Atanacio y Micaela fueron dos jòvenes adolecentes originarios de un pequeño pueblo del Bajìo llamado San Antonio de la Uniòn, que se vieron arrastrados por las ráfagas de los tiempos revolucionarios. Nunca tuvieron conciencia clara de lo que sucedía, pero sí valor suficiente como para participar en la vorágine de acontecimientos que se sucedían a su alrededor, como esos remolinos que se levantan y se pierden entre el zacate, la yerba seca y el polvo.

Como era costumbre desde largos tiempos entre los campesinos de la regiòn, el cosentimiento de los padres para las uniones tempranas era más bien simbólico. Todos sabían que, una vez flechados, los novios debían “juyirse” para consumar el rito de la uniòn. Eso mismo hicieron, llegado el momento, Anastacio y Micalea. El tiempo que les tocó vivir fue agitado y violento. Vino el remolino y se los llevó. Fue asì como, con inocencia y alegría, de pronto se vieron inmersos en los agitados tiempos de la revoluciòn.

Eran las doce del día, la hora del almuerzo. Bajo la sombra rala del eucalipto, desde la gran piedra que le servía de asiento, al pie del árbol, Atanasio sentía la mirada fija de su mujer mientras comía, pero él, como ausente, por encima de los huizaches y la tierra caliza, había puesto los ojos en el lejano perfil de la sierra: la Sierra de Comanja.

Quedaban en el plato algunos frijoles negros, restos de epazote y cebolla y dos chiles verdes. Atanasio partió por la mitad la tortilla restante y, con ella, relamiéndose y masticando estentóreamente los últimos bocados, terminó de limpiar el plato.

La mujer que lo había seguido por varios meses, una de las que luego serían conocidas como las “Adelitas” o las “Soldaderas”, era esmirriada, morena, de piel un tanto cobriza, con el pelo oscuro empolvado y partido en dos para rematar en una trenza típica de las campesinas del “bajo pueblo”. Ella comía después que él, lo que aùn quedaba, y recogía luego los mínimos enseres que en medio de los avatares inciertos y caóticos de la época habían podido conservar. Habría sido difícil determinar si Micaela estaba más enamorada de Atanasio o Atanasio de Micaela. Fuerte, muy fuerte era el nudo de la primera pasión que los ataba. Adolecentes locos, rurales, revolucionarios.

Absorto en la contemplación de escenas imaginarias, pedazos de recuerdos y anticipaciones, como flotando en el relente luminoso del mediodía, delante de los verdes iris de Atanasio, una tras otra transcurrían las imágenes vívidas de su primer combate en los llanos de la “Pitaya”, el día anterior. ¿O eran tal vez las de la batalla que estaba por comenzar, en torno a las “Mesitas” de Lagos de Moreno? Con claridad meridiana resonaban en sus orejas duras, potentes frases, algunas comprensibles y otras extrañas:

— Pa’ andar en éstas, m’hijo, se necesitan güevos, muchos güevos.
— Poco que ganar y casi nada que perder; nomás la vida.
— ¿Tengo también yo que dejar la vida en estos campos, por donde ruedan ya sin ojos los testigos que duermen?

Así de simples, como en las películas de cine mudo que él no conoció y en las que sería uno de tantos actores anónimos, aparecían y desaparecían pensamientos, palabras, imágenes que no entendía del todo y menos aún alcanzaba a descifrar.

Con diecisiete años apenas cumplidos, hijo del mayordomo de Corralejo, una vieja hacienda cuya fama se extendía por toda la región junto con múltiples leyendas, entre ellas la de que allí había nacido el “Padre de la Patria”, a Atanasio no lo enrolaron en la leva; fue él el que quiso unirse a ella. Sabía de corrido la historia del “Pípila”. Cómo, durante la guerra de Independencia, en el asalto de los primeros insurgentes comandados por Hidalgo a la Alhóndiga de Granaditas, un joven desconocido, sin pensarlo mucho, se echó sobre la espalda una pesada laja, sobre la cual rebotaban los disparos de los realistas, para llegar hasta la puerta de la fortaleza y prenderle fuego.

Todos tenían el recuerdo de esa acción heroica, aprendida en los primeros y únicos años de escuela, pero nadie recordaba quién la realizó. No quedaba rastro del nombre, de la figura ni del destino final del “Pípila”. Nadie sabía si pereció en el arriesgado intento o fue un sobreviviente más de aquellos legendarios episodios. Nadie podría decirlo, nada nadie sabía. Así, tan abruptamente como empezó, terminaba esa leyenda de la Guerra de Independencia. Lo que Atanasio podía recordar de Hidalgo era sólo una imagen de santo patrono del viejo cura colgada en el cuarto de su padre que, como él, había nacido en la misma ruinosa y vetusta hacienda de Corralejo, cercana a Dolores, en el estado de Guanajuato. Ah, pero del “Pípila” conservaba una imagen tan clara que lo veía flotando como si fuera su propio retrato encarnado en un ángel alado y refulgente ascendiendo a los cielos.

Una voz poderosa, cristalina y metálica, lo sacó de sus cavilaciones:

— ¡Vámonos mis muchachitos! Después de tumbar “pelones” en Lagos de Moreno, nos vamos a Celaya. Allí sí nos espera la grande, la batalla grande donde la vamos a cobrar a Obregón todas las que nos debe, ¡el Cabrón!
— ¡Ámonos mis muchachitos, la Patria nos llama y nos espera la Revolución!

¿Quién podía imaginar en ese momento que Atanasio, convertido en un joven artillero, sería el que disparara, para vengar anticipadamente la derrota de Villa, la bala que cercenó el brazo de Obregón? Un brazo que, según cuenta otra leyenda, para ser recuperado debió saltar sobre una charola con cincuenta mil pesos que con esa intención paseó un Cabo por entre escombros, cadáveres y heridos, en el yermo de una de las más sangrientas batallas de la Revolución.

No son pocas las narraciones y recuentos de aquella etapa revolucionaria, de la cual existen testimonios de la mayor factura literaria, como los de Martìn Luis Guzmàn y Josè Vasconcelos, por citar sòlo algunos. Hay quienes calculan que fueron, al menos, un millón las vidas sacrificadas durante la etapa armada de la Revoluciòn Mexicana. Cómo saber si entre ellas habrìa que contar las de Atanacio y Micaela. La respuesta a la pregunta no hay que buscarla en los archivos de historia, sino en las leyendas de la imaginaciòn popular, como las hermosamente llamadas flores “Siemprevivas”.