Hacía varios minutos que me encontraba esperando a embarcar, mientras fumaba y jugaba con el ticket entre mis manos, apoyado contra la pared roída de una vieja casona a pocos metros de la playa.

Supe que era momento de emprender viaje cuando mis compañeros me hicieron señas de que me acercara a ellos. Lo hice, fui caminando con paso despreocupado aunque bastante entusiasmado por subir al opulento “Estigia”, uno de los cruceros más lujosos del mundo, que ofrecía un recorrido con paradas en varias islas del mar Egeo. Estaba dispuesto a disfrutar de semejante oportunidad, ya que el año laboral había resultado bastante duro y yo, como era el líder de mi equipo, sentía la presión sobre mis hombros de cada decisión tomada durante diez largos meses. Así que, ¿por qué no? Un mes de descanso lejos de las oficinas y del alboroto administrativo me sentaría bien al fin y al cabo.

Además, tras cinco años en la compañía, un viaje como retribución no era tampoco un galardón para mí, después de todo, nunca había sido mi intención alardear de mis virtudes pero… siempre fui el más astuto a la hora de resolver situaciones inesperadas, guiar a mis compañeros y hacer las veces de intermediario durante los conflictos internos entre esos autómatas que corrían detrás de su sueldo como conejillos por una zanahoria. Está bien, la humildad nunca ha sido mi fuerte, al menos soy honesto.

Mientras hacía el check-in una mujer de aspecto lamentable se lanzó sobre mi pecho, apretando con vehemencia mi camiseta; y en un idioma que sonaba extraño y enrevesado empezó a proferir unos alaridos incomprensibles para mis oídos extranjeros. Hasta que gritó por fin “Go! Go home, now!”. Entendí el inglés de inmediato, pero no le di importancia alguna y, tomando cuidadosamente sus manos avejentadas por el implacable paso del tiempo, hice a un lado a esa pobre y desesperada mujer para ir junto a mis colegas que, anonadados por tan incómoda situación, me miraban y miraban a la señora como atontados. A poca distancia de nosotros, aquella seguía gritando al momento en que los guardias de seguridad se la llevaban de ambos brazos. Lo último que le escuché decir - y lo escuché claro, porque esa frase resonó en mí internamente como si alguien me apoyara las manos frías en la espalda un día de pleno invierno para absorber mi temperatura corporal- fue: “You are all lost!’’.

Ya dentro del barco y camino a nuestros camarotes, uno de mis compañeros me apretó el hombro como sinónimo de camaradería y esbozó una alegre sonrisa al tiempo que intentaba calmarme por el bochornoso momento anteriormente vivido.

–Nada de qué preocuparse, Seba –le dije–. Vinimos a pasarla bien, ¿o no?

–Nada de melodramas baratos –dijo Fermín, mientras levantaba de una mesita redonda dispuesta en una de las esquinas del pasillo un folleto con el itinerario de las atracciones del crucero.

Después de haber pasado el primer día echados boca arriba de cara al sol abrasador, al borde de la piscina principal deleitándonos con las delicatesen que los camareros iban acercando a nosotros, los muchachos empezaron a deliberar qué hacer durante nuestra velada. Habíamos quedado de acuerdo en que la primer noche la pasaríamos todos juntos para, luego, cada quien hacer los planes que se le antojara durante el resto de nuestra estadía. A juzgar por la forma en que se peleaban como niños por quién elegía el mejor plan, una vez más no me hubo de llamar la atención el hecho de que fuese yo quien ordenara sus ideas y optara por la opción más interesante. Discoteca, casino y museo eran algunas de las propuestas de mis compañeros, pero para ninguna había quórum realmente.

A quien no le aburría ver obras de arte dispuestas en una sala álgida, le fastidiaba la idea de estar en una pista de baile en donde –en realidad- casi nadie baila y el único atractivo eran las mujeres que sólo se te acercaban para pedirte que les compraras tragos, según criticaba Patricio, que venía de un año complicado respecto a relaciones interpersonales. Por otro lado, a varios les interesaba ir a las máquinas tragamonedas o a jugar unas partidas de póker, pero por empatía con nuestro querido Marito, quien sufría ludopatía, evitaríamos elegir eso como plan grupal.

Entretanto, yo miraba el folleto para buscar algo que pudiese cohesionar a tan distintos personajes en una misma actividad que resultara gratificante para todos. Algo de todo lo que había allí llamó poderosamente mi atención, tal vez porque era la única fecha en todo el viaje en el que ese espectáculo estaría disponible. Una soprano oriunda de Mykonos se presentaría a las veintiuna horas en el teatro “Galena”. Si decidimos asistir fue más por indecisón de la mayoría que por afición alguna a la ópera. La cuestión era que yo me sentía extrañamente atraído por asistir a un espectáculo que jamás se me hubiera ocurrido presenciar.

Nunca me había gustado el teatro, la música clásica ni los cantantes líricos. Pero mientras me acomodaba la camisa dentro del pantalón, pensé: “¿Por qué no? Todo sea por la anécdota, después de todo. Muero por ver a estos cristianos adormecidos del aburrimiento en sus asientos, y reírnos de eso a carcajadas mañana. ’’ Me miré al espejo antes de salir y por razones que desconocía, se me vino a la memoria la imagen de la vieja de la terminal. Qué espantosa sensación me atravesó por un instante. Volvía a sentir ese escozor y un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.

– ¿Vamos? –me dijo Tomi desde la puerta entreabierta de mi camarote.

–Voy –le respondí mientras sacudía los brazos y echaba un último vistazo a mi cara que se había vuelto más pálida que de costumbre.

Ya en el teatro, dispuestos cada uno en su asiento, nos acomodamos e hicimos silencio para convertirnos en espectadores. De repente, las luces se tornaron más cálidas y la decoración en tonos rosados adquirió el de un bermellón intenso. La pesada cortina de terciopelo violeta comenzó a abrirse y desde lo impreciso emergió una figura exquisita e imponente que dejó a toda la sala boquiabierta. Su delicada piel de marfil en contraste con sus rizos color azabache, resplandecía con la luz de los reflectores que iluminaban su contorno como si de una estatuilla sagrada se tratase. Levantó sus brazos como si quisiera elevar algo hacia el cielo y mirando hacia arriba, con los ojos entrecerrados, empezó a cantar. La orquesta dio inicio a los primeros acordes detrás de ella.

Inconmensurable fue la satisfacción que me inundó cuando la cantante inició con su repertorio. De su garganta subían los sonidos más dulces y penetrantes que alguna vez oí. Era aquella una experiencia etérea para mí. Mis palmas sudaban mientras mi respiración se agitaba lentamente, todo había comenzado a dar vueltas a mi alrededor. Era como estar bajo los efectos de una droga alucinógena. Veía borroso y en un momento tuve que aferrarme a los apoyabrazos porque sentí que me caía por un precipicio. Al cabo de unos pocos minutos cerré los ojos y simplemente me dejé llevar por esa armonía celestial que entraba y salía de mis oídos como una suave brisa matutina de verano que te reconforta y te llena de ávido deseo e inspiración. Mi cuerpo se sacudía, sudaba y se regocijaba entre cada nota pronunciada por esa criatura hermosa que me hacía disfrutar el hecho trivial de estar vivo.

Me desperté, pero me costaba abrir los ojos y los mantenía entornados. Tuve la sensación de haberme quedado dormido por un tiempo prolongado, pero mi reloj delataba que sólo habían pasado quince minutos desde que el show empezara. Escuchaba a lo lejos la voz de uno de mis colegas que me llamaba por mi nombre, con cierta emergencia y, luego, un sonido raro, como si alguien estuviese gruñendo y masticando algo. En pocos segundos ese sonido se escuchó más cerca y la voz de mi amigo se convirtió en un llanto ahogado seguido de un “¡despertate ya!” Entre atontado y agitado abrí los ojos súbitamente y miré hacia mi derecha, todos mis sentidos se agudizaron, mi respiración se detuvo y durante una apnea abrupta pude decodificar aquella imagen que me horrorizaba: cadáveres por todo el teatro yacían inertes, casi todos los presentes se desangraban en sus respectivos asientos, sobre el escenario, y desparramados en el parquet.

Todos mis amigos excepto Julio que, al igual que a mí y a diferencia de ellos, le gustaba sentarse en las filas de más arriba, se encontraban muertos. Los veía desde mi asiento, tirados sobre las poltronas con la mirada vacía y el cuello desgarrado. Una angustia exacerbada se apoderó de mi ser y el estado de ansiedad conjugado con los niveles tan intensos de estrés que estaba transitando me generaron una sordera súbita. Veía que la gente a mi alrededor abría sus bocas desfiguradas por el pavor, pero no escuchaba gritos, no escuchaba nada, el pánico y el desconcierto me invadieron por completo.

Y cuando creía que esa escena era lo más perturbador que mis ojos habían presenciado nunca, la vi a ella… a la cantante… sí, la mujer espléndida que hacía minutos nos deleitaba con su glorioso canto y esbelta figura ahora se le iba encima a uno de los espectadores, a siete asientos del mío, masticando su yugular mientras sostenía su cabeza tiesa y carente de signos vitales. Quienes aún permanecíamos con vida empezamos a correr entre aquella mortandad diseminada por doquier, buscando la manera de escapar. Pero ese monstruo encarnado se abalanzaba sobre nosotros y, a quienes alcanzaba, les arrancaba la piel con unas protuberantes garras que Dios sabe cómo y en qué momento le habían crecido, para luego hincarles los dientes.

Podía darme cuenta de que esas personas quedaban inmóviles, con sus bocas abiertas y los ojos en blanco, segundos antes de que ella se tirase sobre sus cuerpos. No entendía lo que sucedía y solo podía seguir corriendo con mi amigo, tironeándonos de la ropa y esquivando restos humanos. Nuestro final era inminente, esa criatura macabra se nos acercaba cada vez más y con la cantidad de cadáveres con los que nos topábamos, se volvía dificultoso llegar a la puerta de salida.

De pronto, sentí que Julio me soltaba la mano. Me di la vuelta y lo vi parado dándome la espalda. Observaba a la cantante a la vez que abría la boca y sacaba la lengua como si un médico fuese a revisar su garganta. Le tiré de la manga de la camisa, quise que reaccionara pero fue en vano. La mujer se acercaba a pasos agigantados y en un parpadeo ya lo tenía a mi amigo aprisionado contra la pared, saboreándole el pescuezo. Solo atiné a huir, me sentí un cobarde, pero, ¿qué podría haber hecho acaso? Todo había pasado tan rápido que no podía concebir la idea de que fuera real, no existía tiempo ni espacio, todo parecía estar sucediendo en una dimensión paralela.

Logré llegar a la salida, mientras la soprano tironeaba de las pieles de mi estimado Julio con sus dientes afilados como piraña. Me dirigí lo más velozmente que pude hacia el vestíbulo y una sensación de atontamiento se volvió a apoderar de mí, como la vez primera en la que escuché esa maravillosa voz celestial mientras me acurrucaba en el esponjoso asiento de pana; la sordera había empezado a disminuir de mi oído izquierdo. Todo comenzó a verse borroso, de lejos escuchaba una débil melodía que me generaba una especie de dulzura mezclada con asco y me dieron ganas de vomitar. Cuando divisé a varios metros a la mujer mirándome con apetito descarnado pude comprender que todo aquello realmente había sucedido. Mis sentidos se agudizaron de nuevo pero aún no recuperaba la audición por completo. Me eché a correr de nuevo. Y entendí. De forma epifánica, comprendí que lo único que me mantenía con vida era el hecho de no poder escuchar claramente el canto de la criatura.

Corrí, corrí como si mis piernas fueran a aguantar lo suficiente para llegar no sé a dónde, porque cada que me topaba con algún tripulante e intentaba advertirle sobre la catástrofe que se avecinaba, se quedaba absorto observándome como si fuese yo un terrorista que estuviese a nada de activar una bomba. Sangre y cuerpos iban quedando por los pasillos detrás de mí, y mi mente trataba de bloquearse para no perder la poca cordura a la cual me aferraba. Con las pocas fuerzas que me quedaban, rompí el vidrio de un ventanal y salí a cubierta. Una intensa tormenta se manifestaba desde lo alto y un viento tempestuoso parecía zarandear la colosal nave como si fuese un barquito de papel. La lluvia azotaba mis mejillas, cual pequeñísimas agujas de acupuntura lanzadas sobre mi cara; se sentía la frescura de una noche espléndida de verano. No había vuelto a perder el conocimiento, pero quizá en un intento de evasión, quise experimentar algún placer minúsculo y, dejando la mente en blanco por un instante, entregarme así a mi destino.

Por mi cabeza pasaron los momentos más sublimes y las sensaciones más cálidas que pude vivir. Y pensé en la fragilidad de las almas que se cruzan a veces sin interrogarse el por qué, en lo no dicho, que queda sobre el tintero resecándose una vez que perdemos la oportunidad de expresar nuestras emociones a otro. Mis colegas, mis amigos… sus risas que durante tantos años me habían hecho sentir acompañado se habían eclipsado. Y ahora yo me encontraba solo, en medio de la nada, esperando que mi final no fuera tan doloroso, y mientras me dirigía hacia la barandilla arrastrando los pies y dejando que mi cuerpo fuese sacudido por la ventisca, se volvió a oír el canto que tanto me halaba la sangre escuchar.

Giré sobre mis pies y entre los vidrios rotos del ventanal estaba ella, con la cara ensangrentada, el cabello revuelto y las vestiduras destrozadas. Mi mente ya no se esforzaba en diferenciar lo aparentemente real de lo que pudiese ser alucinatorio. A la luz de la luna, rayada por el patrón oblicuo que la lluvia dibujaba, le vi asomarse de su vaporosa falda rasgada, unas prominentes patas de ave, como de rapiña. Y el miedo, otra vez, se hizo carne. Pero esta vez me dispuse a enfrentarla, con la casi nula energía que se obnubilaba por el cansancio y la entrega, me decidí a dar todo lo que me quedaba. Si seguía vivo, a diferencia de los demás, era porque una condición física o emocional me estaba permitiendo usar esa circunstancia a mi favor. Así que di dos pasos hacia adelante, y el monstruo se acercó, con sus enormes patas apegándolas al piso mojado y sin resbalarse.

No dudé, y aunque me temblaba todo el cuerpo, di dos pasos más. La griega abrió los ojos negros como si estuviese sorprendida y furiosa a la vez. Procedió a abrir su boca y empezó a cantar, esta vez la melodía era más aguda, lo que hacía que mis extremidades se aflojaran y mi respiración se acelere, no obstante, mis oídos seguían parcialmente ensordecidos, por lo que la influencia de su voz no lograba perderme dentro de mi agonía. Di dos pasos más hacia adelante. Entonces, llena de rabia se abrió paso hacia mi persona.

La expresión de su cara simulaba una máscara japonesa, su boca se deformaba hacia los costados y comenzaba a abrirse cada vez más, el canto, de pronto, se agudizó más y más y pude sentir que un hilo de sangre brotaba de mi oreja derecha. Pero respiré profundo, cerré los ojos por un segundo y me abalancé sobre ella al momento en que la mujer se aproximaba a mi yugular. Forcejeamos. Los gritos se volvieron tan pero tan agudos que casi no podía soportarlo y ya no entendía si había recuperado la escucha o si ese sonido tan estridente podía penetrar los surcos más recónditos de mi psiquis, haciéndome estallar los tímpanos.

Y en un santiamén la tuve encima de mí. Esquivé de pura suerte su dentellada, entonces, decidida a degollarme, me profirió un zarpazo. Fijamente la miraba de entre las garras abiertas cubiertas de vísceras que se abrían y contraían con la intención de despezarme, mientras sostenía forzosamente sus muñecas habiendo impedido que me cercenara el cuello e intentando no desfallecer en el intento. La veía observarme con deseo descomunal, jadeando y abriendo una vez más esa boca deformada por la apetencia erótica que le producía el querer devorarme. Cuanto más me resistía más ella se me acercaba intentando atraparme.

Un relámpago estremecedor apareció en el cielo repleto de nubes y tuve la oportunidad de aprovechar ese instante de distracción de su parte para empujarla hacia atrás y zafarme de su aprisionamiento. Me levanté como pude, con el alma a medio salir del cuerpo, y esta vez fui yo quien se arrojó violentamente sobre la figura horrenda que permanecía en cuclillas y continuaba gritando. Tomé una de sus manos y al mismo tiempo que ella me clavaba la otra en el extremo izquierdo del rostro, la introduje en su garganta atravesándole el cuello lado a lado.

En la vorágine de adrenalina la amarré con mis brazos, la arrastré hasta el borde de la barandilla, entre alaridos y sollozos y la arrojé al mar. El golpe contra las olas se hizo protagonista en medio de un silencio sepulcral. Caí de rodillas y me sostuve de los balaustres, al momento que veía cómo la griega se retorcía y, entre espasmos y gritos ahogados, mientras se hundía en lo profundo, su voz se iba apagando entre la espuma.