Aquel hombre había llegado justo cuando almorzábamos, extrañamente seco, a pesar de la lluvia que desde muy temprano caía. Quizá fue la abuela Chola la primera en verlo, justo antes de desplomarse sobre la sopa de lentejas mientras la abuela Lay se llevaba a la boca una cucharada del espeso caldo. Luego miramos los demás hacia la puerta, en cuyo umbral estaba él de pie, silencioso, apenas con una pequeña valija de cuero.

—¡Pase, pase por favor!— dijo la abuela Lay, por fin levantándose de la silla —pase, que se moja—.

Pero el hombre siguió inmóvil, ahora mirando la escena con una como antiquísima presencia de luz entre el bullicio de las gotas que perforaban eternidades en aquel extraño día de diciembre. Luego confesaría que se llamaba Teodoro, y nada más. Era de muy poco hablar y comer, como bien lo reflejaba su delgado cuerpo, fuerte y consistente, pero de carnes magras. En eso, me dije —que por entonces tendría nueve años— se parece a la abuelita Daisy, que en el momento de su arribo estaba en la cocina.

La abuelita Chola nos visitaba aquel día desde buena mañana, oronda en traje de domingo, pues aunque decía ser atea, sabíamos que venía de misa de seis. Desde que se hallaba sola solía frecuentar las visitas a sus hermanas, cada vez con mejor semblante, como si la soledad le sentara bien. Efraín, su esposo, se había marchado al extranjero por razones médicas, aunque no fuera su mal, acaso, más que deseos de soledad, lejos de aquella mujer de ojos picantes y diminutos, que le pedía hasta la última cuenta de lo que hacía, sobre todo si mediaba dinero.

El año pasado, la abuelita Daisy y yo habíamos estado una semana en casa de Efraín, en donde un algo desconocido zumbaba siempre, incluso en el patio. Tal vez eran los transistores del viejo televisor en el que, sin falta, veían los viejos las películas de Harold Lloyd hasta desternillarse de risa frente a imágenes mudas y de movimientos inesperados, tanto, a lo mejor, como el vaivén de las largas tiras de cuentas multicolores que a modo de cortinas colgaban de los interminables cuartos sin habitantes (todos alrededor de la sala de estar) y de cuyo interior salía una brisa fría y alcanforada.

Desde semanas atrás, la abuela Chola había estado más triste que de costumbre, ni siquiera fumaba, y todo ello desde que recibió la noticia de la muerte de Efraín, en esa lejanía que él mismo eligió, como si hubiera querido retornar a la soledad de la que había venido.

—Venga, venga, por aquí— se levantó a decirle la abuelita Lay a Teodoro, sin percatarse de la hermana desplomada sobre la sopa de lentejas.
—Lala— interrumpió la abuelita Daisy, susurrándole en el oído bueno— creo que está muerta. Mirála, mirála... Nunca le gustaron las lentejas.

Aquello era cuestión de tiempo, no hubo sorpresa alguna.

—¡Ay Daisy!— dijo entonces la abuelita Lay con apenas resignación en sus ojos. —Vamos, hay que arreglarla y darle la noticia a Mario.

Teodoro se quedó sólo en la sala en medio del galimatías del almuerzo. Yo, algo confuso, salí a jugar con Mafalda al patio. Ya no llovía. Mafalda corrió de regreso a la sala enlodando la alfombra y se detuvo súbitamente frente al visitante, mirándolo en silencio. Aquel día no lo supe, pero ahora que lo pienso, diría que frisaba los cuarenta, aunque si miro de nuevo el rostro que mi memoria guarda, diría que era un hombre en el que el tiempo apenas dejaba huellas.

Cuando el asunto de la muerte de la abuelita Chola fue resuelto, la cotidianidad ocupó de nuevo su lugar. A media tarde la casa parecía la de siempre, e incluso era casi posible oír el resuello de la fallecida tras alguna de las cortinas e imaginar a su fiel Mafalda arrellanada en el sillón del frente. Todo seguía lo mismo. Chico llegó en cuanto le informaron lo sucedido, aunque su primera impresión fue que se trataba de la abuelita Lay. De inmediato hizo sentarse a Teodoro en el sillón verde de la sala, excusándose atolondradamente, y éste posó su mano sobre su cabeza, como si de un niño se tratara y le dijo: Anda, ve a ayudar a tu madre. Luego, ya muy entrada la tarde, la abuelita Lay recordó al visitante que aguardaba en la sala, por lo que se presentó ante él con su mejor compostura, mostrando la congoja en que los acontecimientos la habían sumido.

—Entonces usted desea posada— dijo ella aún intranquila, tras escuchar a medias cuanto le dijo Teodoro.
—Sí, señora. Uno en el vecindario me dijo que usted alquila habitaciones.
—Bueno, no, eso no es exactamente lo que yo le dije a Abelardo; era un señor bajito y de pelo rojo, ¿verdad?
—Así es.
—Sí, entonces usted habló con Abelardo. Verá, lo que alquilo en realidad es un cuartito interior, usted sabe, sin vista al patio o al jardín. Si le sirve, estaré encantada de serle útil.

Él no dijo nada, simplemente la miró asombrosamente ecuánime. No fueron necesarias más palabras, Teodoro se quedaría, era definitivo, y a decir verdad, aquello me alegraba más de lo que hubiera creído. Algo me decía que de él, en la de menos, vendría una enorme sorpresa; solo aguardaba el momento para poder hablarle.

La abuelita Daisy se pasaba todo el día caminando dentro de la casa. Sacudía dos o tres veces el mismo sillón, acomodaba la repisa de la sala de cuantos modos se le ocurriera y así aprovechaba cada momento para vigilar a Teodoro. Ese hombre —me había dicho una tarde como a las cinco— es algo raro. Siempre sale muy temprano de la casa, a veces sin desayunar, pero al principio al menos regresaba para el almuerzo, ahora ni eso. Y cuando se queda se encierra toda la tarde en el cuarto. ¿Que será lo que hace? La otra noche—continuó ella tapándose la boca con la punta de los dedos y agachando la cabeza— me acerqué a su puerta, pues me pareció oírlo llegar. Pero no escuche nada, ni su respiración. ¡Que raro! —dijo por fin, alejándose con la mano izquierda en la cadera, sobre su delantal de siempre, limpiando todo a su paso.

Ella tenía razón. Mi cuarto estaba entre el suyo y el baño. Jamás había escuchado sonido alguno, y cuando me levantaba él ya se había marchado. Una noche me desperté y en silencio fui hasta el extremo inferior de mi cama, en donde, aprovechando sus largas ausencias, hice un agujero en la pared de madera que separaba nuestras habitaciones. Pensé que sería como la una de la madrugada. Coloqué mi cabeza contra la viga intermedia y entonces escuché un ruido que hizo de mi corazón una manada de caballos corriendo despavoridos por el llano. Me recogí debajo de la cama apenas con media vida y aguardé lo peor.

Todo se transformó en silencio y sombras siniestras, naturalmente. Pero una vez pasado el susto, reemprendí la misión que planeé tan detalladamente, así que ahora estaba seguro de descubrir algo extraordinario, fuera de mi imaginación de niño. Nada. No estaba allí, y sin embargo había luz en la habitación, muy tenue, casi imperceptible. Esto tampoco lo supe entonces, pero mis últimas reflexiones me acercan a una verdad que he venido sospechando por años. Aquella luz sí alumbraba todo el cuarto, pequeño, por cierto, pero principalmente la cama de donde parecía manar y desparramarse a lo largo y ancho igual que un manantial de suaves fosforescencias.

Por la mañana, como a las ocho, encontré a Teodoro —cosa extraña— conversando con la abuelita Daisy.

—Tiene usted ojos de niña. Es tan agradable mirarse en ellos, suaves e inocentes.
—¡Ah, ja, ja, ja!— estallaba ella ante las palabras de Teodoro, que la miraba con su inconfundible dejo de atemporalidad.
—Es cierto —le decía él— no le miento. Tiene tanta energía. Creo que debe darnos más de ella. ¡Como le queda vida!

Mi abuela calló. Sus ojos se perdieron en el almanaque que colgaba de la pared del frente. Sus labios se arrugaron todavía más en una contracción nerviosa, como si confirmara la veracidad de cuanto había oído y le espantara su propio destino.

Deseaba tanto hablar con Teodoro, que ese mismo día me decidí a contarle todo lo que deseaba. Escuché pasos en el zaguán y corrí para alcanzarlo, pero quien allí estaba era Chico haciendo la limpieza. A pesar de la frustración, vendría una pequeña sorpresa, que a la postre, me sumiría en una aún para mí desconocida inquietud. Sobre la hoja exterior de su puerta encontré la siguiente nota:

Querido Antonio:
Sé de tu interés para que charlemos y sospecho incluso tus intenciones, pero por ahora debo salir. Dile a las abuelas, que regresaré en un par de días. Ya hablaremos a mi regreso, te lo prometo.

(Teodoro)

Nadie absolutamente sabía nada de él. ¡Nada! ¿Se había marchado sin una sola de sus pertenencias? ¿Como era posible? Las abuelas regresaron a su rutina, el secreto elixir que sostenía el delicado hilo de sus vidas. La abuelita Daisy, alimentando su gusto por las intrigas, infatigable, peleaba con Mafalda, que dejaba pelos por doquier, toneladas, decía ella. Otras veces leía largamente a Nietzsche o a Dostoyevski, y era entonces cuando, al desvelar su alma sumida en aquella especie de limbo, miraba de lejos como se llenaba de lágrimas y memorias, pero siempre en silencio, seguía leyendo y recordando como a los trece años hacía puros en la fábrica en la que también laboraba su madre.

Hacía puros y cuidaba a sus siete hermanos menores. Y luego una vida de más trabajo que encorvó su espalda y marchitó sus ilusiones, pero jamás su vitalidad o su temperamento. Los había visto morirse casi a todos, a sus hermanos y a muchos de sus hijos. Entonces llegó la muerte de la abuelita Chola, y con ella la casa se llenó de más luto.

Luego estaba la abuelita Lay, la menor de las hermanas, santa en vida, con el recuerdo aún vivo del marido muerto en el sanatorio a los treinta años y los retoños de locura en su descendencia. ¿Qué decirles de ella que no sea una llaga abierta, un rosario de penas y su bondad imperturbable?

Un día llegó a mis oídos la noticia de que vieron a Chico hablando con Teodoro en el mercado, pero por la casa no se aparecía, aunque dijera que serían solo un par de días, dando lugar a largas tertulias sobre el asunto. Chico al ser interrogado juró no haberlo visto, y que en el mercado sólo había conversado con Gumercindo, que le ofrecía trabajo como cargador de carbón. Así que de Teodoro nada, se decían una a la otra al atardecer, jugando cartas en la mesa de la cocina, mientras en la sala, Chico maldecía crucigramas y noticias de fútbol.

Pronto la casa entera se tornó melancólica y quejumbrosa como las garúas matinales, por lo que durante las tardes, cuando el sol de nuevo, aunque brevemente, salía, frecuenté mis paseos por el vecindario. Recorría en ocasiones tres o cuatro veces los mismos lugares cual si estuvieran desiertos, no sé decir si así era, pues nada miraba salvo lo que llamara mi atención severamente. De aquellos momentos apenas recuerdo una niña meciéndose en los columpios del parque tras la casa de las abuelitas, muy hermosa, con el cabello azabache y brillante en medio de aquella luz crepuscular que la hacía verse quimérica, por lo que jamás intenté siquiera hablarle, imaginando que con solo acercármele desaparecería dejando el columpio vacío.

Sí, de alguna manera entendía ya de niño la soledad de Efraín, y al regresar a casa ya casi a oscuras, la luz que brotaba al abrirse la puerta siempre me parecía igualmente irreal que la niña del cabello azabache. Luego, al entrar, era como si jamás me hubiera ido, nada parecía haber cambiado salvo la hora. El delicioso aroma del guiso de carne con frijoles blancos de la abuelita Lay inundaba toda la casa. Entonces, cuando menos lo esperaba, un súbito eco resonó en mi cabeza. Si, estaba seguro, era él, cambiaba impresiones con la abuelita Lay, que prácticamente lo regañaba por haberse marchado sin dar aviso.

Esa noche lo escuché por primera vez en su cuarto. Largas horas pasé con mi oído sobre la pared escuchando como respiraba. Jamás lo escuché roncar o toser. Dormía tan silenciosa y profundamente, que pensé que también había muerto. Fue a la mañana siguiente que me llevé la sorpresa de mi vida. Él estaba allí en mi cuarto, mirando quizá como despertaba. Su presencia era sobrecogedora, aunque no amenazante, más bien brindaba una paz y un reposo indescriptibles.

—Buenos días, Antonio— empezó diciendo, y yo no supe que responderle. Querías hablar conmigo, ¿no es verdad?

Yo seguí en silencio, sólo abriendo los ojos lo más que podía, y de inmediato me percaté de que ya sabía todo lo que deseaba de él; bastó su mirada, su presencia.

Cerca del mediodía, la abuelita Daisy tomaba su acostumbrada siesta, pero muy contrariamente, la abuelita Lay seguía pensativa en la solitaria cocina, tanto que no sintió a Teodoro llegar a sus espaldas.

—Mi querida Zulay— y ella se sobresaltó al oírlo. —¡Ah, es usted! —Usted sabe a qué he venido.

Mi abuela si que lo sabía, pero no dijo nada. Apoyó sus codos contra la mesa, tapándose al mismo tiempo con las manos la boca, y de repente empezó a hablar:

—Recuerdo bien a Miguel —que en paz descanse— el esposo de Luzania, la vecina del otro lado de la alameda. Era un hombre bueno, pero muy charlatán (sonrió repentinamente) ¡ah, y tan cuenteretas como buena gente! Fíjese que una vez llegó diciéndome:

—Lala —porque el me llamaba así— fijate vos lo que traigo aquí.
—¿Y qué hombre, qué traés ahí?
Un pescado.
Ahora te me hiciste pescador. . —¿Yo? ¡Claro! Este lo pesqué en el Tárcoles —me contó, pues por ese tiempo estaba de moda ir al Tárcoles— Es un sábalo.
—¡Un sábalo, figúrese usted, un sábalo en el Tárcales!

Fíjate vos que jodido el pejecillo, fregadísimo en el agua, pero una vez que lo agarré comenzó a brincar como loco, así que lo tiré en el cajón del Pick Up y me lo traje pa’ca, y de pronto oigo algo que sonaba en algún lado, así que pensé que era el motor, y salí y no me lo vas a creer, era el confisgado peje brincando en el cajón, así que lo amarré y llegando a la casa lo eché en la refrigeradora.

—¡De veras!— dije yo, que empezaba a tragarme la historia, porque ese hombre tenía ¡una labia! —¡Ah no, eso no es nada! Como a media noche me entró la tigra, así que me fui a la cocina a ver que me aturuzaba, y de pronto, ¡no me lo vas a creer! Yo que abro la refrigeradora, y el bendito peje todavía brincaba. Pobrecillo —dije yo— así que lo eché a la pila y esperé a que amaneciera para ver que hacía con él. Pero ahí estuvo como un mes, hasta que se salió y comenzó a andar por toda la casa. —Por aquí yo dejé de creerle—(dijo la abuelita Lay con impresionante simpleza e inocencia). —Así que —continuó Miguel— se hizo amigo del gato, y jugaban juntos, ¿vas a creer? Hasta que un día —dijo Miguel para terminar la historia— comenzó a llover y se ahogó en el patio... Ahí me lo llevaba bien muerto, el pobrecito.

La abuelita Lay guardó silencio. Teodoro sonrió y le tomó las manos, que habían iniciado un frenético temblor.

—Bienaventurada seas mujer —dijo Teodoro mientras ella miraba el almanaque.

Ahora ha pasado ya mucho tiempo. La abuelita Daisy murió el año pasado, y aunque no pude ir al entierro, juraría que Teodoro estuvo allí. Respecto a la abuelita Lay, simplemente desapareció. Sí. Al día siguiente —en medio de otra extraña e inexplicable lluvia— se marchó con Teodoro. Sólo Chico los vio salir. No se supo por entonces nada de ellos, nada. Pero recientemente algunos del pueblo juran haberlos visto juntos por la iglesia de La Agonía. Yo mismo los vi el domingo pasado en el cementerio, cerca de la lápida de la abuelita Chola, y sí, estoy seguro de que era ella. La vi de lejos, por lo que me acerqué corriendo a besarla, a charlar con ella y sólo encontré su rosario sobre la lápida.

Jamás olvidaré a mis tres abuelas, ni tampoco podrán borrarme esa imagen que guardo de Teodoro. ¿Teodoro digo? También guardaré siempre la sábana en la que le vi una vez dormir, cuando esa luz marcó su silueta. ¿Cómo olvidar a ese hombre que llegó en una navidad lluviosa a casa de la abuelita Lay?

Han tenido la oportunidad de leer un capítulo, del autor del libro Cerrando el círculo — Círculo y Punto Ediciones.