A Rudy Carvalho,
porque no las tenía todas consigo
y tomó las de Villadiego.
Aquel hombre decidió poner fin al caos absurdo de su vida. Simplemente, no quiso por más tiempo vagar a la deriva. Firme en su decisión, aceptó consultar con su espejo. No pudo por menos que esbozar en su rostro una mueca burlona: se iba haciendo viejo —pensaba— y acercándose inexorablemente a los cincuenta años recordó un poema que había escuchado en su primera juventud:
…Et creus, oh miserable,
que el temps ja no existeix…
Durante unos minutos, invadido por la tristeza, meditó en su vida anterior y en cuál sería su destino…
La ventana. La ventana que daba al mar. En un instante que bien pudo ser el segundo de una mirada, saludó feliz a la mañana. De nuevo, en su tristeza, descendió las escaleras de su casa —la casa que tantos sueños e ilusiones albergó— echándose a la calle. Y ya en ella, dándose de bruces, contempló el discurso de la vida: la plaza recoleta, las librerías de viejo, el joven restaurador, la imprenta… Una repentina inquietud se apoderó de su cuerpo: «Tal vez me ha escrito», pensó. Volviendo sobre sus pasos abrió el buzón: halló tres cartas. Facturas, impuestos; dolor. Sin duda la vida se mostraba ingrata; pero no tanto: algo quedaba: siempre supo la esperanza imponerse frente a toda adversidad. Cabía, pues, perseverar, darle pasto al deseo, aunque sólo fuera para sostener con palabras aquella ilusión que germinó en verano.
¿Te acuerdas? Ella abría el cuerpo mostrando su sexo, jadeando, gimiendo frente a los embates de tu miembro; y tú, junto a su oído, musitabas una canción.
Un gato maullaba.
Junto al palacio presidencial las muchachas miraban una nube en pantalones. Los que pasaban, decían: «Han transgredido la Ley, se han vuelto locas». En un extremo de la plaza un grupo de obreros hacía señales que nadie comprendía y una vieja enlutada portaba, como si de un relicario se tratase, un recipiente cilíndrico con sus primeras sangres menstruales, agitadas por su mano al presionar un émbolo; y acompañando este movimiento con su voz, repetía mecánicamente: «Yo no tengo la culpa, yo no tengo la culpa». Muy cerca de allí un hombre caía asesinado por cuatro hombres que vestían de paisano. Cientos de billetes eran repartidos por los asesinos entre una multitud desesperada y que el difunto guardara en un doble fondo de su maletín, revestido con piel de cabrito. Abriéndose paso a bastonazos, un ciego gritaba: «¡Cien iguales para hoyyy!».
Las radios lanzaban al viento ardientes proclamas, dando noticia de extraños sucesos: el país se desmoronaba víctima de una repentina y generalizada locura y un gobierno desbordado, reunido en sesión extraordinaria, acordó decretar el estado de Absoluta Necesidad y de anarquía para todos. Y pudo por fin el filósofo errante liberar definitivamente su sentencia: «La paz es una guerra no declarada», que solía decir en tiempos de extrema persecución académica.
La crispación social llegó a tal punto, que una pretendida oposición, que meses antes condenó la ley del aborto, hizo aprobar un decreto mediante el cual todos los niños que nacieran con algún estigma, serían arrojados a las cloacas de las grandes ciudades, donde toda clase de reptiles se multiplicaban y crecían velozmente. De alguna forma había que alimentarlos, pues bien sabido era, y de dominio público, que constituían la base esencial de la industria dedicada a fabricar cinturones y látigos con los que castigar a sus esposas y amantes infieles.
Sí, aquel verano todo estuvo patas arriba.
Ella, que siempre fue una mujer equilibrada, también perdió los estribos. Empleada en un organismo paraestatal, gozaba, aparentemente, de una situación privilegiada. Su trabajo en la Fundación para la protección y el desarrollo del amor consistía en analizar las anomalías sexuales de parejas al borde de la quiebra sentimental y cuyos resultados, una vez computados, eran archivados por un ordenador central conectado a la red de Distribución Nacional de Placer. Desde allí, una vez corregidas, eran devueltas a los pacientes a través de videogramas con indicaciones precisas para superar sus bloqueos afectivos. El Estado, que en su programa había recogido las más avanzadas teorías del conductismo, velaba por la felicidad de todos sus ciudadanos, sin distinción alguna de origen o clase social, por supuesto.
Aquel día, por la tarde, me dirigí hacia su estudio. Un ático situado en la zona alta de la ciudad, inundado de bolsas de basura en el rellano que daba acceso al apartamento. Una vez pude franquear aquel muro de inmundicia, la encontré, completamente desnuda, dándose a la apasionante tarea de destruir las más brillantes joyas de nuestra cultura. Centenares de volúmenes habían sido suprimidos. Los restos, desparramados por la pieza, componían una imagen que hubiera hecho las delicias de un conocido escritor de novelas policíacas.
Al verme se echó a reír. Un mar rutilante batía en sus ojos alas de espuma. Arrojándose sobre aquel océano de libros destrozados, revolcándose entre ellos, me dijo con voz entrecortada, «¡ven, querido, tómame —para añadir furiosamente—, jódeme como nunca lo ha hecho mi marido!».
Asustado al principio, excitado después, cedí al impulso de perderme en su cuerpo con la loca esperanza de regresar a algo de lo que fui arrancado.
Días más tarde, tras aquel encuentro sorprendente, la encontré en el salón de actos de la Fundación. Cientos de personas escuchaban su palabra encendida: «¡Sí, quememos los archivos y los manuales de sexualidad, destruyamos por completo todo rastro de memoria cibernética!», proponía a modo de conclusión. Al cabo de unas horas el gigantesco edificio, que por su forma ovoidal imitaba ligeramente la estructura de un claustro materno, ardía entre crepitaciones de una lluvia de fuego ancestral.
Un año después estallaron en todos aquellos países sangrientas guerras civiles. El miedo de los hombres a perder un lugar oscuro y asfixiante que les protegiera de la vida, hizo prender, en la mente de muchos, sentimientos contradictorios. Una marea de destrucción se abatió sobre aquellas ciudades de asfalto.
De su historia, como así fue escrito, tan sólo quedaría el viento que pasaba por ellas.
Hoy, cuando apenas si recuerdo los trazos fundamentales de aquel tiempo, me pregunto por ese destino final de su deseo, y si alguna vez existió.