxi y taxi ceno en Balzac con mi amigo poeta. En Bogotá es más locuaz que en todos nuestros encuentros anteriores. De hecho, me sorprende asistir al espectáculo de que habla mucho. Es alegre. Está en su casa. También yo soy más alegre. Claudia me llama, voy en taxi, me gusta mucho más la de la realidad que la de la ficción, la Claudia de los poemas.
Tantos años queriendo ser una antropóloga exquisita que diseccionaba el realismo mágico en las clases de la universidad y que desmitificaba las versiones pintorescas del Nuevo Mundo, y ahora disfruto tanto preguntando por hermanos bastardos, hijos secretos, novios guerrilleros, abuelas negras y amantes de clase baja.
Me gusta tanto meterme de lleno en los tópicos y convertirme en la más tropicalista para anestesiar mi pobre racionalidad de asfalto. ¡Taxi! A veces me cuesta creer que es o ha sido un país en guerra, hasta que me doy cuenta de que hay un poso de miedo y de tristeza en cada uno de mis amigos colombianos. Los taxistas, siempre alegres, jamás hablan del tema. A veces hablo demasiado sin decir nada. Pero en el taxi, no.
De pronto no es un taxi y es el coche de mi amiga que me lleva a recorrer frenéticamente la ciudad. Me enseña el mapamundi de su biobibliografía, los puntos cardinales de su amor y de su dolor. Como adolescentes eufóricas, sentimos que Bogotá es nuestra, entre risas, frases interrumpidas y ajiaco. En el taxi lloro bajito y recuerdo a mi niño, que pasea por la casa, feliz, cantando canciones que le enseñó su bisabuela muerta.
Me bajo y compro girasoles en un mercado exuberante. Paso, en taxi, por delante de la que fue la casa bogotana de mi gran amor y recuerdo cuántas veces me contó su felicidad de esos tiempos y recuerdo que en Bogotá nació su hijo al que yo más quiero, el que además de todo se parece tanto al mío. Y no voy a decir nada de La Candelaria porque ya todos sabemos que es el barrio bien chévere. Porque además, como lo recorrí a pie, pues me acuerdo poco. Un despertar plácido y lleno de confesiones que se acaba cuando hay que llamar a un taxi. Mientras voy en el taxi eterno recuerdo no por qué vine sino para qué vine.