Mi nombre es Vito, sobrepasé las siete décadas. Nací en cuna dorada y fui un hombre de suerte. En la vida es necesario un poco de suerte y ser agradecido. Sobreviví a tres derrames y un infarto, me han disparado y acuchillado, caí de un caballo desbocado y mi sangre esta azucarada. Tengo fortaleza para superar adversidades. ¡En la vida todo es actitud!

Quise a mi padre más que a mi madre, él me dio el cariño necesario, mientras ella fue una madre desamorada. Fui el primogénito de tres hermanos, cuando mis padres se divorcian contaba con doce años y decidí el rol a jugar, es decir, el de hermano mayor. Era aún muy niño cuando escuché a mis padres recriminarse en líos maritales, mientras las palabras subían de tono, yo me volvía invisible, ocultándome en el armario. Entendí que era un matrimonio roto y solo esperé el desenlace. Cuando llegó el momento, decidí ir a vivir con mi padre a Miraflores.

Mi padre fue un hacendado que exportaba algodón hacia Inglaterra, pero lo perdió todo cuando un militar resentido se rodeó de comunistas y confiscó las tierras para arruinar a numerosos terratenientes. Esta mala decisión destruyó el agro, y el país perdió su productividad, pero al regalar once millones de hectáreas al campesinado, se convirtió en un héroe para los beneficiados. Mi padre perdió lo que tanto esfuerzo tomó construir, y de ahí todo fue cuesta abajo, primero la tierra y luego la mujer de la que seguía enamorado. No me atreví a preguntar la razón de la ruptura, creí que cuando estuviera listo él me lo diría. Y así fue, me confesó una infidelidad de su parte y una venganza que no pudo perdonar.

La reforma agraria venía con mala leche. Recuerdo cuando llegó a la hacienda gente del Sinamos, una asociación comunista que buscaba sabotear bajo el esquema de la ayuda social. Era un día festivo, se habían sacrificado un par de toretes y varias ovejas para celebrar el aniversario de la hacienda. Como ya era costumbre, mi madre no participó. A la hora de servir el festín muchos de los campesinos prefirieron utilizar una lampa agrícola para recibir la comida con la intención de que incremente su porción. Esto fue utilizado por gente de Sinamos para tomar fotos y denigrar a mi padre, acusándolo de humillar a la gente. Pocos meses después, lo perdió todo y tuvo que utilizar a la policía para retirar sus pertenencias.

Mis hermanos vivían con mi madre en San Isidro. Beni era tres años menor que yo, flojo como ninguno. El abuelo había sido enviado a España como agregado militar. El puesto asignado fue una maniobra política, ya que él buscaba lanzar un partido político. Fue una burda manera de deshacerse de él. Mi abuela se negó a viajar, estaba enferma y sufría de epilepsia, permaneció en Perú con todas las comodidades. El abuelo se buscó una compañera para matar la soledad.

Mi padre y yo nunca bajamos la cabeza y nos hicimos fuertes cuando venció la depresión. Me emocionó verlo redoblar el entusiasmo, dejó de sentir lastima por él y se dio cuenta de que aún era joven, que podía empezar otra vez y que el dinero se puede hacer de nuevo. Fue así como la mente, un poderoso aliado o un íntimo enemigo, empezó a colaborar. Para sobrevivir los avatares de la economía, mi padre aún contaba con un as bajo la manga. Tenía entre sus activos un camión con problemas mecánicos solucionables. Yo conocía ese camión, recuerdo cuando subí a la tolva a repartir juguetes a una fila de niños, y escoger los mejores, privilegio de ser hijo del dueño de la hacienda.

Volviendo a Miraflores, mi madre nunca envió nada. Siempre soñé que enviaría al chofer con cajas de leche y otros productos que ella sabía eran mis predilectos. Nunca me humillé ni pedí su ayuda. Pronto saldríamos adelante con el camión. Una vez dejó el taller, mi padre empezó a contactar amistades que podían ayudar. Tras buscar mi padre pudo ubicar al negro Juancho, un chofer de su entera confianza. Juancho escogió a uno de sus hermanos como ayudante. Pronto estarían reunidos el fin de semana tomando desayuno y planeando algunas directrices. El primer viaje decidió acompañarlos, luego los dejó actuar.

El negocio iba tan bien que luego de seis meses mi padre decidió comprar otro camión. Se avecinan buenos tiempos, me dijo, y fue a entregar un adelanto para separar otro camión. A los pocos días le salió un contrato para sacar carga de una mina, un trabajo estable de varias semanas. Como era una pista de cascajo, quiso ir en el primer viaje para determinar si iba a gastar mucha llanta, y calcular la rentabilidad.

Mi padre viajaba de pasajero, andaba de buen humor escuchando boleros cuando se presentó la desgracia. Toma una vida hallar la felicidad y en pocos segundos se puede arruinar. En una curva cerrada cerca de Chilca, a sesenta kilómetros al sur de Lima, un camión que venía a excesiva velocidad tuvo un problema mecánico, había estado perdiendo líquido de freno y perdió el control. Fue un choque frontal tremendo, ambos camiones sufrieron el brutal impacto. Gritos de dolor se escuchaban sin determinar de cual vehículo surgían. Fierros retorcidos, llantas humeantes, sangre y huesos rotos por doquier.

Como se trataba del principal acceso a Lima, la ayuda llegó muy rápido. Juancho se había incrustado el timón en el estómago, pero aún estaba consciente; su hermano respiraba, pero con un sangrado interno y urgía atención médica; mi padre estaba agonizando con la cabeza destapada, sesos al aire y huesos de piernas y brazos de un solo lado se encontraban fracturados. Lo sacaron del camión y lo dejaron tirado en la pista cubierto de periódicos de ayer. Los tripulantes del otro camión murieron instantáneamente.

Llegó un patrullero para llevarse a Juancho y hermano al hospital 2 de mayo, un antiguo hospital que empezó funciones durante la guerra con Chile y el resto fue cubierto con periódicos a la espera del fiscal. Fue entonces cuando se presentó un ángel guardián. Un amigo de Juancho que pasaba minutos después reconoció el camión y bajo a investigar. Se persignó al ver el cuerpo cubierto y levantó los periódicos pensando ver a Juancho, y descubrió a mi padre, alguien a quien conocía. Se dio cuenta de que respiraba y decidió llevarlo al hospital.

Lo levantó en la camioneta y lo trasladó al hospital informando lo ocurrido. Estaba desahuciado, nadie daba un duro por él. Muchas dudas y pesimismo, pero lo cierto es que sobrevivió contra todo pronóstico, demostrando una fortaleza fuera de este mundo. Fue entonces cuando llegué a su lado y permanecí una semana cogido de su mano hasta que finalmente despertó y abrió los ojos. Más adelante él describe pasajes donde había una luz cegadora que parecía venir por él y una mano lo sujetaba con fuerza.

Le tomó dos años recuperarse, tuvo altibajos, episodios amnésicos y breves pasajes de agresividad. El neurocirujano diagnosticó que nunca más sería el mismo. Felizmente, se equivocó. Fueron momentos difíciles, aunque disfruté su compañía a los 16 años. Nunca perdí la fe, ayudé a mi padre en su renacimiento. A pesar de que siempre fuimos amigos, esto selló un vínculo entre nosotros.

Tuve que entrar a trabajar para sufragar los gastos y lo hice en una antigua franquicia estadounidense: Tiendas Todo. Comencé de barrendero y al poco tiempo era el jefe de almacén. Fue cuando me vi forzado a denunciar al delincuente que cubría ese puesto, alguien que robaba con desparpajo, sin que fuera mi intención arrebatarle el puesto. Como necesitamos el dinero, acepté el ascenso, aclarando que no soy ni seré un soplón. Trabajé durante un año y luego renuncié. Fue para iniciar una granja de pollos en Cieneguilla. Ahí construí los galpones, sucedió cuando aún se podía cortar árboles de los bosques.

Mi padre vivió muchos años más, estuvo en mi casamiento y conoció a sus nietos. Pero era un fumador empedernido y un día le diagnosticaron cáncer al pulmón. Murió cogiendo la mano de mi hermano, pero la última palabra que pronunció fue Vito.