Alrededor de ciento cincuenta inmigrantes han desaparecido frente a la costa italiana después de que un bote procedente del norte de África volcara frente a la isla de Lampedusa. Entre quince y veinte cuerpos han sido avistados y otras cuarenta y ocho personas han sido rescatadas por los efectivos de salvamento.
Roma, 2014.
El hambre y la búsqueda de un lugar sin ruido, un lugar en paz. Cientos de miles de personas salían de los márgenes de la tierra firme para enfrentarse a los interrogantes de los océanos. La imagen de un zapato vomitado por el mar en una playa, que había representado la metáfora de la crueldad, fue sustituida por otra más sangrante de cuerpos de menores ahogados en las orillas. Todo se recogería con unos guantes de goma. Del cementerio de barcos en la costa de la muerte, los traficantes robaban las carcasas para sacar a seres humanos de la costa occidental africana. En el otro extremo, creyendo que habitaban un suelo firme, estaban la demagogia y el olvido. Tampoco los twitts flotando por el mundo detenían la tragedia ni paralizaban la barbarie. En una estancia en Florencia, Adrianus había escuchado que algunas personas se sentían más orgullosas por las vidas salvadas que por sus museos y la cúpula de Santa María de la Fiore. Quizás todavía quedaba algo de humanidad escondida tras los escombros de barro.
El cardenal pensó en la reunión que tendría en tan solo unas horas acompañando al sumo pontífice. Un magnate de la soja llegaba desde Argentina para buscar apoyo a su causa. En la carta le explicaba que ambas instituciones compartían el objetivo de querer acabar con el hambre en el mundo y que solo el agronegocio podría solucionar el problema: “Le damos de comer a más gente de forma barata”- le había escrito-, “trabajamos para alimentar a quienes todos ignoran”.
Adrianus de Utrecht había preparado un informe para el Papa con algunos datos para que pensara en las falacias contenidas en aquella defensa, producto de una campaña de imagen bien calculada para contrarrestar las críticas de la comunidad científica y de las organizaciones de agroecología. Pero lo hizo discretamente, analizando pros y contras. Sabía, por las informaciones que le había enviado Helena, del malestar de quienes contaban con pequeños y medianos terrenos dedicados a la agricultura en la región. El daño para el medio ambiente y el riesgo potencial para la salud de las semillas transgénicas, así como el uso abundante de agroquímicos y el monocultivo que degradaba los nutrientes de la tierra, no eran muy bien vistos por las oenegés y los movimientos ecologistas.
Adrianus había adjuntado además detalles sobre el dinero que el magnate gastó para hacer campaña con otros grandes terratenientes en contra de la Declaración Universal de Bioética y de Derechos Humanos, promovida por la Unesco. No querían que países de menor desarrollo relativo contaran con laboratorios para detectar alimentos modificados genéticamente. También le proporcionó algunos antecedentes de la relación del magnate con el poder económico en el ConoSur y cómo estaba moviendo las fichas. Había habido algunos choques con el gobierno de su país por no estar de acuerdo con las retenciones impositivas del 35% que se hacía a las exportaciones de granos.
Finalmente, conociendo la intolerancia religiosa del pontífice, Adrianus no quiso pasar por alto, la ascendencia judía del argentino.
“¿Visión criolla del demonio?” -le había preguntado el Papa-, “¿así le llaman?”. Cees tuvo que poner algunos paños calientes, aunque no se guardó la retahíla que había preparado concienzudamente para crearle las suficientes dudas: la soja sembrada en Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay no siempre iba acompañada de la imagen amable de los beneficios que procuraba el crecimiento económico. Solo en Argentina ocupaba el 53% de la tierra cultivada, casi en su totalidad para exportar y, desde mediados de los noventa, las semillas eran transgénicas. La utilización de agroquímicos había aumentado y el herbicida más vendido era el glifosato, cancerígeno patentado por Monsanto en 1970. Se lo deletreó dos veces al pontífice para que no se olvidara de su nombre: G-L-I-F-O-S-A-T-O. Tras caducar la patente, cientos de empresas lo fabricaban.
La UE estaba a punto de revisar si autorizaba o no su uso. Helena le contó que en varios países de América Latina se anunciaba en la carretera como si fuera una marca de champú o de cerveza. Adrianus también le explicó al Papa, con mucha paciencia, que algunos expertos en la materia argumentaban que era falso que se necesitara aumentar la producción de alimentos en el mundo porque el verdadero problema era su reparto.
Llegó la hora de la reunión y Adrianus hizo un gran esfuerzo para captar las palabras que el argentino pronunció en un italiano pésimo para ganarse el favor papal. Hubiese sido mejor hablar en español, porque aunque el Papa no hubiera podido entenderle, él mismo le hubiera traducido. Siguieron en inglés. El cardenal de Utrecht observó la puesta en escena. El magnate de la soja era un ser gigante, más alto que él, que se desenvolvía con dotes de prestidigitador, manteniendo sus manos en constante movimiento, confundiendo. Había ido preparado, la petición era concreta: buscaba el apoyo público a la agricultura extensiva transgénica por sus beneficios para alimentar al mundo hambriento. Adrianus sabía que el pontífice no jugaría esa carta tan explícita, pero si a partir de ahí lograba convencerlo, al menos podría ser capaz de neutralizar su resistencia. Tras la entrevista, el Papa prefirió reservarse los comentarios y el cardenal se recogió a su despacho.
La tarde caía alargando las sombras, proyectado en la pared una película que se sucedía muy rápido, superponiendo unas imágenes a otras: campos yermos, balsas cargadas de inmigrantes libios naufragando cerca de Sicilia, mujeres centroamericanas violadas repetidamente antes de salir de sus países, en el tránsito y después de cruzar la frontera del norte de México, subsaharianos rescatado en una patera semi hundida en la costa almeriense, haitianos muriendo tras el hundimiento de su embarcación antes de alcanzar EE. UU. La UE estaba a punto de revisar si autorizaba o no su uso. Helena le contó que en varios países de América Latina se anunciaba en la carretera como si fuera una marca de champú o de cerveza. Vio a Lauding Sonko, un inmigrante senegalés de 29 años, al que la Guardia Civil de Ceuta pinchó el salvavidas cuando intentaba entrar en España y se ahogó porque no sabía nadar. En Siria se había usado gas sarín contra civiles.
Los ataúdes flotaban por el mar Mediterráneo y el mar de Andaman. Las bombillas y electrodomésticos fabricadas bajo los principios de la obsolescencia programada llegaban a Ghana como si fueran de segunda mano. Niñas de siete años eran lanzadas como bombas humanas. A otras se les negaba el derecho a educarse. Balas de integristas eran disparadas en todos los lugares en una guerra fanática y sin cuartel. Los Rohingyas expulsados de Birmania por los budistas extremistas no tenían donde ir. Malasia, Tailandia e Indonesia cerraban sus fronteras. Cuatro millones de personas refugiadas sirias llamaban a la puerta de Europa y nadie tenía mucha prisa en abrirla. El 60% del tráfico de armas en el mundo viajaba en grandes navieras. Europa discutía por cuotas cuando el problema ya les desbordaba y la solución pasaba por una revolución en la distribución de los recursos.
Los pestillos se echaban, aunque la globalización movía más que aire. “¿Dónde estaba la Europa ilustrada?” –clamaba la voz de un intelectual desde un programa de la radio. “¿Quién la componía si existió alguna vez?” – se preguntó Cees. Las élites mundiales y sus marionetas seguían dentro de su castillo, pero más allá de la muralla estaban todas las personas que sufrían las consecuencias de su codicia, explotadas como la propia tierra.
La humanidad privilegiada se reunía para solucionar problemas derivados de la crisis económica que nunca tendrían remedio si seguía ensimismada, mirando el mundo por el crisol de la concentración de la riqueza. Producir, desechar, especular, acabar con el ecosistema.
Las sombras en la pared del despacho del cardenal Adrianus eran cada vez más nítidas.
Lo humano no tenía remedio.