La brisa que t'encisa i eleva
Fins a perdre el contacte
Amb tu mateix, té la llum
D'un matí de dissabte
I l'elegància d'un crim
Del que no et sents culpable
El perill el vols córrer
No et fan por els seus efectes.
L'ànsia que cura
No te la dóna cap altrobjecte.1

Preludio. Tez de invierno y fuego

Desde lo alto de su apartamento el mundo parecía una partitura en constante movimiento. Hormigas humanas se deslizaban por las aceras, melodías de pasos apresurados componiendo una sinfonía urbana. Ella observaba desde su ventana con la certeza de quien ha vivido muchas vidas en una sola.

Mujer resuelta, de mirada afilada y pasos firmes. Viajera viajada, curtida por cielos distintos, por idiomas que sus labios sabían pronunciar con precisión y sugerente tono. Capaz de cualquier cosa porque había decidido que así sería: fuerte, rotunda, invencible y, sin embargo, frágil cuando le placía, cuando era su voluntad despojarse de la armadura y decir “ya”. Porque la vulnerabilidad, para ella, era un acto de poder. Su belleza era de una occitana pureza, tez pálida que recordaba la porcelana antigua, labios tupidos y vibrantes, como si en su boca latiera una historia distinta. El cabello dorado caía suave mecido sin gravedad, reflejando la luz de las mañanas del foro. Era una escultura de carne y voluntad, esculpida por sus propias decisiones y sus trasiegos a través del mundo.

Cada día, durante horas, el violín se fundía con ella. Un ensayo constante, donde las cuerdas y su cuerpo se tensaban al unísono. Sus muñecas giraban con precisión, su espalda se arqueaba ligeramente, el cuello ofrecido al aire como una rama flexible. La música nacía en sus dedos y florecía en el aire. Era pasión y disciplina, una bailarina invisible que solo ella podía ver.

Su violín era más que madera y cuerdas, era una extensión de su ser. Una pieza de arce y abeto, pulida hasta brillar con una pátina cálida que delataba los años de amorosa dedicación. El barniz rojizo capturaba la luz de forma casi sensual, como una piel que ha sido besada por el sol. Cada curva del violín, desde sus elegantes efes hasta el contorno de sus hombros, parecía estar esculpida para encajar con su cuerpo.

Cuando ella lo tomaba entre las manos, el violín despertaba. El contacto de sus dedos sobre el diapasón era una caricia medida, un gesto de intimidad. La madera vibraba bajo su mentón, respondiendo a su calor, a la presión exacta de sus manos. Las cuerdas emitían un leve susurro antes de que el arco las hiciera cantar, como si anticiparan el placer de ser tocadas.

El violín se sentía amado en sus manos. Sabía que ella entendía sus secretos, sus tensiones internas, sus fragilidades. Sabía que ella podía hacerlo llorar, reír o gritar con una sola inclinación del arco. Cuando sus dedos se deslizaban por el diapasón, era un diálogo íntimo, un baile entre dos amantes que se conocen desde hace siglos.

Cada nota que ella extraía era una confesión. Cada vibración era una respuesta. Y cuando el último sonido se desvanecía, el violín quedaba exhausto, satisfecho, como si hubiera entregado todo lo que tenía, sabiendo que en sus manos, siempre volvería a renacer.

Ella se entregaría al misterio.

Y él la conocería a través de cada presión, cada caricia.

Primer movimiento: cuerpo, tensión y plenitud

Ratita presumida, te voy a cazar
con una red de besos que no sirve en el mar.
Embeleso en el sangrar de un loco violín
enclenque de naranja, violeta de bailar,
que pisa el micrófono donde iba yo a cantar.
Tu espuma mil colores de olas de canción.2

Pero cuando dejaba el arco y el silencio se instalaba, sentía el eco de tensiones que no eran solo físicas. Eran pequeños nudos del alma, escondidos en las fibras de su carne, como notas disonantes que nadie más escuchaba. Esa plenitud casi perfecta tenía una grieta, un enigma sin resolver.

Tenía que entregarse.

Tenía que conocer.

Tenía que cruzar la línea.

Estaba decidida a hacerlo.

Conocer las manos, los dedos que supieran desenredarla por completo. Un luthier de cuerpos, un descifrador de mapas invisibles. Alguien que entendiera sus tensiones y sus silencios. Y al entregarse, encontrar el equilibrio entre la fragilidad y la fortaleza, entre lo que era y lo que deseaba.

El sonido del violín aún vibraba en sus dedos cuando cruzó el umbral y llegó a la sala. Sus músculos eran como cuerdas tensadas demasiado tiempo, pidiendo afinación. Entró en silencio, dejando que el aroma a eucalipto y alcanfor templara su espíritu.

—Ven —dijo él, con una voz grave y suave como una pasada de arco sobre la cuerda de sol.

Se tendió con la misma reverencia con la que guardaba su instrumento en su estuche. Él comenzó su recorrido con manos expertas, buscando nudos invisibles, ajustando clavijas internas. Sus dedos resbalaban por su espalda, buscando tensiones que, como un violín desafinado, podían romper la armonía de su cuerpo. Se detuvo en los pies, sus pulgares presionando puntos que encendían un mapa secreto de conexiones.

—Aquí empieza todo —murmuró—. La raíz de tu equilibrio, la base de tu postura. Si los pies están firmes, las cervicales no se inclinan, el túnel carpiano no se cierra. Todo está unido.

Sus dedos describían círculos suaves, como si estuviera encerando un barniz antiguo. Ella cerró los ojos y se sintió recorrer cada fibra, cada tendón, hasta llegar a las muñecas que sostenían su arco y a las cervicales que cargaban su violín. Sabía que la cuidaba como se cuida un instrumento valioso: con paciencia, precisión y una especie de amor reverencial.

Y aunque el masaje la estremecía, deseaba más. Deseaba que él la recorriera entera, que sus manos no dejaran un solo centímetro sin explorar, sin liberar. Como el luthier que revisa cada pieza del violín, afinando, reparando, devolviendo el equilibrio.

Todo fue yendo tan a más que casi era dependiente de seguir siendo el mapa de su recorrido. Por eso, tan importante como sus horas al violín, tan necesarias como sus horas de ejercicio, se entregó a la eucaristía en la que era ella el objeto, recorrido, tensado y destensado, afinado y apreciado.

Tómame, cuerpo, de curvas y tensión, de piel fría y cálida, de fuerza y fragilidad. Eres el mapa de mis viajes, la extensión de mis sueños y la raíz de mis deseos. Tómame como un violín, cuerda y arco, vibrante bajo el toque que me deshace y me repara.

Déjame ser carne bajo tus manos, cada músculo, cada tendón, una nota que aún resuena. Tócame desde la nuca hasta los pies, recorre mis sombras y mis luces, hasta liberar el silencio que habita en mí. Como un instrumento afinado, cada presión, cada caricia, es el eco de lo que soy y de lo que aún no he aprendido a ser.

Tómame en tu abrazo de descanso, en la quietud después de la tormenta. Y cuando ya no haya más tensión, sólo el murmullo de mi piel junto a la tuya, sabrás que me has tocado como nunca antes. Y yo, disuelta en tu toque, seré todo lo que he sido, todo lo que seré.

Segundo movimiento: pies de raíz y vuelo

I beg you, my darling
Don't leave me, I'm hurting
(Lick my legs, I'm on fire)
(Lick my legs, of desire)
I'll tie your legs
Keep you against my chest
Oh, you're not rid of me
Yeah, you're not rid of me
I'll make you lick my injuries
I'm gonna twist your head off, see. 3

La habitación se llenó con los primeros acordes de Pictures at an Exhibition de Mussorgsky. Los sonidos se deslizaban como pinceladas sobre un lienzo sonoro, intensos, vibrantes, vivos. Ella, con los ojos cerrados, se entregaba al vaivén de aquella melodía, mientras su cuerpo esperaba el contacto de sus manos. Él se inclinó sobre ella con la delicadeza de quien sostiene un Stradivarius por primera vez.

Esta vez comenzó en la nuca, donde la tensión era un nudo apretado. Sus dedos pulgares presionaron suavemente, describiendo círculos lentos, liberando uno a uno los músculos que sujetaban su cabeza como un puente de orfebrería. La música crecía, el Promenade guiando sus manos con pasos seguros, como un desfile majestuoso. Su piel, tan blanca como el alabastro, comenzó a enrojecer bajo la danza de aquellos dedos que parecían interpretar su propia partitura.

Su cuello se arqueó hacia atrás cuando los dedos bajaron, explorando el espacio entre las vértebras cervicales. Cada vértebra era una tecla de piano presionada con precisión. La presión subía y bajaba, siguiendo las ondulaciones de la melodía. Ella suspiró cuando él atrapó una tensión oculta y la liberó con una presión firme y liberadora. Su cabello rubio se erizó, una ola dorada que brillaba bajo la tenue luz.

Las manos descendieron hacia los omóplatos, siguiendo la línea de su espalda como un arco que tensa y suelta las cuerdas de un violín. Los compases de The Old Castle flotaban en el aire, oscuros y envolventes, mientras sus dedos exploraban las sombras de su musculatura. Él se detuvo en los puntos duros, amasándolos, liberando su dureza con un ritmo pausado. Ella sentía cada presión como una chispa, un pequeño incendio que recorría su piel.

Al llegar a sus lumbares, la melodía se transformó en un murmullo grave y profundo. La tensión acumulada en su espalda baja se deshizo bajo el peso de sus manos, que se movían como hojas de un árbol agitadas por el viento. Sus caderas se relajaron, un suspiro largo escapó de sus labios y el sudor comenzó a perlar su frente. Luego, las muñecas. Sus dedos atraparon las articulaciones delicadas, girándolas suavemente, como si estuviera afinando un clavijero. Sus pulgares trazaron líneas invisibles en sus palmas, despertando nervios dormidos, enviando ondas de placer hacia los hombros y el cuello. La conexión era clara, lo que se liberaba en las muñecas recorría su cuerpo como una corriente eléctrica.

La música cambió de tono. En The Ballet of the Unhatched Chicks, las notas juguetonas y rápidas marcaron su descenso hacia los gemelos. Sus manos presionaron las fibras tensas, deslizando sus dedos hacia abajo, despertando cosquilleos que subían por sus muslos como serpentinas. Ella gemía suavemente, su piel enrojecida y húmeda, incapaz de contener la tormenta de sensaciones que la recorrían.

Pero él no se detuvo. Siguió hasta los pies, mapas complejos guardianes del cuerpo entero. La melodía se hizo grandiosa, el Great Gate of Kiev anunciando el clímax. Sus pulgares se hundieron jugueteando con sus dedos, encontrando puntos exactos que liberaban el cuello, la espalda, las muñecas. Era un ciclo perfecto, una espiral de liberación y placer que la hacía temblar.

Los talones eran suaves, pero firmes, como si hubieran soportado años de pasos seguros por escenarios y aceras del mundo. La planta, aunque delicada, tenía una resistencia oculta, en cada punto de presión, un cúmulo de sensaciones aguardaba ser despertado.

Cuando sus pies se relajaban, era como si soltaran anclas invisibles, liberándola para flotar. Pero cuando se tensaban, ella se enraizaba, lista para sostener el peso de cualquier melodía, cualquier desafío.

Ella ya no sentía los límites de su cuerpo, era una cuerda vibrando al máximo, un puente de energía entre el suelo y el cielo. La piel de su espalda se humedeció, el rubor encendía sus mejillas como una llamarada.

—Suelta... —murmuró él, y sus palabras eran notas graves y firmes.

Ella obedeció. Se dejó llevar por una ola de calor que subía desde sus pies hasta su cuero cabelludo. Su cuerpo se arqueó, una nota sostenida al borde del silencio y el éxtasis. Su pelo rubio caía como un halo húmedo y sus labios entreabiertos buscaban aire.

Finalmente, la música se desvaneció. Él retiró las manos con lentitud, dejando un eco ardiente en cada músculo, en cada tendón.

Ella abrió los ojos despacio, la habitación parecía diferente. Más cálida, más viva. No había palabras. Solo una certeza, había sido tocada como un violín magistralmente afinado, con cuidado, precisión y una pasión que solo entiende quien sabe amar.

La sinfonía había terminado, pero su cuerpo aún vibraba.

Coda final: recuerdo inasible

Mon corps est une cage qui m'empêche de danser avec l'homme que j'aime
Et moi seule ai la clé
Tu es là près de moi
Et je ne t'ouvre pas
Je suis toujours à l'age où obscure et clarté se mélangent sans gêne
Dans ma tête bombée
J'aurai toujours cet age sans pouvoir le nommer age de la peine prête à se réveiller.4

Aquel día llegó tarde, quizás su retraso fue un presagio. Las paredes eran frías y extrañas. Finalmente, tras buscar, no encontró su voz.

Preguntó por él, sintiendo cómo se tensaban sus hombros, cómo la madera de su espíritu crujía.

Volvió a repetir su nombre en tono interrogativo, pero solo obtuvo miradas de desconcierto.

—Aquí no hay nadie con ese nombre —le dijeron.

Su corazón desafinó. Salió con la sensación de que una cuerda se había roto por dentro. Un vacío creció en su pecho mientras regresaba a casa, como una melodía inacabada. Se dejó caer en su cama, buscando consuelo entre las sábanas frías. Cerró los ojos y el silencio la envolvió como una funda negra.

Pero entonces lo sintió, un roce cálido, inesperado. Dos pies se entrelazaron con los suyos. Un pulso familiar recorrió su cuerpo como una vibración perfecta. No necesitó abrir los ojos para saber que estaba allí, ajustando sus tensiones invisibles, afinando su alma rota.

—Todo está unido —susurró una voz junto a su oído—, nada termina aquí y aunque creas que estoy, aunque me sientas, aunque me huelas y me abraces, en realidad, no sabes si estoy, incluso ignoras si soy real. Pero da igual.

Ella sonrió, dejando que el calor la invadiera, que sus tendones se liberaran, que su espíritu sonara claro otra vez.

Al final, no estaba segura de si alguna vez había cruzado realmente el umbral de aquel lugar, que estuviera en una camilla o que, aunque pareciera real, le sintiera al lado. La línea entre el sueño y la vigilia era tan fina como una cuerda de violín. Quizás él había sido una fantasía, un eco nacido de sus músculos tensos y su alma inquieta. Pero había certezas que no necesitaban pruebas, verdades que vibraban en lo más profundo de su ser.

Él existía aunque fuera en algún lugar imaginario.

Existía en el recuerdo imborrable del roce de sus manos, en el mapa invisible de presiones liberadas. Su presencia era tangible en el olor de su propia piel, una mezcla salada y cálida, como si sus poros hubieran capturado el aroma del sudor ajeno, la esencia de un contacto que no se podía borrar.

Existía en el calor que aún habitaba sus pies, en la espalda ligera, en las muñecas sueltas que sostenían su arco con una nueva libertad. Cada vez que respiraba hondo, podía percibir el rastro de aquel toque, el olor de la carne que había sido comprendida, el aroma tenue de un deseo satisfecho y contenido a la vez.

Quizás nunca lo había visto realmente, pero él había estado allí. Un artesano de cuerpos y silencios, un mago invisible que había afinado cada fibra de su ser. Era real porque le había hecho bien, porque la había devuelto a sí misma. Como una melodía que aún resonaba en el aire cuando el concierto ya había terminado. Y mientras su alma descansaba entre las sábanas y sus músculos se disolvían en el sueño, ella sonreía. Sabía que aunque sus ojos no lo volvieran a encontrar, él estaba allí, en alguna parte de su piel, impregnado en su memoria. Un susurro de alivio y de anhelo.

Porque a veces, lo real no necesita presencia, solo recuerdo.

Y ella lo recordaba en cada pulso de su carne.

Como un aroma.

Como una nota suspendida en el aire.

Como una caricia eterna.

La historia, igual que su música, estaba lejos de terminar.

Se sintió abrazada de nuevo.

Notas

1 La Brisa. Mishima, del álbum “L'ànsia que cura”. 2014.
2 Canción de amor de mar. Corcobado y los Chatarreros de sangre y cielo, del álbum “Tormenta de tormento”. 1991.
3 Rid of me. PJ Harvey, del álbum “Rid of me”. 1993.
4 Mon corps est une cage. Jeanne Cherhal, del álbum “Charade”. 2010.