Dos años después de la desaparición de un camión en Tamaulipas, en México, se informa a los familiares en Honduras de la muerte de Lesly, a quien masacraron junto a otras setenta personas. Las autoridades manifestaron que habían decidido guardar la matanza en secreto para no espantar al turismo.

(Fuente: Other News)

Roma, 2013.

Adrianus de Utrecht escuchaba la radio vaticana. Un obispo declaraba que no tenía sentido hablar de una iglesia progresista y otra conservadora, que lo importante en la doctrina era la ortodoxia. “El problema de la teología de la liberación es que se alineó con la ideología marxista” -afirmaba muy seguro, aunque después reconocía que nunca había sabido muy bien lo que esta era en realidad. Cees se reía mientras escuchaba y miraba por la ventana de ese inmenso hotel de lujo en el que se había convertido la residencia de dios en la tierra.

Se acordó de Esteban, le hubiera gustado divertirse con él de las barbaridades de ese pseudointelectual eclesiástico. Nunca encontró el momento de irlo a visitar en Bolivia, a pesar de que durante muchos años mantuvieron una correspondencia fluida. Antes de morir le confesó estar algo decepcionado por la falsedad del discurso de la Pacha Mama que se hacía desde el gobierno boliviano mientras la tala de los bosques crecía exponencialmente para plantar soja transgénica y las minas eran explotadas sin muchos miramientos.

Apagó el transistor. Las preocupaciones del día se amontonaban y esperaba para mover sus piezas sigilosamente. Los rumores habían ido creciendo en los últimas semanas. Varios cardenales permanecían reunidos con una pareja de colombianos. Nadie había citado sus nombres, pero sospechaba que se trataba de los mismos que mencionó Helena casi un año atrás. La gestión del silencio que se hacía en el palacio santo también dejaba espacios por donde la información fluía.

Era imposible volcar tanta hipocresía a cajas herméticas y apiladas: las injusticias se salían por las rendijas. Necesitaba encontrar a los Colmenero para fotografiarlos y corroborar su identidad. Las casualidades y sus paseos por los largos pasillos del vaticano le fueron dando más pistas: pasaba por allí o se encontraba conversando con la persona que recibía un mensaje en ese preciso momento. Fue atando los cabos. La cúpula de la banca vaticana andaba muy atareada, el sudor acudía a sus rostros inquietos. Se hablaba de ingresos multimillonarios que el cardenal Adrianus relacionó con los negocios de minería ilegal y narcotráfico, nuevas vetas que dejarían pingues beneficios para la alianza entre dios y el diablo.

Por supuesto, en la santa casa seguían refiriéndose a donaciones, pero no eran más que el pago convenido por blanquear capitales en el baluarte del mármol. El grueso del monto sería devuelto a sus altruistas donantes en complicadas operaciones financieras que requerían de una comisión generosa por los servicios prestados. Había mucha devoción en América Latina, gente de corazón abierto que todavía podía sostener el mandato de dios. Pocos cuestionaban la conveniencia de recibir ese dinero y Adrianus aprovechaba las justificaciones en cascada para seguir indagando.

Desde la llegada de los colombianos por el Vaticano, el cardenal encargado del Instituto de las Obras de fe presumía de su nueva talla del arcángel San Miguel bañada en oro. Uno de los regalos de los Colmenero. A Adrianus le sorprendió que la imagen aludiera a ese ángel que batallaba contra satanás, encargado de rescatar las almas de los fieles del poder del enemigo a la hora de la muerte.

Todavía no había gozado del privilegio de contemplarla, aunque imaginaba que San Miguel se hallaría pesando las almas con su balanza, una manera cotidiana de tomar parte en el juicio final. Quizás ese era el mensaje: el espíritu podía pesarse igual que los metales preciados y su valor emanaba de un acto de fe. El dinero erigiría nuevos altares, lo demás ya hacía mucho tiempo que había dejado de tener importancia.

Las informaciones facilitadas por Helena Padilla y Nabila Farhat habían ayudado a Adrianus a completar un puzzle que hacía a las inversiones vaticanas corresponsables de los negocios de las bandas criminales. La venta del oro o de metales que eran materia prima para artilugios electrónicos, cuyo precio se incrementaba año a año en los mercados internacionales, acababan en las arcas de dios. Después invertían esos beneficios multiplicando sus ganancias para acrecentar su poder en la tierra mientras destinaban una ínfima parte a la caridad.

Dale había ejercido de intermediario entre los distintos informantes de Cees. El holandés calculaba con meticulosidad los momentos oportunos para ir filtrando a la prensa los datos: la mejor infantería para el contraataque. Los periodistas sabían de un informante que vivía en Reino Unido, aunque la mayoría de ellos se figuraba que la fuente principal estaba entre los purpurados. Adrianus era uno más de los potenciales sospechosos, pero sus movimientos hilvanados con pulso apuntaban en otras direcciones. La suerte estaba echada. En el camino hacia la silla de Pedro, Adrianus penetraba en una zona de riesgo que era inevitable transitar para poder llegar más lejos. No había que precipitarse, las piedras que iba dejando a su paso provocarían tropezones, caídas que irían modificando las condiciones adversas. Cada filtración, y el estallido que la seguía, servía de aperitivo antes de servir el gran bocado. Conocía como esterilizar el terreno de juego, estaba acostumbrado a duplicar sus máscaras: era el inmovilismo y su resistencia; purpurado por gracia de dios y miembro organizado de movimientos sociales por dignidad humana.

En los últimos años, Dale le había dado consejos de cómo tenía que fraguar su identidad digital y su perfil en las redes sociales. Cees utilizó la misma información para medir las apariciones de Adrianus en la red, para que no se lo relacionara con las voces más críticas ni con las mantenedoras del silencio. Si a alguien se le hubiera ocurrido buscar fotos en internet de Cees y Adrianus se hubiera percatado de su parecido, aunque este último se parapetaba tras unas gruesas gafas de pasta y un aspecto rígido que travestía a su otro yo. Cees, director de una institución que promovía el acceso a la información, la transparencia y la rendición de cuentas, mostraba un estilo informal y bonachón. Su nombre figuraba en el organigrama de la institución de la página web junto con el del resto del equipo de Transparencia Internacional. Teletrabajaban y solo se encontraban una vez al año. Siempre había mucho que hacer: destapar secretos de Estado, ilegalidades económicas en cascada, ir tras la pista de la industria de inteligencia privada utilizada por firmas como Golman Sachs o Coca Cola...

El exceso de confianza ponía en riesgo al tramposo. Adrianus sabía que esa prepotencia con la que se desenvolvían por el mundo sus compañeros de consistorio les llevaría a cometer errores. Tan engreídos, sintiéndose las bisagras de todo el edificio de la Iglesia. También los Colmenero parecían sobrados de arrogancia. Adrianus aprovechaba las huellas que iban dejando y esperaba paciente su oportunidad. Hasta que llegó el día de la recepción ofrecida a los nuncios vaticanos de varios países en su visita a Roma, que congregó a hombres que no necesitaban hacer política porque hacían a los políticos, gendarmes de la mafia, banqueros y cuerpo diplomático presente en la ciudad santa.

El cardenal Adrianus tenía la esperanza de que, de seguir todavía en Roma, aquel eslabón de paja también acudiría. Tenía las fotos de Helena y fue sencillo reconocerlos. Contaba con la ventaja de que no había muchas mujeres en la cena. Vio los tacones que impedían el movimiento de ella, el pelo engominado y la camisa chillona de él. Se veían muy bien acompañados por la élite del Instituto para Obras Religiosas. Enmarcó en su retina aquellas sonrisas satisfechas de haber llegado a otro acuerdo criminal con apariencia de altruismo. Adrianus disimuló como si estuviese haciendo fotografías a parte de sus compañeros con su iPad y pudo captarlos con el zoom. En alguna parte había un maletín que contenía secretos a los que quería acceder, pero de momento contaba con los mensajes que Dale había logrado interceptar de la correspondencia electrónica entre oficiales de la banca vaticana y los Colmenero. Antes de encaminarse para formar parte del corro de delincuentes, el cardenal de Utrecht cerró los ojos por un momento y vio mapas rotos, banderas deshechas en jirones, añicos de papel disolviéndose en copas de vino.

El eslabón que terminaba de dar forma a su obsesión estaba allí y disfrutaría de cada gesto como si esa fuera la última noche de su vida.