Borges citaba lo innecesario del barroquismo, sin embargo he crecido con esa poderosa influencia; desde Góngora y Lope de Vega, hasta los autores posteriores al siglo XVIII que, en cierta medida, continuaron con ese legado de escritura florida, capaz y cargada, apuntada a los conocedores del lenguaje.

La oscuridad necesitó beber la sangre de ese movimiento y crecer hasta alcanzar las lecturas de alcoba en las noches de tormenta. En los turbios muelles del nuevo mundo, desde su costa atlántica, y por los pestilentes y opresivos callejones de Londres, donde un encapuchado cortaba la densidad de la niebla con su escalpelo, ha reptado, con voracidad, este vampiro literario.

La noche se volvió protagonista y lo torcido reverberó por las venas de los escritores en sus delirios. El gótico, lo cósmico e indefinible estrecharon sus garras con las expresiones del barroco.

Muchos fueron los exponentes que hicieron uso de estas artimañas; entre ellos, el inefable Lovecraft con su onírico horror cósmico, Ambrose Bierce y su mordiente obra, donde se destaca el Diccionario del Diablo; Poe en sus relatos y poesías, como “El tonel del amontillado” y el “Cuervo”; Hope Hodgson en sus fantasmagóricas historias de helados muelles, barcos aterradores y marineros sobrecogidos por el misterio. Son tantos los exponentes, entre el siglo XIX y la actualidad, que sería tedioso enumerarlos.

Pero ¿qué es el estilo barroco en la palabra escrita?

La forma recargada y cierta desproporción predominan en los textos, junto a un fuerte sentimiento de desencanto que despunta entre líneas.

La muerte y el obtuso ocaso son fuentes recurrentes de los autores, que no cesan en adjetivaciones para fortalecer una artificiosa gama de truculencias y perversiones. Melancolía, espíritus atormentados y recintos lóbregos ayudan, de la misma manera que el amplio vocabulario.

En mi taller literario insto a los alumnos a no desmerecer los gustos y las particularidades de otros tiempos, el barroco o el romanticismo y todo movimiento cultural que ha enaltecido o rebajado el espíritu del hombre.

Luz y oscuridad son caras de la misma moneda, sino pregúntenle al barquero de los óbolos y a aquellos muertos que, por ojos, las llevan en su viaje eterno.

Cuando leí Los Sauces de Algernon Blackwood, quedé prendado del escenario, de ese río y ese bosque que se cierra sobre el lector y lo devora. De la misma manera, en Las montañas de la locura, el maestro Lovecraft desata a sus monstruosidades y un abismo de misterio insuperable. Adjetivos como “indefinible”, “ciclópeo”, “gibosa” (refiriéndose a la luna) o “innombrable”, eran de uso corriente en su pluma.

Algunos críticos aseguran que esa prosa es poco habitual y arcaica. Yo creo que lo único arcaico es el pensamiento que niega las nuevas combinaciones. No reparo en lo nuevo o lo viejo, sí en una línea continua de tiempo y de permanente acceso, la total recurrencia a los anaqueles del conocimiento.

Sin más, aquí les dejo pinceladas de mi prosa y de mi poesía con tintes barrocos.

Un paso más hacia la demencia

¿Qué presagios amenazan la aparente calma de la noche?

El estallido mudo de una garganta apretada. Un grito florecido en la demencia y agazapado como una bestia de abrasados ojos, que observan desde su ardor.

La bóveda del cielo, con sus necróticas estrellas, se muestra en su impudicia y es un horror latente, inmoral y susurrante que descansa sus piernas tras una hilera de árboles en el cinturón del boscaje; columnas de un Partenón herido.

Han callado los retrasados pájaros de las tinieblas; siempre tarde en alzar el vuelo, sucumben a la noche y a su bostezo de brea. Luchan por pegarse a las ramas, ya cansados y viejos, y son sus trinos apagados que aparecen de improviso cuando me animo a ir más allá del barrio, de los empobrecidos suburbios y de la intransigente apatía de la ciudad.

El viento envuelve a mi cuerpo como un sayal inquietante, acompaña la orquesta del vacío y adormece el pensamiento. Es un fuego gélido que sopla del oeste, un último aliento del sol que perece, sin más gloria que ser derrotado por la tierra.

Cada paso que doy hacia la penumbra del campo y a la inmensidad del bosque, hacia el reino de las rocas y los espíritus inconclusos, es un estirón de tendones negados, de músculos en rebelión con el corazón que no late y se hunde en el pecho hasta cubrirse de huesos, aterrorizado, como un niño frente al monstruo del aparador.

¿Qué tragedia me aguarda en esta noche de presagios? Si los pájaros anquilosados caen sobre las hojas secas y quiebran sus cuellos, si lo que parece una luna no es más que una estampilla de muerte.

Sé de aquellos que han llegado al borde mismo del acantilado de la noche y no han podido seguir, sus voluntades se evaporaron y sus dioses fenecieron en el nudo de sus gargantas.

Recomiendan no aventurarse; nadie sabe, nadie conoce con exactitud. Es preferible secarse en la ciudad, año tras año, momificando los sueños y abortando la curiosidad.

Ellos dicen que tras el bosque la negrura se espesa y el tiempo se torna quitinoso y anómalo, pesado como una aplanadora en el vientre, sofocante.

Aseguran que para respirar hay que empujar el pecho bien desde adentro, desafiando una incomprensible gravedad y que, en el instante máximo de la quietud, es imposible contener las lágrimas cuando el espanto succiona para su beneplácito.

Será que tal abominación nocturna me embriaga y me invita otra copa, que estoy enviciado de oscuridad y jamás me resignaré a la ignorancia y a un destierro de cemento.

Acaso mi destino es esta noche, como otras noches ensayadas hasta el hartazgo para y, en conclusión, dar el paso definitivo.

Ha crujido la grava y ahora resuenan las hojas secas y los pardos brazos de los brutales árboles. El bosque se estrecha y la bruma asciende por mis pantalones, una enredadera sin lógica cargada de hielo.

Ya he sorteado la mina abandonada, por el sendero de Lorenzo y cuesta arriba hasta el montículo de lozas...

Mis piernas son arcilla trémula y, por las sienes, la carcoma del miedo palpita.

Encima de mi cabeza, cernido como un rompecabezas de cuervos, el follaje de los árboles y el cielo vaporoso son la negrura absoluta, una cúpula abigarrada de un misterio que se aleja, tan antiguo como la más perra estrella.

Nunca pensé que llegaría hasta aquí, tan cerca de una respuesta a una pregunta abisal. Solo debo continuar por esta escalera tallada en caliza y, según aquellos pocos que han regresado, tras mil escalones hay un bastión, un mirador a la vastedad ignota y enloquecedora que seduce al hombre.

Con potencia pendular comienzo a sentir una desbordante visión. Lo sé...

Después de ese descanso aguarda el desierto, el erial de la mente, una noche sin brújula, sin asfalto ni gasolineras, sin predicadores ni demonios domesticados. Un gran horizonte desconocido surcado por relámpagos, con bandadas de almas perdidas que migran y trigales enmohecidos y avasallados por el hambre voraz de las langostas. Pero sin horadantes versículos, ni parábolas rimbombantes o niños como crisálidas deformes. Sin brisa, azufre, manantial de orín, canteros de iglesias marchitas, caravanas de inmundicia humana (como en otras épocas) o acólitos de los semanarios tabloides.

Solo una vasta, espesa y opresiva blancura sin perspectiva. Tan abundante y absurda como su oscura esencia. Un horror kafkiano, agobiante, indescifrable y demoledor para el seso.

Esa masa gris y atroz de mi mente que ya no aguanta ni un minuto más.

Ritos de la medianoche

En la cima de mi látigo encuentro ansiosa tu carne,
redimida de toda aprensión, amoratada y anhelante.
Contenida en el redil de los sentidos,
eclosionada en espasmos y súplicas,
como un crisantemo en su esplendor blanco.
Piel desnuda que espera otro azote de vida,
solsticio de ardor y lujuria,
rituales del cuero y la medianoche.
Babeante y hambreada, como loba esteparia,
cuelgas con tu cuerpo azul del anillo aquel
que adoras más que a tu vida.
Nada te apacigua sino el chasquido de mi fusta, mientras,
la sujeción de mis nudos extasía a tus delicados tobillos.
Resistes, sin resistir, pues retengo tu espíritu
en la cuna de dolor de mil labios mordidos.
Y es mi bestia desatada que embiste tu bajeza,
cuando la sangradura llama a tu cuello a la asfixia.
Entonces, te vas en contracciones, embadurnada de amor,
como esa bruja desviada que monta su escoba viril
y se arroja, porfiada, a la fría y silente luna.

Jacobo y la cantera

Golpear la piedra, una y otra vez; quebrar sus mañas, dotar de vida a su aspereza. Los estruendos del hierro reverberan en la cantera y recogen, del pasado, a los picapedreros muertos. Ecos fantasmales regresan sedientos de sol, de nudillos que crujen, de músculos tensos y lomos ajados. Vuelven, como resuellos del misterio, al yugo de la roca que alguna vez le dio sentido a sus vidas. La evocación, en cada mazazo, los arranca del bosque y los desperdiga por el campo a pastar silencios.

Estoy acompañado por mis pensamientos, en esta cantera olvidada y lejos del poblado, donde he hallado lo que anhelaba: un bloque de granito que algún cabuquero habrá arrancado de la veta en un tiempo pretérito. Un buen trozo de roca de colorado feldespato y vítreo cuarzo, cubierto por tupidos brezos y un yuyal pajoso, que debí despejar con paciencia. Mientras lo trabajo con aires de tallista e intento una pieza sólida que mitigue mi dolor, bajo las nubes plomizas, observo tímidos resplandores que toman forma y me rodean. Ya no temo, esto se ha manifestado desde los primeros momentos en el lugar. Son espectros; quizás esclavos del algún imperio que llegaron en barco remontando el ancho rio, más allá del valle. Cautivos, engrillados y provistos de cuñas, barretas y primitivas escodas, para separar la piedra que fuera destinada a diversos monumentos. Pobres cristos que han retornado gracias al barullo que produzco y se detienen a contemplar las herramientas llenas de polvo: la escuadra, la bujarda, mis agudos cinceles y anchos escoplos. De cuando en cuando, alguna de esas manos transparentes pasa de largo intentando aferrar un mango.

Con el pasar de los días, los espíritus que rifaron sus vidas carnales por un eterno picar, se han atrevido a murmuran, en mis oídos, largas melodías quejumbrosas de sus terrenales penas. Supongo, se alivian de los purgatorios que los condenan a vagar, por siempre cerca, de la indolente piedra. Igual que ellos, he llegado hasta aquí a expiar mis males. Las ánimas se han materializado desde la bruma y la penumbra; mientras que yo, he atravesado el cerrado bosque, con sus cipreses que rascan el cielo, sus interminables abetos, las hayas y los viejos cedros y los lobos, que moran y cazan en el agreste terreno, de la misma organizada manera que lo hacían cien años atrás, mil años atrás.

He venido por una comunión de roca, una hostia misericordiosa de granito, clamando alguna clase de perdón a los ángeles del firmamento pero, hasta ahora, solo he hallado el azote del detrito que voy dejando en esta amarga desolación de picapedrero. De todas maneras, concluiré mi obra, igual que el esmerado artesano que esculpió a “Las Tres Gracias”, con ese afán y ese temple. Necesito salvar mi alma, pues me quema la culpa, arde como la hoguera inquisidora.

Yo soy Jacobo Herrera, un asesino de los míos, un chacal que ha sabido disimular entre los corderos pero, con el cerco cada día más estrecho, siento que el final está cerca. Soy un torturado cantero, hijo y nieto de picapedreros de oficio y, aquí estoy, labrando la roca, con tantos callos por fuera como por dentro. A golpe de puntas y con los ecos, atraigo a los muertos que comienzan a mostrar ansiedad por liberar sus historias.

Por las noches, junto a una fogata, me ovillo agotado y duermo. En esta lejanía fría y dura encuentro cárcel y consuelo y sueño, como un niño que sueña ensueños. Sueño con mineros que hacen nido en el carbón y empollan fútiles esperanzas en las entrañas de la tierra y, en ocasiones, aparecen los que despaché, ensangrentados y riendo, más unidos aún, mientras me ahogo en el duelo de un hombre que fue bueno pero trastocó su futuro en una bestial marejada de celos.

Pasan los días y caen pesadas las tardes, el bosque se anega de sombras, aúllan los lobos mientras persisto en la piedra. Busco la forma de las cosas bellas, aunque es sencilla mi obra. He tallado treinta y dos escalones, de los treinta y tres que llevará mi escalera. Con ella, pienso alcanzar el cielo y un indulto, a tiempo.

Hace días que se terminó el pan y solo hay agua en un viejo pozo pero, en la última recogida, el brocal se ha desmoronado y dicha agua ya no es bebible. Mis costillas se asoman por la carne y mis fuerzas merman, usaré hasta el último aliento para terminar el escalón treinta y tres. Luego, con trémulos pasos, subiré.

Es notable, mi debilidad atrae la curiosidad de las ánimas y sus murmullos mantienen el ritmo de los golpes y de la talla. Una de ellas, con el rostro estirado como un cuajo y cuencas negras por ojos, señaló a una piedra rectangular, algo cubierta por los brezos. La grisácea roca estaba surcada por líneas yuxtapuestas, propias de un trabajo con picola. En una de sus caras había una inicial tallada, más dos líneas y tres puntos. Deduje que ese espíritu se remontaba a la edad media, y que esa firma, en la forma geométrica, era suya. De esa manera, los antiguos canteros dejaban su marca en la piedra y era reconocida al llegar a las catedrales o a las edificaciones donde se utilizarían.

─ ¡Hola Don Juan! ¿Cómo está usted? Claro, hombre… volverá a contarme lo de su mujer y los cuernos. Lo comprendo… nos parecemos, ¿verdad? Aunque, usted fue un caballero de noble cuna y yo… solo soy un hijo de humildes trabajadores de la cantera. En eso otro, nos parecemos. Ambos nos enjuagamos la cara con sangre, Don Juan ─dije al espectro arrugado y azul, con respeto pero, sin dejar mis herramientas.

─Eusebio, siempre curioseando. Vaya… ha venido con su muchacho y sus pequeños cinceles. Le enseñara el oficio. Lamento, amigo, que este retoño suyo haya muerto cebado de tuberculosis… si supiera los antibióticos que existen hoy en día. Y que usted, con pena y todo, se haya arrojado por el despeñadero ─mientras hablaba, los ojos del ánima pequeña destilaban la tristeza en el alambique del infinito.

Supongo que este es el epílogo de mi historia. Aquí estoy, rodeado de rocas y de bruta naturaleza, con los caídos espíritus como testigos de mi obra. Ya no tengo fuerzas y a las estrellas que comienzan a despuntar en el piélago negro se suman las de mi mente vencida y mi cuerpo en muscular agonía. Descansaré un poco y subiré esos treinta y tres escalones para redimir la conciencia y mi manchada alma, lo más cerca posible del cielo.

Soy Jacobo Herrera, picapedrero. Un infeliz que ha hecho de esta olvidada cantera un claustro para el autoflagelo. Un convento de piedra con su comparsa de muertos anclados al desvarío de revivir sufrimientos. Como Omar, el moro, que aun tira de esa cadena inamovible que lo sujetaba a un sitio entre las rocas, donde murió como un pobre cabuquero. Yo he venido desde el pueblo a expiar mis pecados y, tal vez, los de la misma piedra en un acto final de cantería.

Lento, recojo mis rodillas y, como un bebé rendido, apoyo mi cabeza en una roca pulida. Entonces duermo, pesado… duermo.

De repente y no sé si en sueños, veo a mi escalera resplandecer como una estrella fugaz y son las ánimas, en dramático regocijo, que la trepan. Van saltando en una pata, como en una rayuela que sube, y desde el último escalón se arrojan al vació para estallar en esquirlas algodonadas. Luego, se rehacen y repiten su juego, embobadas y enloquecidas; por una condenada vez, dichosas.

No comprendo cómo puedo verme famélico y durmiendo sobre la pulida roca y, de alguna manera, ya no parece tan pesada la culpa. Siento un frío eléctrico cuando Julián, el mal formado, pasa raudo y me atraviesa. Sube rápido y, como una paloma herida que se reivindica, se arroja al pedregullo y estalla. En definitiva, yo soy Jacobo, el picapedrero y, allá, mi cuerpo. Bajo el manto de estrellas y ligero como un cirro, subiré mi escalera y, como uno más, echaré un clavado a la dura nada en esta cantera del olvido.

Un dicho sin dicha

“Cría cuervos y te arrancarán los ojos”, mientras amasaba fortunas, la reveladora frase reverberó, años, en la mente del avaro multimillonario Karlsson.

Después del suicidio de su infeliz mujer y la progresiva desconexión con sus hijos que jamás mostraron, ni un ápice, de condescendencia a su mecánico padre, no halló otro consuelo para su espíritu, fatuo y ruin, que avocarse a desarrollar su despiadado imperio económico.

Con los años, una pleura pegajosa, dorada y oscura, fue revistiendo la mente, secando el corazón y carcomiendo la percepción de la realidad en el miserable Karlsson, hasta alcanzar una trepidante y retorcida locura.

Cría cuervos…, cría cuervos…, repetía, con insistencia, a su servil mayordomo o delirando en sus pesadillas. Su demencia y maldad cabalgaban en el tremebundo corcel de su poder, por ello, la impronta de su aberrante codicia perduraría, lejanamente, después de su muerte.

Al llegar el deceso, su albacea, de pie ante una interminable mesa de lustroso roble, luchaba por contener las náuseas, ante la horripilante visión de esos tres impávidos herederos plantados frente a él, en el horizonte infernal del mobiliario de lujo. Aguardaban el testamento observando, sin mirar, desde seis sombrías y hundidas cuencas vacías.