Sea en estos tiempos, sea diez años atrás, la calle nunca ha sido bondadosa y hay que arremangarse para pelearle a la falta de recursos. Si no usamos el ingenio para equilibrar la rutina, vivir es un laburo de mierda.
—Rápido, dale —me susurrás.
A esta hora de la siesta, la Costanera ya está plagada de correntinos, de chaqueños, de turistas. Pero nadie ve, o a nadie le importa, cómo subimos al checo al coche. De prepo y flanqueado por ambos, lo tironeamos hasta el remís, lo metemos, lo prensamos en el medio. El checo se acomoda a quejas cortas. Aunque sabemos bastante de su idioma, cuando habla quejoso y apurado, no le entendemos una palabra. Excepto sí lo del cigarrillo.
—Otra vez quiere fumar —me decís con una seña.
—Vos tenés los Rodeos —te contesto en ese inglés codificado que usamos cuando no queremos testigos ni interferencias—. Prendele uno y vamos.
El remisero no entiende lo que nos decimos, pero ha visto tus dedos en V a la boca: el símbolo inequívoco del pucho. Por el retrovisor nos dice que no se puede fumar. Vos te ponés en papel de «por si las moscas». Sacás el diccionario y en trabajoso español le sugerís que nos cobre la contravención. Antes de que responda algo, le adelanto un par de billetes doblados. El tipo nos mira, abre la mano y ya sabemos su precio. Cinco Evitas1 evitan dramas, nos canta por las dudas. Le paso los tres restantes. Los agarra con cierto recelo, los arruga, los guarda en algún bolsillo.
—Qué quieren —nos dice—. No tengo alternativa.
Le explicás que no nos importa, que deje a un lado sus principios. Pero el conductor insiste, acaso para darnos lata, como es común en su profesión. Como te escucha el español, te habla más a vos que a mí, te habla de lo mal que está este país, que no es el suyo, que es el nuestro, pero él no tiene por qué saberlo. En nuestro código, te digo que es venezolano. Vos me decís que su acento es más bien de Colombia. Entre tanto extranjero, nuestro checo se hace notar. Vuelve a pedir su cigarrillo. En todos los idiomas nos lo pide.
El remisero, ya amigado en un mundo sin reglas ni prohibiciones, ahora hasta se solidariza. De la guantera, saca algunos fasos y se prende uno. Nos ofrece a nosotros también. Al checo, los ojitos le brillan. Porque te encanta tener el control, ahora le negás la cabeza y en su idioma le decís que se aguante. Por ansioso, que se aguante. El checo se frustra, tira una puteada pintoresca. El chofer insiste con el convite, que está todo bien, nos dice. Ante nuestra declinación, nos repite que deberíamos, si todo está mal, como estas calles, como esos asesinos de los diarios, como la radio de su móvil. Pura estática, nos anuncia con un dedo golpeando en el dial. Su amigo parece un espía ruso, nos larga. ¿Será que no me lo puede arreglar?
El checo no entiende nada, pero intuye que hablan de él y se envalentona. Se torna insistente en su pedido: solo le importa otro Rodeo. Dale uno o no salimos más, te digo. Como te gusta tenerme en tus manos, me das el gusto. Asentís, te bajás el cierre de la campera y de tu escote sacás el paquete. Desde el retrovisor, el remisero mira cómo agarrás la cabeza del checo, cómo le ponés el cigarrillo en la boca, cómo le encendés el pucho. Los ojitos se le dan vuelta. Parece excitarse. Como si tuviera alguna chance de evitarlo.
¡Qué mirás, pelotudo!, le tirás en ese tono que lo pone todo es su lugar. El tipo pega un salto, se pone como tomate, se concentra en el parabrisas. Yo te sonrío. Vos me devolvés el impacto. Y te ponés violenta con los demás. Justo como más me gusta. ¡Arrancá, pendejo cabrón!, le decís en histérico latino. En la desesperación de palancas y embragues el venezolano/colombiano pregunta para dónde. Vos no le das tregua.
¡Arrancá de una vez!
Y ahí recién nos movemos, Avenida Costanera al oeste. Justo antes de que el frente del Hotel Turismo se empiece a llenar de patrulleros.
El camino al aeropuerto –al Piragine Niveyro– es lánguido e interminable. Para evitar las calabazas del checo, lo llevamos fumando. Cuando va con sus Rodeos, el tipo es un manso animal. Pero no sabe manejar el humo. Tose y tose con lágrimas y espasmos de cuerpo. Pareciera que se va a romper. Que se va a ir en esa humareda escupida o tragada hasta la náusea. Que no vomite, que no es mío el taxi y después me descuentan, dice el venezolano. O el de Colombia. Vos seguí, le decís. No hay problema. Te miro y eso me tranquiliza. No hay problema, te repito con la esperanza en cuello. El chofer se nos une. Es como ese bicho, Alf, apunta. No hay problema, Willys, completa el checo en un castellano gutural. Y como en el programa mismo, nos unimos en sonidos de risa grabada.
Estamos cerca, dice el remisero, cuando llegamos al Águila. Apunta a la ruta 12, saca el brazo y dobla como detective. Se encarrila en la cinta oscura y descuidada. Entre saltos y desequilibrios, silba en un tono como de tango entrecortado. Silban balas canta el checo en español. Pero el aburrimiento nos ha quitado las ganas de reír. Qué laburo de mierda, me decís. Ni buena música hay. Pura estática, dice el de Venezuela o el de Colombia. Qué laburo de mierda, me repito. Tan secreto que ni siquiera te puedo nombrar. Apenas si te admiro en silencio. El auto –ahora veo que es un Clío– clava los frenos y el vértigo me hace olvidarlo todo. El conductor me lo recuerda: El Pirayini, nos anuncia. Y nos larga: son cinco Evitas. Evitas que evitan problemas, pienso. Pero vos ya pagaste, esta vez. Otra vez. Eso es lo que amo de vos: tu capacidad para estar siempre un paso adelante del montón.
Ingresamos al hall del aeropuerto con discreción, hablando alto y de la mala temperatura. Siempre flanqueando al checo, lo arrastramos hasta la zona de mayor congestión. Para evadir sospechas o preguntas molestas, desde la fila previa ya fingimos otro forzado idioma, alguno muy complejo, casi inventado, y pasamos papeles y papeles por las ventanillas de atención. El ardid, el pasaporte y todo lo demás funcionan como si fuera legal. Las pibas, los pibes de hoy ni se esfuerzan por detectar fraudulencias. Para qué. Si todos son laburos de mierda. Un encargado nos pregunta si hay algún equipaje, algún paquete. Solo él, le decís en tu forzado español. Solo el señor.
Enseguida, estamos los tres en la zona de embarque. Antes de abordar el avión y esfumarse, acaso para siempre, el checo pide más Rodeos y su pistola. Ya no tenemos, le decís en su idioma, ninguna de esas cosas. Pero llévate esto como premio. Y le das un beso tan largo que termina por molestarme. Quizás por ese celo poco profesional, apenas sí lo despido con una palmada en la espalda. Buen laburo, viejo, le digo sin emoción. El checo sonríe. Me pide un caramelo para llevar. Y te apunta a vos. Y yo pienso que, en este párrafo, ya te puedo nombrar. Siquiera al oído: este se avivó, Sarayah, te susurro en confidencia. Vos te reís, te reís mucho. Porque sabés que le gustás. Y porque sabés que tu poder de seducción me roe y me alcanza a mí también.
Serán las 17.17 cuando salimos. Nos recibe una tarde satisfecha, y me parece que aún es muy temprano como para despedirse. Quiero quedarme con vos, Sarayah. Podría invitarte una picada y una cerveza, me digo. Pero vos preferís el néctar y la ambrosía: me lo revelaste en algún mensaje divino. Y ahora que te veo contra el sol que se muere lento, sé que quisiera llevarte a casa, ponerte en un altar y quedarme con vos para siempre. Suena mi celular, el que es seguro, el que no existe para nadie que no sea mi círculo más apretado. Mi hermana, desde alguna clínica privada, me habla hecha entusiasmo y deleite.
—Tu cuñadito no zafa.
— ¿Segura, Connie?
—Ya se va. Se va, el hijo de puta.
—Esa boca, Conn.
—No importa, bro. Acá o allá, se pudre el perro.
Fin de la llamada.
Papá sigue en la fábrica del Paso. No se va a enterar sino con las noticias de la mañana. Ni mamá ni Grisel sabrán tampoco que hoy he vengado el honor de la nieta, de la hija, de mi hermana adolescente. Ni ellas ni él desconfiarán siquiera de que fui yo el cerebro. Sarayah, la logística. Y el checo, un simple brazo ejecutor, el dedo ajeno en el gatillo propio. Al igual que Sarayah, al igual que yo, el checo fue tan solo uno y mil recursos. Como todos, como nadie. Suicidio, dirá la policía. Se mató el juez Cordero, dirán los diarios, dirán la radio y la TV. Los viejos de la Corte también se pegan corchazos, apuntarán los vecinos. Así es la vida, dice el mundo. Y continúa a pesar de todo, de todos.
Así son las cosas: lo nuestro es tan secreto que, así como el checo nunca existió, nosotros tampoco. Somos sombras que al final de su trabajo disfrutan un instante de luz. Más aún esta vez, que era una luz propia, un asunto familiar. Aunque lo pague la corporación. El trabajo le convenía a todos, a todas. Entonces me doy cuenta de que, aunque sea un laburo de mierda, la compañía a veces me logra justificar. Luego, me siento bien. Como cada vez que distingo tu resplandor, te miro y me enamoro sin remedio. Me pregunto si cuando nos apaguemos del todo, vos te vas a quedar compartiendo mi oscuridad. Quisiera preguntarte esas cosas. A veces, quisiera.
—Somos buenos —te digo.
—Somos los mejores —me contestás—. Pero no lo podemos publicar.
Qué laburo de mierda, pienso.
Ya en el callejón, esperando por el auto de la corporación, se levanta un remolino de papeles. Me digo que es el viento de la Justicia instantánea, la que se mueve sin burocracia, con solo un correcto intermediario. Quizás porque me ves pensando, quizás porque pensás en manos propias, enlazás las mías entre las tuyas. Qué mal estamos, me decís en uno de tus tantos códigos. La mano de obra extranjera nos está superando. Me sorprende que me digas eso. Y entiendo el juego. Es más barata y más eficaz, te digo intentando emular tu acento árabe. Sí, ese checo es muy eficaz, asentís. Y muy macuco, agregás buscándome los celos.
Pero yo finjo superioridad.
—Pero vos, Sarayah —te pregunto—, ¿de dónde sos, en verdad? ¿De Grecia?
Sonreís sin contestarme. Me mirás con esas pupilas claras esmeralda.
—Nunca me quedó claro —digo como para mí.
¿De dónde seremos?, ¿dónde más podríamos ser?, te ponés a canturrerar en el idioma universal de la excitación. Te apoyás en mi pecho. Me bajás la bragueta. Me buscás por dentro. Y así, barridas las fronteras y los credos, nos convertís en una fiesta cosmopolita, en una Torre de Babel, en el último día en Zion. Entonces, a mí me gusta tu idioma, Sarayah. Sea cual sea. Sin prometerme nada, sabés cómo mejorar este laburo de mierda.
Notas
1 Un "Evita" hace referencia al billete de 100 pesos argentinos en el cual aparece Evita Perón, importante figura argentina del siglo XX.