Una tarde en que el aire, irrespirable, ya está envenenado. Y ese calor anormal, animal, insoportable. Una tarde en que el hastío cruel asciende pesadamente por la sangre, desde las piernas; para filtrarse como una duda, o un rumor, en el pecho. Y esa rabia inútil que desvela el cansancio de un rostro, la angustia de un rostro: el gesto crispado de quien trata de asir algo que mira y no ve; porque lo lleva dentro, porque ya es de otro, que a su vez mira y nada ve.
Éstas y otras señales de abatimiento pude distinguir en aquel hombre, que me fue presentado una tarde del mes de octubre en una sala de la agencia Scriba. La estancia, apenas iluminada, dejaba ver, más allá de sus grandes ventanales, el dulce hormigueo de gentes que parecían apacibles y aburridas, despreocupadas.
La mesa circular que me aguardaba para esta reunión mostraba en su centro, con rotunda elegancia sabiamente recortada, la figura pesada, marmórea, de un cenicero cuyo color —un blanco impoluto de Carrara— contrastaba con el negro brillante, casi evanescente, de la madera sobre la que reposaba.
Vitruvio, el director literario de Scriba, había preparado aquel encuentro con sumo tacto. Esta vez se trataba de alguien difícil de contentar, con bastante dinero y muy exigente. Dos entrevistas anteriores, con otros tantos escritores de encargo, habían fracasado, mermando notablemente la capacidad persuasiva y la fama de buen vendedor de Vitruvio. Un tanto azorado —aunque sonriendo siempre—, con gestos muy estudiados pero imprecisos, Vitruvio hizo las presentaciones de rigor, tras de lo cual, nos invitó a sentarnos a la «mesa de negociaciones». Olga, su secretaria, apareció enseguida con un contrato entre las manos que su jefe se dispuso a leer inmediatamente, no sin antes preguntarnos si deseábamos tomar algún refresco o café, algo.
—Bien, como tengo por costumbre en estos casos, quiero leerles de antemano los términos en que está redactado el presente contrato. Si transcurridas dos semanas, ninguna de las dos partes pone en nuestro conocimiento disconformidad u objeción alguna, entenderemos que están plenamente de acuerdo y que todo cuanto aquí se haya consignado será de «obligado cumplimiento». Naturalmente, si ambas partes, avanzado ya el proyecto, se enfrentaran a una situación que diese lugar a un litigio, se someterán a lo que dicten los tribunales locales. Como ya saben, nuestra agencia es quien pone en contacto al escritor con nuestro cliente y quien edita el libro, en cuyo interior sólo figurará el nombre del «cliente» como único autor.
»El escritor se compromete a entregar las distintas partes del manuscrito en los plazos que aquí se indiquen, pudiendo negociar verbalmente con el «autor» otros que no sean los previstos en el acuerdo. Igualmente serán válidos si ambas partes, por escrito, nos lo comunican con antelación suficiente para que consten en el «Anexo» que adjuntamos. Transcurridas las dos semanas de prueba a que hace referencia el texto del presente contrato, el escritor percibirá la mitad del dinero pactado por anticipado, mediante un cheque nominativo que sólo podrá cobrar si lo ingresa en una cuenta corriente; el resto del dinero lo tendrá cuando efectúe la última entrega del manuscrito. ¿Alguna pregunta antes de leer este documento?
—Perdone, Vitruvio, pero... ¿es necesario todo esto? Quiero decir si no podemos ahorrarnos tantas formalidades... Como sabe, no dispongo de mucho tiempo, y, la verdad, estoy deseando hablar con este señor para saber si es el escritor más adecuado para los propósitos de mi relato. Hasta ahora me ha presentado a dos personas con las que no he congeniado en absoluto... que me han hecho perder más de un mes de intenso trabajo y que tan sólo han presentado borradores francamente malos.
—Como usted quiera, señor Plank. Estoy a su disposición. Si quieren permanecer solos en esta sala y hablar con entera libertad ustedes dos... son muy dueños de hacerlo. Ya sabe que por nuestra parte todo son facilidades...
De buena gana Vitruvio hubiera dado un portazo; sin embargo, su actitud servil tuvo la ventaja de inaugurar entre nosotros una complicidad que, en lo sucesivo, no haría más que incrementarse.
Aunque hablaba un español perfecto, su apellido, y también cierto aire en sus maneras, mostraban un origen netamente inglés. Precisamente esa primera entrevista la dedicó a explicarme que su padre, un antiguo funcionario de la legación británica en Madrid, contrajo segundas nupcias con una española de Cádiz. Años después, nombrado cónsul en Barcelona, se estableció en la Ciudad Condal, a la que llegó a profesarle un amor que sólo compartiría con Leicester, su tierra natal.
—...como ve, pertenezco a una familia de burgueses que, asentada durante muchos años a orillas del Soar, supo hacer del calzado y del textil una de las industrias más prósperas de aquel condado. Mi abuelo paterno sentía especial predilección por Barcelona en esos años de bonanza económica familiar, al final de la década de los veinte. Una parte importante de su capital la invirtió en industrias afines en España. Incluso consideró seriamente la oportunidad de instalarse en Cataluña... Pero los sucesos que tuvieron lugar bajo la dictadura de Primo de Rivera, a los que más tarde se añadirían los propios de la guerra civil, le aconsejaron desistir —y esta vez para siempre— de su propósito.
A lo largo de esa primera entrevista pude percatarme de que Plank era un hombre de notables recursos lingüísticos. Su palabra era precisa, y sabía introducir en ella matices sorprendentes. Durante los meses sucesivos, y gracias al trato familiar que me dispensó, verifiqué una vez más cómo ciertos apellidos explican mejor que cualquier discurso las características esenciales de una personalidad. En efecto, aquel apellido no dejaba de intrigarme, pues yo sabía por algunas lecturas científicas que Planck, Max Karl Ernst Ludwig Planck —Premio Nobel en 1918—, había sido un físico alemán cuyas investigaciones sobre la radiación del cuerpo negro le llevaron, en el primer año del siglo XX, a formular la hipótesis de la discontinuidad de la energía y a definir los cuantos, es decir, la cantidad mínima de energía que puede ser emitida, propagada o absorbida. Pero a Plank, a César Plank, le faltaba una «c» en su apellido para ser alemán. Y era de padre inglés y madre andaluza. Extraña mezcla. Tan extraña que podía, incluso, resultar explosiva.
Un día, hallándome sumido en la redacción de este escrito, se me ocurrió hojear en un diccionario inglés. El Diccionario Collins, para ser precisos. Allí aparecía, como en un juego de azar, la voz plank. Que traducida a nuestro idioma significa «tabla gruesa» o «tablón». Por extensión, en un contexto náutico, también significa «tablazón de la cubierta» de un barco. Pero donde la palabra adquiría un aspecto más determinante y revelador para mí era en lo tocante a su sentido figurado en un contexto público: principio, artículo de un programa político. Era evidente la analogía: en el transcurso de nuestra relación, el distinguido cliente de la agencia Scriba se mostraría invariablemente como un hombre de principios, riguroso y honesto, coherente consigo mismo y de compleja y dilatada experiencia política.
Otra característica de su forma de ser mantenía una perfecta sintonía con la variante transitiva del verbo to plank, pues solía «tirar algo violentamente», «arrojar algo violentamente» de sí cuando algo lo enfurecía. Pero donde la simetría entre la palabra y otra característica de su comportamiento resultaba sencillamente escandalosa, era en lo relativo a la forma regular del verbo to plank oneself down, pues aquel hombre, en efecto, con mayor frecuencia de la que él pretendía, tenía la costumbre de «sentarse de modo agresivo».
Éstas, y otras tantas notas del personaje, se me irían dando por entregas. Cada una de ellas me depararía no menos sorpresas. Al fin y al cabo, el hecho de aceptar por tercera vez un contrato leonino con la agencia de Vitruvio tenía sus compensaciones... Uno todavía podía toparse con gente interesante, indagar detalladamente en sus vidas, reseñarlas finalmente de acuerdo a una forma convenida y obtener un dinero alimenticio que resolviera los problemas más acuciantes de un joven periodista.
Todo ello a cambio, claro está, de renunciar al propio nombre con relación al texto; de aceptar la ignominia de trabajar como «negro» para la flamante agencia Scriba. Al menos los antiguos amanuenses mantenían intacta su dignidad... Se sabían esclavos sin redención posible y al servicio de un amo que, de acuerdo con los cánones del peplum, género cinematográfico kitch y hortera donde los haya, aparecía en pantalla como un tirano caprichoso y cruel. Sólo esperaban de la vida la renovada tarea de copiar, uno tras otro, pacientemente, los signos arbitrarios de aquel tiempo impío.
Sí, los escribas sabían de éstas y otras cosas. Y aceptaban lo que no tenía remedio con la natural inclinación con que el junco se pliega a la fuerza del viento. En realidad, lo que me molesta de mi trabajo, de todo esto, es la conciencia de saberme un «ciudadano» moderno, integrante de un estado democrático donde la ciencia y la técnica han alcanzado cotas de ensueño y verme reducido, paradójicamente, poco menos que a la condición de siervo. ¿Exagero? Tal vez.
Pero bueno, estoy olvidando mi trabajo: transcribir la memoria de Plank. Sólo puedo hablar de él, de su vida y conocimientos, de su experiencia. Para eso me pagan. Para verter en la memoria del ordenador su memoria.
Bien. Iba diciendo que me llamó mucho la atención la forma agresiva de sentarse que tenía nuestro personaje. En efecto, así es. Ese día, el de nuestro primer encuentro, apenas salió Vitruvio de la sala, Plank se dejó caer bruscamente en un ancho y confortable sillón de piel. Cierto es que se mostraba abatido, poco dispuesto para enfrentar una conversación como la que, presumiblemente, nos aguardaba; pero la irritación le podía más, le empujaba. Algo le quemaba por dentro. Trataba de concentrarse pero no lo conseguía, razón por la cual se removía, constante y nerviosamente, en aquel sillón de la agencia Scriba. De pronto, sin apenas darme cuenta, le espeté un «¿pero, qué le pasa?». Estas palabras, dichas sin apenas preocuparme por lo que él pensara, le calmaron. Tomó, pues, conciencia de sí, de la situación que vivía. Pudo relajarse y permanecer en silencio durante un buen rato. Después, poco a poco, algunos de sus recuerdos tomaron la palabra.
—...ésa fue mi casa natal. Leicester entonces, por lo que cuenta mi padre, era una ciudad alegre y confiada, a pesar de los graves problemas derivados de la guerra. Ese año de 1945 fue el de mi nacimiento. En realidad, yo —así estaba propuesto— tenía que haber visto la luz primera en Andalucía, pero mi padre tuvo que acudir rápidamente a Londres. Allí, el Foreign Office, le encomendó la misión de trasladarse a su embajada en Madrid como encargado de negocios. Mi padre, antes de este destino, en el que habría de permanecer hasta su traslado a Barcelona, fue cónsul en Cádiz durante los años terribles de la guerra mundial. Allí conoció a mi madre, años antes del conflicto, y con ella se casó en Sanlúcar de Barrameda.
—Perdone que le interrumpa... pero necesito establecer ciertos datos en mi cuaderno de notas.
Enseguida me di cuenta de que Plank no podía hablar de todo aquello con calma; su memoria, desbordada por la urgencia, rebasaba el curso narrativo de un relato pausado y lento. Decidí interrogarle entonces para sentar una base a partir de la cual encontrar la forma adecuada que mejor transmitiera su historia.
—Si he comprendido bien, señor Plank, usted nació en Leicester, Inglaterra, en 1945. Sin embargo, esa ciudad no fue la prevista por sus padres para ver la luz del mundo...
—Así es.
—Su padre, dice usted, fue cónsul de su país en Cádiz... ¿Hasta el final de la guerra?
—En efecto.
—Y dígame... sólo para situarme... ¿cuántos años ejerció su padre en Madrid como encargado de negocios?
—Cinco. Exactamente cinco. Desde diciembre de 1945 hasta octubre de 1950. En 1951, después de unas más que merecidas vacaciones en las islas Bahamas, pasó a ejercer idéntica función en Barcelona hasta su retiro, en 1966.
Taquigráficamente acabé mis notas y dejé que mi interlocutor se explayara como mejor quisiera. Sólo con el objeto de retomar el hilo de su recuento, agregué:
—¿Qué pasó a partir de ese momento?
—Verá... Lo que tan sólo había de ser un rápido viaje de ida y vuelta se convirtió en una prolongada estancia en Leicester. Por entonces se rumoreaba que una flota de barcos aliados se preparaba para desembarcar en Cartagena. La situación política en España era difícil. Podía suceder cualquier cosa. Mi madre, pues, se reunió con mi padre en casa de mis abuelos. Y allí tuvo lugar mi nacimiento. Seis meses más tarde, en España de nuevo, y por expreso deseo de mi madre, sería bautizado en una pequeña iglesia del Puerto de Santa María.
»Quizás haya adivinado algo que no he contado. Mi padre no era exactamente un cónsul... Ésa, como suele decirse, era una magnífica tapadera para encubrir sus verdaderas actividades, que no eran otras que las del espionaje. Sí, ahora puedo confesarlo: mi padre fue, durante esos años crueles, un espía al servicio de Su Graciosa Majestad.
»En 1940, por ejemplo, su misión era la de detectar posibles movimientos de tropas, así como la construcción de una base secreta en suelo hispano. El servicio de inteligencia inglés tenía noticias de que los alemanes estaban presionando a Franco para la toma de Gibraltar, plaza estratégica cuya captura hubiera podido alterar el resultado de la contienda. Mi padre, pues, fue comisionado para construir una red de resistencia, la cual, llegada la hora, intervendría mediante una cadena de sabotajes. Era una tarea delicada y peligrosa, pues no se podía reclutar para la misma a más agentes ingleses. Se vería, pues, obligado a trabajar con algunos republicanos españoles que habían, milagrosamente, sobrevivido a la dura represión de aquellos años. Pero existía un grave inconveniente: esos militantes estaban muy marcados por la policía. Tan sólo se les podría emplear en un momento dado, por una sola vez, y en trabajos secundarios o auxiliares.
»Ahora bien, mi padre no estaba completamente solo. Acudió en su ayuda un curioso personaje, un agente comunista que trabajaba para el aparato del Komintern: Heriberto Quiñones. Este hombre, particularmente dotado para el trabajo clandestino, superó con creces una primera detención. Soportó toda clase de torturas con un temple que rozaba lo inhumano. Más tarde moriría en Madrid, como consecuencia de una caída generalizada de militantes del partido comunista, y su memoria sería escarnecida y vilipendiada por los jefes del mismo, cómodamente instalados en el exilio.
»El contacto con Quiñones lo estableció un aristócrata londinense del que, muchos años después, se sabría que siempre había trabajado para los rusos. En aquel entonces nadie sospechó nada. Todos, comunistas, socialistas, demócratas o liberales, luchaban por un objetivo común: destruir el fascismo. Así pues, las habilidades de este agente doble, resolvieron eficazmente los problemas que aquella situación planteaba: él solo, desde Londres, y dirigiendo todos y cada uno de los movimientos de Quiñones, construyó un grupo de combate dispuesto a intervenir cuando fuera preciso. Por supuesto, eran gentes que siempre se habían mantenido al margen de cualquier actividad política, trabajando secretamente para el Komintern durante los años de la guerra civil y que después, aparentemente, hacían gala de una inquebrantable adhesión al régimen.
»Este núcleo, más una distribuidora comercial dispuesta por mi progenitor para recibir toda clase de envíos desde Inglaterra, tejieron una red impermeable. Al menos, en un primer momento, podría resistir perfectamente los primeros embates del enemigo. La única ocasión de verdadero peligro la constituyó la detención de Quiñones, en Valencia. Pero aquél, desde luego, era un hombre de acero, especialmente creado por la naturaleza para un tiempo de sangre y de fuego. Un grupo especial de la Gestapo lo interrogó a fondo para saber de sus contactos. Mas nada obtuvieron. Lo ingresaron en la enfermería de la cárcel con apenas un hilo de vida. Tardó meses en recuperarse. Una vez repuesto, y por uno de esos increíbles errores de la burocracia, lo liberaron. Fantástico... ¿verdad? Y, sin embargo, todo cuanto le estoy contando es absolutamente cierto.
—Desde luego, ¿cómo podría dudarlo?
En ese instante César Plank narraba atropelladamente, a borbotones. Quizá por ello no percibió en mí la mueca de secreta ironía que inconscientemente dibujaban mis labios. En ese preciso momento de su recorrido parecía olvidar que a mí, literalmente un «don nadie», no me pagaban para averiguar mi pensamiento sobre este o aquel suceso. Mi papel no podía ser otro que el de mirarle atentamente y escuchar, para tratar de captar en mis notas el punto de vista que más conviniera a su relato. Si todo ello, a la postre, resultara un fraude, no era ni podía ser asunto de mi incumbencia. De ahí la tímida mueca de burla que poco después, con ocasión de un viaje que hice a París, hallaría representada en la escultura del Escriba sentado, en el museo del Louvre. Prodigio del arte egipcio que, materializado en granito, alabastro y cristal de roca, nos muestra la misteriosa sonrisa de alguien cuya función, por ser anónima, parece comprender íntima y cabalmente la banalidad del poder, lo fútil de su existencia.
Pero Plank, tras la sonora exclamación motivada por lo fantástico de esa apasionada peripecia vital de otros hombres en la Europa de otros años, interrumpe el hilo de su historia, se sume en un silencio poblado de fantasmas y sonríe al fin, complacido por lo que parece estimar como una suerte de liberación interna.
Al cabo, mirándome como si de verdad me viera por vez primera, me sorprende con una propuesta inesperada:
—¿Puedo invitarle a cenar esta noche? Me gustaría continuar en otro sitio con lo que acabo de contarle. Bueno... es decir, si usted no tiene ningún inconveniente.
La verdad es que lo tenía. Me hubiera gustado pasar la noche con Mónica, en su apartamento de la calle Venus. Pero esa noche, precisamente, estaba sin blanca y no podía invitarla. Todavía no había firmado el contrato. Y el cabrón de Vitruvio no se distinguía precisamente por su largueza.
Así que, no sin titubeos, accedí al deseo de Plank de cenar con él. Propuso, entonces, encontrarnos de nuevo a las ocho en punto en un restaurante situado en el casco antiguo de la ciudad.
Al despedirme, Olga me avisó de que nuestra próxima cita oficial sería dentro de tres días en el mismo despacho y a la misma hora para firmar, o rechazar, los términos finales del contrato.
Antes de entrar en Il Trovatore, y comoquiera que aún disponía de tiempo para ello, me dediqué a pasear durante un largo rato por esa zona de la ciudad. Hacía mucho que no recorría, lenta y morosamente, el laberinto de callejuelas del viejo barrio judío. Advertí de inmediato ciertos cambios: donde antes se instalaran prostíbulos y casas de mala nota, ahora se erigían respetables hoteles. Y las calles, que apenas hace unos años rebosaban de carteristas, trileros y busconas, mostraban, en el momento de escribir este encargo, policías y vigilantes perfectamente uniformados que cuidaban escaparates de joyerías, tiendas de souvenirs y lujosos restaurantes.
Algunos de esos vigilantes, en el colmo de la provocación y del escarnio, se hacían acompañar de perros guardianes cuya sola exhibición encogía el ánimo más templado. Me abandoné, entonces, al impulso de acercarme a las vidrieras de un restaurante y contemplar —con avidez significativa y creciente, pero con la distancia propia de un entomólogo— la glotonería, el aire risueño y descaradamente satisfecho que desprendía la mesa central de comensales.
No sé el tiempo que permanecí así, pero alguien debió molestarse cuando el encargado del local salió a la calle con intención más que evidente de recriminar mi actitud; circunstancia que, obviamente, aproveché para desaparecer discretamente del lugar.
Poco después deambulé por una calle estrecha que serpentea siguiendo el curso de una muralla, y en una de las muchas librerías de viejo que en ella existen me entretuve hojeando incunables cuyo precio me pareció, sencillamente, inalcanzable.
A medida que se aproximaba la hora de la cena con Plank fui despidiéndome de las librerías para visitar ciertos bares en los que había vivido intensamente el placer de la bebida, en compañía de amigas con quienes tenía la costumbre de pasarlo bien.
Fue en uno de esos bares donde conocí a Mónica. Entonces ya había concluido sus estudios de filología latina, pero seguía trabajando por las noches en un topless.
Esta vez me moderé: no quise tomar demasiada cerveza. Quería estar razonablemente sobrio para seguir y escuchar lo que César Plank quisiera contarme esa noche. Por eso llevé la grabadora y cintas nuevas, que compré no lejos de allí.
Mis sentimientos estaban bastante divididos esa noche: por una parte me atraía el personaje de Plank: parecía verosímil, perfectamente ajustado, convincente. Pero me molestaba su aparente seguridad, su aplomo... aquel aire de aristocrática distinción que obedecía, sin duda alguna, a la buena crianza observada en el seno de una familia rica, culta y cosmopolita. No le bastaba todo lo que poseía, cuanto parecía haber atesorado... Tenía, además, que dárselas de hombre de izquierdas en lugar de comportarse como un tipo habitual de los de su clase: con mucho dinero, sí; con cultura, claro... pero con un profundo temor y creciente desconfianza a cuanto no fuera como él. Con auténtica y bien disimulada aversión hacia todos aquellos que no hubieran ingresado en el cielo restringido de los poderosos, de los elegidos, de los amos indiscutibles de esta tierra.
Al menos, con los padres de Mónica, las cosas habían quedado muy claras. Tal vez, incluso, demasiado claras.
En cambio, con personas como Plank, nunca se sabía. No se sabía qué querían ni dónde residía el centro vital de sus intereses.
Sin embargo, junto a mis temores y recelos, debo confesar también que la personalidad de Plank me atraía poderosamente: ejercía sobre mí una extraña fascinación dotada de un no menos inquietante magnetismo. No se trataba únicamente de esas notas o factores de su personalidad y orígenes. No. En él había, además, la férrea voluntad de hacer evidentes su pensamiento y convicciones de tal forma que el otro (el interlocutor objeto de su atención) accediera lenta, pero inexorablemente, a la lógica interna de su discurso participando del mismo como si se tratara de algo propio. De tal forma tenía lugar esa operación que difícilmente alguien podía sentirse ignorado o menospreciado por pensar de forma diferente o por manifestar opiniones contrarias. Ése era uno de los rasgos más sobresalientes del estilo de César Plank: el de no excluir a nadie, por alejado que pudiera parecer o estar, del ritmo más dinámico de sus pensamientos.
En él, pues, la palabra era como una puerta abierta de par en par que nos invitase al encuentro festivo y gozoso; también a la confidencia triste y vencida, confiada.
Así pensando, y casi sin darme cuenta, accedí al vestíbulo de ese restaurante ya mencionado: Il Trovatore.
Siendo un establecimiento netamente italiano, era de agradecer la total ausencia de motivos folclóricos trasnochados y casi siempre de mal gusto: ningún capo siciliano ni mamma alguna en los temas que ornamentaban la decoración del local. Por el contrario, unos pocos cuadros de naturaleza abstracta puntuaban, estratégica y sabiamente situados, una atmósfera elegante y sobria. La discreción, y un silencio apenas moteado por el leve rumor de algunas conversaciones, parecían ser cualidades dominantes en aquella casa.
Un solícito camarero acudió en mi ayuda preguntándome qué deseaba. Tras informarle del objeto de mi visita, me acompañó hasta una mesa un tanto apartada del resto y que conformaba un ambiente único, separado por un biombo que, orgullosamente, servía de base a magníficas pinturas de artistas conocidos.
Francamente, me sorprendió encontrar aquel derroche de talento en semejante soporte, y que, asimismo, estuviera tan bien resuelto.
Apenas verme, Plank se levantó tendiéndome su mano. Tras cambiar unas primeras impresiones sobre el restaurante y alabar los platos más sobresalientes de su cocina, mi anfitrión le hizo una leve seña al camarero. Éste, con aire de notable suficiencia, tomó nota del menú elegido: Plank me instó a probar, como aperitivo, una Anchoiade, o pasta de anchoas, que resultó estar a la altura del lugar escogido; después solicitó para sí un Parmigiana de melanzana, delicioso plato de berenjenas con parmesano, y Scaloppine al Marsala, es decir, filetes de cerdo al vino de Marsala. Por mi parte, decidí enfrentar lo que ya se adivinaba como una larga velada con un socorrido Spaghetti alla Carbonara secundado por un Pesce spada alla Messinese, o pez espada con aceitunas, plato típico de la cocina siciliana particularmente pintoresco y atractivo.
Naturalmente, el vino, el buen vino, no podía faltar en semejante reunión; y Plank, con el aire del que está acostumbrado a participar de los pequeños grandes placeres de la vida, pidió a lo largo de la noche dos botellas de un excelente caldo romano muy poco conocido.
Durante toda la noche gozó de un humor excelente. Aquel rostro tenso y preocupado que mostrara en el despacho reservado para los clientes de la agencia se disipó como por arte de ensalmo. Divertido, ocurrente, procaz en algún que otro momento, Plank tuvo la ocasión que tanto ansiaba de explayarse ampliamente sobre los principales avatares de su vida.
Algo que me intrigaba era cómo, un hombre de su posición y cultura, había podido recurrir a los servicios de una oficina tan poco cualificada como la de Vitruvio. Éste, que había desempeñado con escasa fortuna la dirección literaria de una editorial en otro tiempo importante, cayó en desgracia al comprobarse ante los tribunales que había incurrido en el delito de plagio al autorizar textos de autores varios para la edición de una enciclopedia. La agencia que ahora dirigía, aunque bien situada y solvente en el plano económico, se nutría de gentes ricas, advenedizas, que de pronto descubrían la necesidad de dar una pátina de leyenda a sus vidas. Unas vidas que, como ya se puede suponer, carecían de cualquier atractivo. Cosa que no parecía ser el caso, ni mucho menos, del personaje que ahora tenía ante mí.
Al señalarle este punto de mi interés, y subrayar lo que parecía constituir una contradicción aparente, Plank no pudo por menos que dirigirme una mirada de inteligencia cargada de malicia. Su relato, a partir de aquí, son estos párrafos que registré en mi grabadora:
—Esperaba que me hiciera esa pregunta. ¡Sí señor, la esperaba! Ninguno de los anteriores colaboradores se atrevió a formularla. Razón por la cual, entre otras, decidí que no me servían para lo que me propongo hacer.
»Mire, siento un gran respeto por la escritura... Y sé lo suficiente de mí mismo como para no incurrir en el error de intentar pergeñar un texto al que no sabría darle forma. Eso en primer lugar. Por otra parte, yo no me propongo escribir mi biografía ni trazar los rasgos esenciales de mi vida profesional ni nada por el estilo. Sí quiero reflexionar. Y deseo que sea otro, otro que nada tenga que ver conmigo, el que me ofrezca la posibilidad de una imagen de mí mismo en un tiempo en que no acierto a comprender muchas de las cosas que me han ocurrido.
»Sin duda... sin duda usted me preguntará que por qué no acudo a la consulta de un psicólogo, de un psiquiatra, o, mejor aún, de un psicoanalista. Pues bien, la razón es muy sencilla: estoy harto de esos impostores. Ha llegado una etapa de mi vida en que me siento empujado a romper con gentes que son la negación viviente de cuanto predican y sostienen: gentes vanidosas, engreídas, que creen estar en posesión de un saber fundamental, trascendente, y que, si bien se mira, muy poco o nada saben de cuanto verdaderamente importa.
Plank se detuvo. Un profundo suspiro liberó su cuerpo de tensiones que parecían largamente contenidas en lo más oscuro de sus sentimientos. Tomando otra vez la botella sirvió más vino. Parecía recuperar su ánimo más vivo. Decidí no interrumpirle, aguardando con calma lo que de ahí en adelante pudiera decirme.
—...la verdad es que carezco de un plan preconcebido. En cambio, como elemento positivo, sí sé lo que no quiero... No quiero años y años en el diván de cualquier psicoanalista perdido. El mío (así lo parece y así es) constituye un intento desesperado por dar expresión a un tiempo de mi vida que reclama con urgencia una forma que, yo solo, no sabría lograr. No tengo paciencia para la escritura. Sí, lo admito: tal vez no tenga paciencia para nada...
»He leído mucho, pero mi relación con las palabras da buenos resultados en el plano de la oralidad pura. Hablar es lo mío. Ahora y aquí, en este ambiente, conversando con usted, me siento cómodo. Las palabras, las ideas, mi mundo interior, fluyen sin necesidad de forzar nada... Porque ahí, precisamente, radica mi gran dificultad cuando me enfrento a la página en blanco: me obsesiona la consecución de una forma que, cuando creo conseguirla, se escabulle dejándome insatisfecho. ¿Comprende ahora por qué he tomado la iniciativa de emprender esta aventura? Hay, además, otra razón que no quiero ocultar. Quizás usted la haya adivinado. Se trata de que otro, un desconocido en este caso, encuentre esa forma y cargue con ella. Entiéndame... No me gustaría ser malinterpretado.
»Quiero decir que al dar con el perfil más conveniente para mi relato, ese escritor estaría liberando una carga de profundidad que podría estallar, sin peligro alguno para nadie, en otro ámbito. Al objetivarlo, el nudo central que articula mis palabras cobraría una vida independiente más allá de mí. Esa vida podría resumirse, o sustanciarse, en un discurso propio y extraño, que, transportado a un terreno de nadie, a un descampado, podría desencadenar toda su potencia sin que nadie quedara afectado.
—¿Tan peligrosa puede ser su memoria? —acerté a decir con cierto deje de ironía.
—Sí, no lo dude. Sobre todo para mí. Por eso, precisamente, antes de explayarme, quiero tomar precauciones. Establecer, por ejemplo, un primer borrador mediante el cual pueda repasar los vericuetos de la misma. Asegurarme, por ejemplo, de no traicionar la verdad aunque no todo sea dicho; ni siquiera, en ocasiones, lo esencial. ¿Comprende lo que estoy tratando de decir?
—Creo que sí —respondí—. No se trata de maquillar o disfrazar la memoria, sino de dar con la forma de hacerla soportable.
—Veo que nos vamos entendiendo —confirmó Plank. Para celebrar ese primer encuentro, solicitó unas copas del mejor coñac.
El resto de la velada transcurrió sin más rodeos. Decidimos, pues, una cita en la agencia Scriba y la entrega, en la sede de la misma, de ciertos manuscritos con notas que habrían de servir de complemento a los recuerdos que Plank fuera desgranando ante la grabadora.
Aún tuve tiempo, antes de retirarme a mi apartamento, de acompañar a Plank hasta la arteria principal de la ciudad y tomarme con él, en un bar cualquiera, la espuela, es decir, la última copa de la noche.
Muy cerca de esa avenida, en una plaza bastante concurrida casi a diario, grupos de jóvenes celebraban un ruidoso botellón. Cientos de muchachos y chicas adolescentes ingerían desmesuradas cantidades de alcohol, mientras un retén de policía y varias ambulancias, apartados, ejercían una labor de discreta vigilancia.
Al contemplar detenidamente la escena, Plank no pudo sino dibujar una mueca de asco en su rostro que dio paso al siguiente comentario:
—Cientos, miles de años de evolución, para llegar a este resultado. Cuando una generación se pierde así, qué podemos esperar del futuro. Si la llama de la rebelión no prende en ellos, todos, ellos y nosotros, estaremos perdidos. No habrá porvenir. La existencia se degradará de tal manera que vivir será insoportable.
—Tal vez ya lo sea —intervine con manifiesto pesimismo.
Antes de conciliar el sueño mi mente ordenó, en cuidados sedimentos, las vivencias del día. Observé mi estado de ánimo antes de caer rendido: el hecho de haber conocido a ese hombre, de hablar con él, con César Plank, abría en mí perspectivas de creciente interés por la experiencia que empezaba a dibujarse alrededor de ese encargo, tan inesperado como estimulante1.
Notas
1 Fragmentos de una historia olvidada, (Novela), Ediciones Carena, Barcelona, 2025. ©José Enrique Martínez Lapuente ®Todos los derechos reservados Colaboración especial para Meer.