No es posible saber cómo es una persona, hasta que no se camina junto a ella en un día de nubes que amenazan…

Mariela arribó a esta conclusión un 30 de agosto, en su primer día como secretaria de una empresa constructora.

-¿A quién se le ocurre salir sin piloto el día del temporal de Santa Rosa? -le había preguntado, con actitud burlona, su flamante jefa al verla llegar, angustiadísima, atravesando la intemperie. Ni sus zapatos de taco mojados, ni el cabello transformado en una maraña, ni las mejillas manchadas con rimmel le provocaron tanta vergüenza como esa irónica bienvenida. Si no la hubiese recibido con tal displicencia, se hubiera echado a llorar sobre su hombro sin siquiera esperar a saludarla.

O tal vez haya empezado a tejer aquella conjetura con sabor a certeza mucho antes, cuando fue de excursión al teatro, en el tercer año de la escuela.

-¡Cómo que nunca visitaron el Colón! -había exclamado la profesora de Arte a mediados de julio. Y el 21 de septiembre ya estaban allí. Mientras otros adolescentes suspendían el tradicional picnic que la primavera siempre frustra, ella y sus compañeros celebraban al pie del imponente escenario, rodeados de misterio y terciopelo. Al regresar, la indecisa llovizna del mediodía se había convertido en una monumental tormenta de granizo.

Luis, el silencioso y tímido alumno nuevo, al que le hacía bullying el sesenta por ciento de la clase (el resto suspiraba de impotencia ante cada agresión inesperada sin hallar ningún modo de evitarla), se quitó la campera y le cubrió la espalda.

Mariela supo luego que el conmovedor gesto no sólo había sido premeditado sino incluso ensayado, durante horas, la semana anterior. Lejos de desilusionarse, valoró tamaño esfuerzo y al volver a su casa, garabateó en su diario: “Creo que le importo”. Agregó tres stickers de corazones fosforescentes y con un lápiz negro se dibujó a sí misma envuelta con la campera prestada. La escena quedaría en su álbum de recuerdos valiosos e intangibles.

Cuando, casi dos décadas más tarde, conoció a Augusto en un foro de fanáticos del haiku, no sospechó que además de confirmar su hipótesis sobre los nubarrones y la gente, sería el protagonista de una de esas escenas memorables.

Él se había presentado como un albañil que, a veces, escribía y la única información en su perfil sin imagen era: “Maestro mayor de obras”.

Habiendo comprobado que la mayoría de los participantes vivían en ciudades cercanas entre sí, quien coordinaba el foro sugirió organizar -ese fin de semana- un encuentro presencial.

De manera que, después del almuerzo, Mariela se dispuso a tomar la selfie que enviaría cuando cada uno debiera compartir su foto y tipear nombre, profesión y expectativas. Para que la decepción del grupo fuera menor al conocerla personalmente, no se vistió de seda (ya sabemos qué pasa en esos casos, pensó).

Eligió una sencilla remera a rayas rosas y el escritorio breve de su sobria oficina como fondo, donde el cartel se pudiera leer con nitidez: “Hermanos Constructora”. Supuso que, así, Augusto y ella tendrían al menos algún tema de conversación.

Culminada la reunión -en uno de los más nostálgicos bares notables y porteños- Augusto tuvo la idea de caminar un poco. Los demás apuraron el paso hasta los autos con la segunda gota. Mariela no. Había tenido la precaución de guardar un paragüitas en el fondo del bolso, tan insuficiente como oportuno.

Él, que vivía apenas a una cuadra, la acompañó hasta la estación, sin perder la sonrisa ni dejar de mirarla ni de narrarle anécdotas insólitas a pesar de aquel frío que había comenzado a sentir de repente en sus húmedos pies.

-Hay dos clases de lluvia, la que me molesta y la que no-, repetía, risueño, con la misma ternura con la que había leído, previamente, sus inexpertos haikus en voz alta.

Al bajar de ese tren, ella intuyó que, desde entonces, cada frase que escribiera en el futuro la llevaría a ese domingo de lluvia intermitente en el que no les había importado empaparse la ropa ni que el viento del este les despeinara el alma... a la calle empedrada por la que transitaron con un sólo paraguas sin tomarse las manos, ¡pero tan cerca! A sus ojos contándole cosas con las más exquisitas metáforas sin necesidad de pronunciarlas. A sus ideas acerca del valor primordial de los cimientos, los sentimientos que crecen sin que un techo consiga limitarlos, los ladrillos que logran, como abrigo seguro, salvar del desamparo y de las inclemencias del clima o de la vida.

Sin embargo, cuando él dijo hay dos clases de lluvia por última vez, ella se dio cuenta, descubrió su mentira involuntaria: él jamás había sido un albañil que, a veces, escribía… ¡era, en cambio, un auténtico poeta en construcción!