Hoy te empecé a extrañar
un poco más temprano…
La niña que se sienta
a jugar con muñecas
en el balcón de enfrente,
todavía no estaba.
Ni había discutido,
como todas las tardes,
con su hermana de pecas
y cabello enrulado.
Mi vecino de al lado
(el que enciende la radio
con máximo volumen)
no había abierto siquiera
la reja o los postigos
para leer al sol
los últimos fragmentos
de su novela diaria.
Creo que eran las cinco
-las cinco de la tarde-
y yo ya comenzaba
a pensar en tus ojos,
a diseñar el sueño
que esta noche quisiera
abrazar mientras duermo.
Siempre hay angustias nuevas
que dejan a la vista
aquellos viejos nudos
que hubieran sostenido,
por piedad, el milagro.
Me acordé de una imagen:
las paredes del aula
de un rosado impecable,
alumnos con pinceles,
algunos distraídos
confiándole sus huellas
al muro de la sala.
—¡Qué callada que estás!
exclamó mi maestra…
su frase terminó
de quebrar el mutismo
que yo apenas trataba
de colgar en el aire
para evitar sospechas.
La mancha no era mía,
pero estaba a mi lado
(en la mesita gris
de tercer grado “B”),
y sin saber qué hacer,
la miré y sonreí.
Quien acepta un castigo
estando bien seguro
de no ser el culpable…
oculta alguna falta
que nunca ha confesado.
Vi su ceño fruncido…
supliqué que mi risa
se amarrara al silencio,
no como tantas otras
que ya se han esfumado
sin que me diera cuenta,
mientras me lamentaba
por cosas que sé, ahora,
que no eran importantes.
—¿Quién fue?, ¿quién fue?, decía…
su dedo señalaba
lo que desconocía,
y anotaba apellidos
en su cuaderno liso
de líneas que asustaban.
No hay secretos perfectos:
lo que se esconde emerge
en algún intersticio
y convierte lo oculto
en la tornasolada
y enorme lentejuela
de un disfraz que celebra
lo temido… en voz alta.
Las ruedas de la duda
se deslizan ahora
sobre una superficie
áspera y empinada…
me resulta imposible
alcanzar la certeza
que busco con empeño
como aquella maestra.
Catástrofe que veo
anticipadamente
es luego desoída
por culpa de mis miedos,
agolpados, silentes,
en la puerta del grito
que enmudece en mi almohada.
Hoy te empecé a extrañar
mucho antes de tiempo…
Quien acepta un castigo
estando bien seguro
de no ser el culpable…
se siente responsable
de algunas otras cosas
que jamás ha contado.
Todavía en el árbol
del parque de aquí afuera
no había florecido
la esperanza amarilla
que presagia el verano,
ni el fruto impredecible
que nace de las ramas
cuando no lo miramos…
Y nosotros ya estábamos
jugando al tutti frutti
con tres categorías
que nadie había usado:
animales que tengan
menos de cuatro patas,
palíndromos extraños,
pájaros que no vuelen…
—Kiwi, avestruz, casuario,
ñandú, emú, pingüinos,
enumeré despacio
como quien nada teme.
Entonces la maestra
repreguntó observando
tu cabello revuelto
y mis dedos manchados
de acuarela celeste.
—¿Quién fue?
No respondimos.
Y los que habían estado
conteniendo la risa,
se cubrían la boca
enlazando sus manos,
sin embargo, nerviosos…
tan sólo habían logrado
aplazarla un instante.
En cambio, tu mirada
-que era auténtica, pura,
caricia y desenfado-
decía sus verdades
aunque nadie escuchara…
y de pronto mentiste:
—Fui yo, le confesaste,
frente a toda la clase.
Después de tantos años
de recordar el día,
reconocí esa cara
de decir “estoy triste…
pero no me preguntes,
porque voy a negarlo”.
Quien acepta un castigo
estando bien seguro
de no ser el culpable…
¡es culpable por algo!
Nueve lustros más tarde,
ya perdidas la rima,
la metáfora, el ritmo
que han marcado la infancia,
mi poema le otorga
un agradecimiento,
a la inocencia propia
que la niñez resguarda.