Cuando salía de la iglesia acompañada por uno de sus guardaespaldas, Ricardo, ahí estaba el otro que también hacía de chofer, Mauricio. Era con él con quien mejor se entendía.
María de las Mercedes, siempre radiante, con sus 20 años recién cumplidos, era continuamente observada muy de cerca por sus dos guardaespaldas, quienes nunca la dejaban sola. Esa era la orden dada por sus padre, el encumbrado empresario y congresista don Álvaro García Torrebiarte de la Vega, y su madre de ascendencia aristocrática, quien ostentaba el título de baronesa, doña Etelvina Sánchez Fontana de Fuentes Loarca.
Además de sus bien armados cuidadores, siempre listos para entrar en acción si era necesario, también la observaba muy de cerca una interminable lista de admiradores, todos pertenecientes a la alta sociedad del país. La muchacha había hecho ya su elección: un apuesto joven heredero de una de las fortunas más grandes, jugador de polo y también miembro del Opus Dei, como eran María de las Mercedes y sus padres.
Su mundo parecía de fantasía. Cuidada con el mayor esmero desde su nacimiento, nunca le faltó nada, ni en lo material ni en el cariño interminable que le prodigaban sus padres y parientes varios. Era hija única, por lo que todas las atenciones de la familia estaban dedicadas a ella: reiterados viajes a Europa, un pony, los juguetes más variados y una bicicleta hecha a pedido por manos orfebres que costaba casi tanto como un automóvil eran algunos de los obsequios que la engalanaban, colmando más de una habitación de su casa, así como su ego.
En ese clima había transcurrido toda su vida. Para ella era totalmente normal que sus deseos se cumplieran casi al instante.
Además de su encumbrada posición económica, también su belleza ayudaba a la admiración con que, en general, era tratada. En un país donde lo habitual era la piel morena y el cabello negro, una blanca nívea de rubia cabellera y ojos celestes resaltaba por sobre los demás. Su físico, muy bien trabajado en interminables horas de gimnasio, contribuía a resaltar más aún la diferencia.
María de las Mercedes sabía todo esto, y lo aprovechaba. Tenía perfectamente estudiado cada movimiento, cada sonrisa o cada mohín. Su vida, además de parecer perfecta, daba la sensación de ser una escenificación, la representación de un guion previamente establecido. Como en una obra teatral (¿comedia o tragedia?) trataba de tener todo calculado, pensando cada detalle. En muy buena medida, lo lograba.
Para mucha gente esa atmósfera edulcorada que transmitía terminaba siendo insoportablemente empalagosa, insufrible. Era una muñeca de porcelana con una fingida y siempre impostada actitud, viviendo entre humanos, todo el tiempo sonriente y feliz.
“Parece que nunca sudara. ¿Tirará pedos alguna vez?”, se preguntaban sarcásticos algunos. Para otros había algo de fascinación, de seducción hipnótica en todo su actuar. Figurita adorable para unos, payasesca puesta en escena para otros. ¿Vulgar comedia dulce o amarga tragedia lacrimosa?
Lo cierto es que la joven nunca dejaba de provocar comentarios, positivos o negativos. Su presencia no podía pasar desapercibida. Cuando se presentaba en pareja con su novio (Ezequiel Grosjean, quien, sin ningún lugar a dudas, no era un pusilánime segundón: miembro del equipo campeón de polo, con reconocimientos internacionales), María de las Mercedes terminaba opacándolo. Al joven no le quedaba otra alternativa que ser “la pareja de”, desapareciendo su identidad de heredero multimillonario, con tanta o más fortuna que la familia de la muchacha.
Como ambos eran miembros activos del Opus Dei, se habían hecho el fiel compromiso de no mantener relaciones sexuales antes del matrimonio.
Claro que la promesa era un tanto ambigua, pues no hablaba de virginidad, sino de no copular entre ellos. Eso, aunque no lo decían, no eximía de la posibilidad de tener sexo fuera de la pareja. Si bien era un tema del que jamás hablaban entre sí, había un tácito acuerdo de silencio, pues María de las Mercedes sabía que su novio andaba haciendo alguna que otra diablura por allí.
“En fin, cosas de hombres”, razonaba. “No se le puede exigir algo que va contra las hormonas”. En secreto, con alguna de sus más íntimas amigas, se permitía decir “Para eso están las putas, ¿no?”, avalando la conducta “traviesa” de su novio.
Por el contrario, el joven jamás ponía en duda la reputación de su amada. Veía con los mejores ojos la negativa de María de las Mercedes a tener relaciones sexuales con él antes del matrimonio. Algunos de sus más íntimos allegados bromeaban muy en privado con Ezequiel sobre esa abstinencia. “Soy de la vieja guardia, si lo quieren; pero me siento muy feliz así, sabiendo que voy a ser el primero”, respondía altanero, muy seguro de sí.
“¿Y cómo estás tan seguro que vas a ser el primero?”, bromeaban los otros.
“Una buena católica no miente”, agregaba orgulloso, altivo, mientras sus amigos reían por lo bajo.
Ese inamovible convencimiento de Ezequiel no quedaba claro si se debía al profundo enamoramiento que sentía por su novia o al que sentía por sus valores y su fe ciega en los principios que decía seguir. ¿Enamorado de su pertenencia al Opus Dei?
“Una buena católica no miente…”, repetía uno de sus amigos, con una sarcástica, casi mefistofélica sonrisa. “¿Podrá ser cierto? Mmmm, yo lo dudo”. Eso encendía la ira de Ezequiel. Las discusiones, de todos modos, nunca pasaban de esos intercambios mordaces, donde el joven millonario se mostraba refractario a cualquier posibilidad de duda sobre la integridad moral de su novia. Zanjaba la situación cambiando de tema.
Ezequiel no tenía ojos para otra mujer que no fuera su novia. Para María de las Mercedes, las cosas no eran exactamente así: además de a su novio, miraba hombres, y mucho, y se la pasaba fantaseando. Nunca lo decía, mucho menos a su pareja, pero pasaba largas horas viendo material pornográfico. La promesa que se habían hecho, al menos para ella, estaba más que clara: no mantener relaciones sexuales antes del matrimonio…. ¡entre ellos!
El permiso que le otorgaba a Ezequiel para hacer sus travesuras en algún momento antes de casarse entendía que podía ser recíproco. No lo expresaba en voz alta, aunque lo pensaba todo el tiempo. Prefería no enterarse de lo que él podía hacer: la cuestión era mantener la promesa, fundamentalmente para poder decir la noche de bodas que su flamante esposo fue el primero.
De todos modos, se hacía un engaño mental para figurarse que así sería, pero sin decirse que había otro. Claro que lo de la virginidad para su futuro esposo se guardaba como el tesoro más preciado. En tal sentido, era cierto que no había nadie previo a Ezequiel. Sin embargo, había otro en su vida.
Desde hacía un tiempo, María de las Mercedes tenía como amante a uno de sus guardaespaldas: Mauricio. Mantenían una relación ultra secreta: nadie en absoluto podía sospechar, dada la forma en que lo hacían, cuidando hasta el más mínimo detalle.
Lo cierto es que la muchacha, para cumplir con su promesa conyugal, solo tenía sexo anal. Lo prometido a su amado se cumpliría: él sería el primero, al menos según los parámetros clásicos de lo que se consideraba sexo “normal”, o sea, con penetración vaginal.
El joven jugador de polo conocía bastante a los dos guardianes de su novia. Sin embargo, dada su alcurnia, mantenía un trato distante con ambos, dirigiéndoles rara vez la palabra. Sabía marcar distancias, haciendo ver que eran de otra categoría social.
Para el otro guardaespaldas, Ricardo, un ex militar que había trabajado en los servicios de seguridad del Estado, en todo momento listo para sacar su pistola, Ezequiel no era de su agrado. Siempre altanero y distante para con los empleados, lo odiaba profundamente. Por supuesto, eso no lo dejaba ver, pero en secreto albergaba la esperanza de poder “pegarle un tiro en la cabeza a ese engreído.”
Ricardo continuaba siendo un sabueso para los seguimientos, herencia de su trabajo en Inteligencia Militar. Algo le hizo sospechar que su compañero y la muchacha guardaban un secreto. Por supuesto, no se equivocaba. Si bien los amantes intentaban no dejar ninguna huella, para alguien formado y acostumbrado al seguimiento y la detección de personas, no fue muy difícil descubrir la relación.
Lo cierto es que se las ingenió para conseguir algunas comprometedoras fotos del romance.
Cuando María de las Mercedes las vio, quedó sin aliento. En el anónimo que las acompañaba pudo leer que no debía decir una sola palabra del hallazgo a Mauricio. Por lo pronto era chantajeada, indicándosele pagar una fuerte suma de dinero. Caso contrario, su novio se enteraría.
No siguiendo esas instrucciones la muchacha, hondamente tocada por la noticia recibida, le contó todo a su amante. Mauricio de inmediato sospechó que esto podía ser obra de su compañero.
De todos modos, había que ser muy cauteloso en los pasos a dar: si contaba a Ricardo de sus amoríos con la joven, la situación podía complicarse mucho más. Buscó la manera de investigar lo que se pudiera, sin mostrarse en ningún momento involucrado sentimentalmente.
“La noto medio rara a María de las Mercedes últimamente, ¿no te parece?”, comentó como al azar con su colega.
Ricardo fue parco en su respuesta: “No, no noté nada”.
“Es como si le estuviera pasando algo, algo que la preocupa”, insistió Mauricio.
“Puede ser”, dijo lacónico Ricardo y dio por terminada esa conversación, cambiando de tema.
María de las Mercedes recibió una segunda misiva, conminándola a pagar con urgencia (daba los detalles precisos de cómo hacerlo) o su novio recibiría las fotos. Entró en pánico.
Desoyendo los consejos de Mauricio, sin decirle nada a él, de sus propios ahorros pagó una parte de la cantidad solicitada. Eso le permitió estar algo más tranquila en el momento siguiente al pago.
Pero fue muy momentáneo: Ricardo, siempre en forma muy sutil (era un especialista en el sigilo), le hizo saber que pagaba todo lo solicitado o se mostraban las fotos. El horror de la joven creció en forma exponencial.
Tenía el dinero solicitado, ese no era el problema. La cuestión estribaba en qué seguiría después.
Ya se veía sometida a los peores escarnios. Claro que, como respuesta, ¡seguía manteniendo su virginidad! En eso no había fallado.
De todos modos se tornaba horrible, complicado y sumamente engorroso demostrar que se estaba ante un vil chantaje. Hasta llegó a pensar que, llegado el caso, podría pedir un peritaje forense con un ginecólogo para demostrar en forma fehaciente que no había estado sexualmente con nadie y que las fotos seguramente estaban trucadas.
Con una mal disimulada crisis de llanto, tratando de no levantar sospechas ni en su casa paterna ni en el otro guardaespaldas, decidió contar a Mauricio cómo estaba realmente la situación. La reacción de este fue visceral.
“¡Hay que matar a ese cabrón hijo de puta de Ricardo!”.
Delante de María de las Mercedes, su cuidador y amante se permitía hablar del modo más vulgar y soez, tal como era su costumbre. Ante la gente, no: la trataba de usted, siempre con el mayor respeto y con distancia.
“Pero ¿cómo saber que es él? No tenemos ningún indicio cierto”, respondió con timidez la muchacha, intentando ocultar sus lágrimas y sus temblores.
“¡Por supuesto que los tengo!”, respondió rotundo Mauricio. “El otro día lo seguí, con mucho disimulo y vi cuando recogía el dinero que le dejaste en ese baño público. Iba oculto, tratando de no mostrar su identidad. Hasta barba postiza se había puesto el muy payaso. Pero lo vi clarito: ¡era él!”
María de las Mercedes quedó paralizada. “¿Y no podrá ser Ezequiel, que se enteró y me está poniendo a prueba?”
“¡No! Tu novio es muy ton…”; calló repentinamente, queriendo subsanar el equívoco. O, mejor dicho, la expresión que le salió del alma. “No creo que tu novio pueda hacer algo así”, se corrigió. “Él es muy buena gente”, agregó intentando edulcorar lo dicho.
Luego de un tenso momento de silencio, la joven preguntó con voz entrecortada: “¿Qué hacemos entonces?”
Luego de sollozos y reproches, mientras Mauricio solo pensaba en hacer el amor y la joven miembro del Opus Dei solo quería ver cómo salir de este atolladero, entre ambos urdieron el plan.
Se juraron un pacto de secretividad y que, si todo salía bien, serían amantes para toda la vida. Por supuesto, nadie sabría nunca nada de este evento que ahora estaban queriendo arreglar.
A partir de ahora, tratarían prácticamente de no tener más trato entre ellos, haciendo eso evidente a ojos de todo el mundo. Había que enfatizar el distanciamiento.
Se trataba de forzar una enemistad de Ricardo con ella y, en muy buena medida, ante la presencia de Ezequiel.
Había que demostrar que el guardaespaldas era un insolente, que se había propasado con la muchacha, que desobedecía sus órdenes. Para ello había que aplicar una buena dosis de mentira, o mejor dicho aún, de cinismo. Ambos lo actuarían convenientemente: ella mostrando su malestar con el empleado, Mauricio corroborando todo lo que denunciara María de la Mercedes.
La muchacha comenzó a darle indicaciones muy confusas, mandándolo con el vehículo a hacer diligencias a direcciones inexistentes, haciendo adrede que no coincidieran en los horarios, forzando así desencuentros, lo cual permitía protestar luego airadamente, siempre con público a su alrededor, haciendo evidente su malestar ante la ineficiencia de Ricardo. Sus protestas fueron tornándose cada vez más virulentas y, por tanto, más histriónicas.
A los gritos, delante de sus padres a veces, vociferaba, por ejemplo: “Usted no me esperó con el carro donde yo le dije, y tuve que pedir un taxi. ¡¿Para qué quiero un guardaespaldas así?!”
Todo eso preparaba las condiciones para hacer del guardaespaldas un estorbo en vez de una ayuda.
Alguna vez, como parte del plan pergeñado y como última gota que debía hacer rebasar el vaso, le dijo a su novio, con cara de circunstancia: “Ese atrevido de Ricardo me está haciendo insinuaciones”.
Ezequiel montó en cólera. Eso, sumado a todas las airadas protestas que su “adorada novia” venía presentándole en estos últimos días, hicieron que tomara la decisión: hablaría con los padres de la joven para sugerir (no podía hacer otra cosa) que consideraran la posibilidad de despedir a ese “muy mal sirviente”.
Todo salió como lo habían planificado los dos amantes: el empresario y congresista, junto a su esposa, se mostraron muy molestos con lo relatado por la hija.
Para echar más leña al fuego, Ezequiel (que ya se había ganado un respetado lugar en la familia de la muchacha) rubricó todo lo anterior, asegurando que sí, le constaba que ese “deshonesto y desubicado guardaespalducho” andaba haciendo desastres, “contrariando a mi María de las Mercedes en todo e insubordinándose de modo irreverente”.
Aseguraba (lo cual era cierto) haberlo visto con sus ojos. María de las Mercedes siempre buscaba algún pretexto para mostrarse molesta ante alguna supuesta falla de Ricardo. Y si era necesario, agregaba Ezequiel, podía preguntársele al otro guardián, a Mauricio, que sí era de confiar.
“Yo veo con qué respeto trata a mi prometida. Así debería actuar también el otro. Ese tal Ricardo, o como se llame. Pero de verdad, creo que es un problema seguir teniéndolo contratado.”
La convicción con que hablaba el novio, más el llanto dolido de la hija, hicieron que el matrimonio tomara la decisión de despedir al empleado. Los amantes, entonces, sonreían satisfechos: el plan se estaba cumpliendo.
Si ahora Ricardo reaccionaba y sacaba a relucir las fotos, era fácilmente demostrable que ello constituía una venganza a partir del despido, que eran todas patrañas, pruebas fabricadas.
Lo planificado por los amantes, sin dudas, tenía lógica, era muy consistente. Todo jugaba a favor de sospechar del guardaespaldas “insolente”, y nadie podría tomar en serio esas fotos.
Sin embargo, el plan de María de las Mercedes y Mauricio no contaba con un contra-plan. Efectivamente, Ricardo ya lo tenía bien preparado. Al día siguiente de ser despedido, invitó a su ahora ex compañero a conversar un rato y “echarse unos tragos para olvidar penas.”
Mauricio, para evitar toda sospecha, aceptó.
Las quejas de Ricardo fueron muy sentidas, llegando casi al borde de las lágrimas. Parece que en esta historia todo el mundo jugaba a ser el mejor actor posible. Las máscaras no faltaban. Mauricio lo acompañaba en sus doloridas quejas.
“¡Qué injusticia, mi hermano! ¡Qué injusticia! Nunca pensé que esta niña fuera tan hija de puta”.
El todavía guardaespaldas asentía, dándole la razón. Las quejas lastimeras permitían los tragos. En la cantina de mala muerte donde se encontraban, no había alcohol de buena calidad. Con unas cuantas copas las borracheras venían rápido.
Sabiendo de la facilidad con que Mauricio aceptaba beber cuando era invitado, Ricardo no cesó de insistir en uno y otro trago, sin detenerse.
Conocía bien esta debilidad de su ex compañero de trabajo. Después de una botella y media de licor barato, el amante furtivo ya daba muestras de los efectos etílicos.
Ricardo, por el contrario, se mantenía totalmente sobrio. Aprovechando esa condición de somnolencia y aletargamiento en que iba cayendo su interlocutor, sutilmente el ex militar (conocedor de esta técnica de interrogatorios) pedía más alcohol al cantinero y profundizaba sus preguntas.
“Estaba linda la Meches, muy linda ¿no es cierto? Yo siempre me la hubiera querido comer, pero no me atrevía siquiera a insinuarle algo”, iba diciendo, preparando así el ambiente propicio para la buscada confesión.
Mauricio, cada vez más adormecido, anestesiado por la bebida, se atrevió a decir: “¡Yo sí me la comí, hermano!”
“¿De verdad? Uy… te envidio. ¿Y cómo fue la cosa?”.
Ricardo reía para sus adentros. Estaba grabando todo. El actual guardaespaldas no sabía que el especialista en interrogatorios (trabajó cuatro años en eso), utilizando todos los métodos necesarios para obtener confesiones había tomado, antes del encuentro, una fuerte dosis de iomazenil, el fármaco que evita los efectos de la borrachera. “Mañas de otras épocas”, sonreía triunfal el interrogador.
Volvió a pedir otra botella. Mauricio vomitó todo. Lo que había pasado con la muchacha, y luego lo que tenía en el estómago. Esto último no importaba: en esos antros de baja calidad esto era harto común, por eso ponían aserrín en el piso. El otro vómito quedó consignado en una prueba irrefutable.
“Pero, ¿de verdad era solo anal?”
“Si, te lo juro por dios. La muy zorra quiere llegar virgen al matrimonio.”
“Pero ¿y el novio? ¿Qué pasa con él?”
“Se ríe de ese tonto. Lo toma solo como diversión.”
Ricardo ponía su mejor cara de estúpido. Fingía sorpresa ante cada respuesta de su interrogado.
Con calidad fue obteniendo una completa declaración, que quedó grabada. Para evitar contratiempos de último momento (era muy prevenido) llevó dos equipos de grabación, ambos muy bien ocultos.
Mauricio solo había sido guardaespaldas. De sicario a sueldo en sus mocedades pasó a su actual oficio, siempre manejando armas. La brutalidad era lo suyo. Ricardo, por el contrario, tenía todas las sutilezas de un excelente interrogador, aunque no faltándole la fuerza bruta cuando era necesario.
Una vez obtenido lo que buscaba, Ricardo tuvo el camino más fácil. Un par de días después de ese encuentro en la cantina, volvieron a reunirse. El ahora ex guardaespaldas siguió con su planificación. Le hizo escuchar la grabación a su compañero, y le propuso que siguieran adelante con las extorsiones. Era momento de sacarles mucho dinero a sus patrones.
“Esos asquerosos explotadores nos viven pisoteando. ¡Jodámoslos ahora!”, dijo con tono grave.
Mauricio no salía de su asombro. Aunque de un modo sumamente confuso, casi sin confesárselo, quería a María de las Mercedes.
Sabía que esa era una relación imposible, sin el más mínimo futuro. La promesa de ser amantes para siempre era algo vano, risible incluso. Solo era un poco de sexo casual, y punto. Sin embargo, sentía algo por la muchacha, y jamás se hubiera atrevido a atacarla de esa manera. A sus padres, quizá sí, pero a ella nunca.
“¡No sea tonto, hermano!”, enfatizó Ricardo, quien cuando quería ponerse serio y distante lo trataba de usted. “¿Qué le puede dejar esta mujercita más que una buena cogida de vez en cuando? Después lo va a dejar, se casará con ese infeliz con cara de imbécil del novio, y a usted, igual que a mí, nos manda a la mierda. Nos viven tratando de mierdas. ¡Dese cuenta, papá!”
El guardaespaldas-amante estaba estupefacto. Esta vez no quiso beber nada, solo una cerveza (no más) y una naranjada, porque quería estar totalmente lúcido.
Debía decidir cosas muy importantes para su vida. Aceptar la propuesta de Ricardo lo transformaba en un delincuente. De hecho, ya lo había sido en su juventud (seis muertos tenía en su haber, aunque nunca había estado preso), pero ahora era legal, un buen ciudadano trabajador. Lo asustaba la idea de la extorsión.
“Vamos compa: no se me asuste. Estos cerdos explotadores se lo merecen. Además, la virgencita nos va a proteger.”
“¿La Meches?”
“¡No papá! Con esa puta no podemos contar. La virgencita inmaculada, me refiero a la madre de nuestro señor Jesucristo.”
Ricardo había sido un feroz torturador algún tiempo atrás, trabajando para el ejército. Por supuesto que no proponía ninguna rebelión político-social contra una encumbrada familia de la aristocracia vernácula y mucho, muchísimo menos, un proyecto alternativo contra “la superioridad”, como le gustaba decir.
Era solo una jugada delincuencial de la peor estofa, pero para presentarla debía apelar a un discurso de pretendido cariz contestatario. Por supuesto que nada más alejado de su ideología que una propuesta de cambio social.
Lo de la protección de la virgen sí lo creía. Siempre, para cada cosa que hacía, se encomendaba al “Altísimo” (así solía referirse, evidenciando su admiración y respeto reverencial para con las jerarquías) y a “la santísima madre de nuestro redentor.”
Extraña combinación, por cierto: violencia absoluta contra “los asquerosos comunistas” y adoración sin discusión a un ser superior. Cada vez que iba a una sesión de tortura, se encomendaba a dios y la virgen.
Mauricio no terminaba de reaccionar. Las ideas se le arremolinaban. No le parecía mal obtener una fuerte suma y luego marcharse del país. Al mismo tiempo, había llegado a sentir algo por la joven. También pensaba, sin entender bien por qué, que esta jugada de Ricardo lo estaba metiendo en problemas. Le pidió algunos días para pensarlo.
Cuando veía a su patrona, en secreto se derretía. Le gustaba mucho, disfrutaba en su soledad mental ver que, en público, lo tratara con lejanía, pero en privado se permitieran las más osadas relaciones sexuales, cargadas de sado-masoquismo, cuidando la virginidad, por supuesto.
No podía concebir dañarla: lo propuesto por Ricardo, aunque no dejaba de entusiasmarlo, también lo asustaba.
Después de meditarlo por casi una semana, decidió lo que haría. Habló con María de las Mercedes contándole lo que el ex guardaespaldas estaba pergeñando y le había propuesto a él, a Mauricio.
La joven quedó espantada y, aunque sabía que eso no era para nada conveniente, con ríos de lágrimas cayó en brazos de su actual cuidador en público, delante del nuevo guardaespaldas recién contratado, un tal Kevin.
Buscaron inmediatamente el resguardo de la intimidad, y allí Mauricio le explicó lo que él había pensado.
“Ricardo es un hijo de la gran puta. Quiere seguir chantajeándote, y te va a pedir más dinero. Y me pidió que yo también participe en la jugada.”
María de las Mercedes escuchaba estupefacta, temblando, sin poder dar crédito a lo que oía.
“Entonces, ¿qué hacemos?”, pudo preguntar con voz entrecortada, apenas audible.
Ninguno de los dos pensó, en ningún momento, terminar la relación. La cuestión era ver cómo manejar el asunto, cómo salir lo menos dañados.
“Te recomiendo que le sigas el juego. Habría que llevar el dinero que te pida, y ese día, como sé que va a ser él quien va a ir a recogerlo, ahí le podemos caer en el lugar que te indique.”
La muchacha estaba sumamente confundida. Tanto, que decidió contarle la situación a su novio. En una versión tergiversada, arreglada a su conveniencia, por supuesto. Solo dijo que estaba siendo víctima de extorsión por parte del guardaespaldas recién despedido. Ezequiel lo creyó sin cuestionar.
“No sé qué cosas se pueda inventar ahora ese desgraciado”, agregó, preparando el terreno para cualquier acusación que ahora pudiera llegar. Y pidió que, por favor, no comentara esto con nadie, mucho menos con sus padres, los de María de las Mercedes. “En el Opus Dei no se acostumbra a ventilar problemas personales. Es de mal gusto”.
El joven polista sintió, como un príncipe que rescata a la princesa en la torre del palacio, que debía ayudarla y terminar con cuanto malvado dragón escupefuego se pusiera delante.
María de las Mercedes le contó que ya había arreglado con “ese delincuente repugnante” que llevaría la suma solicitada de 50.000 dólares a un lugar determinado.
Era arriesgado, pues se trataba de un callejón en una zona peligrosa de la ciudad. La muchacha había aceptado, pensando que con eso podría dar por terminado el asunto. O, al menos, eso dijo ante Ezequiel.
El plan urdido con su amante era otro: Mauricio en persona estaría presente en el lugar, oculto para abrir fuego contra Ricardo o contra quien mandara en su representación.
En medio de confusiones y tremendas emociones encontradas, expresó a su novio que tenía mucho temor, y por eso prefería no avisar nada a la policía. Don Álvaro, su padre, tenía importantes contactos a alto nivel y, de ser el caso, podría influir para enviar los hombres necesarios del escuadrón antisecuestros para actuar, pero ella prefería no hacerlo así.
Pidió, rogó e imploró a su novio que no dijera una palabra del asunto, pero que la acompañara. Y que, muy discretamente, fuera él quien abriera fuego contra el malhechor. Ella, para mayor seguridad, también llevaría un arma.
Ezequiel se sorprendió sobremanera con el pedido de su amada, pero como buen caballero andante (en el fondo creía serlo) aceptó. Le parecía descabellada la idea de la joven y más aún que ella portara una pistola, aunque era tal su grado de enamoramiento (¿o de miopía?) que no dudó un momento en hacer lo que le pedía. Su cuestionamiento no pasó de una leve mueca casi imperceptible.
Por su parte, Mauricio también estaría en la escena, supuestamente, para “llenar de plomazos a ese hijo de puta de Ricardo”, evitando que se consumara la extorsión. Eso era lo convenido con su amante.
En paralelo, había arreglado con su ex compañero de trabajo hacer el gesto de salvador de la joven, disparar al aire y crear una situación caótica para pedir luego con carácter de urgente a María de la Mercedes abandonar la escena, porque “la situación se había puesto, peligrosa, crítica” y sacarla rápidamente de ese peligro, haciendo que dejara olvidado el maletín con el dinero.
“Es preferible perder unos cuantos pesos que perder la vida”, sería la “explicación” dada a la muchacha. Luego repartirían el botín los dos amigos. O, con más precisión, amigos ocasionales, cómplices en un trabajo que los uniría puntualmente para luego, con el dinero en la mano, no saber más el uno del otro.
En tal caso, serían cuatro las personas armadas: dos expertos en el uso de armas de fuego, cada uno de ellos con varias muertes a sus espaldas, y dos que casi nunca habían disparado un tiro (solo ocasionalmente en una cacería alguna vez).
El jueves por la noche, puntualmente a las 22 horas, sería el operativo.
Mercedes llegó manejando ella sola su BMW. Ezequiel lo hizo por aparte en su moto Ducati, que dejó a un par de cuadras de la escena.
Los otros dos hombres se aproximaron al punto, muy discretamente. Ambos se protegieron en las sombras de la noche y de ese truculento callejón. A la hora convenida, María de las Mercedes se acercó a un farol con el maletín cargado de dólares, como estaba previsto.
Los balazos rompieron el silencio de la noche. Fueron muchos. Luego la policía contabilizó más de veinte casquillos.
Al funeral llegó una cantidad enorme de personas. La situación casi inmediatamente se tornó mediática. Como siempre, las historias fuertes (más aún si son escabrosas como esta) concitan la morbosa atención del público.
Mucha de la gente que llegó al sepelio lo hizo, aunque nadie lo reconociera así, para conocer chismes. Se dieron varias versiones, incluso antitéticas entre ellas. Tal vez nadie llegue a saber nunca la verdad.
Lo cierto es que el maletín con el dinero no apareció en la escena del crimen. María de las Mercedes, como siempre, lucía muy hermosa en el cajón, radiante y casi con una sonrisa.