Dedicado in memoriam a José Sanguesa, amigo querido y persona de gran corazón.
Y a Kattia, admirable patrona de un restaurante peruano.

Miriam y Fede sostenían un mano a mano cariñoso. Miriam aspiraba a ser amable y llevarse bien con las personas cercanas: hermanas, sobrinas, amistades queridas, algunos vecinos… pero no veía necesario mantener ese comportamiento con los demás. Entiéndase bien, no es que a Miriam le diera igual el infortunio humano; por supuesto que prefería que todo el mundo fuera feliz y no hubiera sufrimiento. Y defendía que no había que hacer daño a nadie. Pero martillaba en la idea de que cada uno de nosotros poco o nada puede hacer por la alegría de los demás. Por los allegados, sí; siempre se puede llamar o visitar a un amigo que pasa por un mal momento, o pagar los estudios de un sobrino escaso de medios. ¡Con eso cumplimos!

Fede, por el contrario, tenía el convencimiento de que todos los seres humanos están en conexión y que cualquier acto de cualquiera de nosotros tiene consecuencias sobre los demás; positiva o negativa, según la naturaleza del acto. Lo que uno hace, dice, o incluso lo que piensa, impacta en los demás, afirmaba. Y, no sólo eso, sino que nuestras acciones desencadenan otras que te vuelven al cabo del tiempo. Tan sólo con hacer algo que facilite la vida a alguien, el mundo se vuelve un poco mejor: para los demás y para uno mismo, porque todo viene y va.

No era la primera vez que conversaban sobre la interdependencia, sobre las relaciones existentes entre las personas y sus consecuencias, pero en esa ocasión, tenían tiempo de sobra y se encontraban relajados. ¿Por qué no aprovechar para clarificar sus puntos de vista sobre algunos de los temas en los que más les costaba ponerse de acuerdo?

Pasaban el fin de semana en A Coruña. Habían probado suerte en un restaurante de la plaza de María Pita y el menú, tortilla de patatas y pulpo a feira, acompañado con aquellas hogazas únicas de pan gallego, les había parecido exquisito. Fede, reticente a comer pulpo, “esos animales tan inteligentes”, se dejó persuadir por Miriam: Estamos en Galicia y un día es un día. No podemos hacer un feo a la cocina gallega. Además, ¿acaso el pulpo no es uno de los alimentos preferidos de los delfines, esos seres que tanto admiras?

Fede sonrió y pensó que él no era un delfín y que los delfines no tenían a su alcance alternativas como el caldo gallego, pero se contuvo. No iba a arruinar aquellas minivacaciones por llevar la razón. Pinchó una rodaja del cefalópodo con un palillo, la rebañó en aceite y pimentón y la masticó con deleite. Le supo a gloria. Un día es un día, y brindaron con un Albariño. El camarero se acercó a preguntarles por el postre.

Fede, como era habitual, entabló conversación enseguida: que si eran zamoranos, que si estaban pasando el fin de semana allí, que cuál era su recomendación… Cuando se despidieron sabían que el camarero se llamaba Mario, que era peruano, que el mejor postre era la “muerte por chocolate”, que Mario llevaba ya quince años en Galicia y que no conocía el Machu Pichu, aunque sí había estado en Iquitos. Fede, como también era su costumbre, dejó una buena propina.

Cuando Mario llegó a su casa, se sentía contento. No todos los clientes se enrollaban como aquella pareja. Muchos ni lo miraban, aunque le dieran educadamente las gracias mientras les servía. Mario achacaba la ausencia de calidez de los clientes a su acento latino y a su piel cobriza, aunque algo tenía que ver aquel trabajo tan escasamente valorado. Aun así, reconocía que la ciudad gallega estaba lejos de la deshumanización de las macro urbes en las que había trabajado. “Si fueras futbolista, o cantante de moda, todos se morirían por tirarse fotos contigo sin que les importara tu nacionalidad o tu color tostado”, remachaba Julia, su compañera de vida.

—¿Sabes? Aquel hombre, Fede, acabó invitándome a visitar Zamora y a almorzar en su casa –contaba a su pareja mientras sonreía-. Me dejó su teléfono, ¡qué tipo encantador!

Se echaron un rato. Mario, después de currar desde temprano en el restaurante, se encontraba derrengado. Julia disponía todavía de una hora antes de su turno. En teoría libraba los sábados, pero ante la afluencia de público, el jefe siempre le pedía que reforzase la taquilla a media tarde. Le pagaba bien las horas extras y el alquiler de aquel pequeño apartamento por el barrio del Orzan era todo menos barato. Y menos aún podía dejar de enviar algún dinero a la familia cada mes.

Mario, amodorrado, cerró los ojos, pero una traviesa mano acarició su entrepierna. Mandó a paseo sus planes de descanso, gozó al ver a su peruana encaramándose sobre él con movimientos voluptuosos y se relamió cuando los oscuros pezones asomaron por el sujetador y se acercaron a sus labios. Enseguida se escucharon suspiros, después gemidos y más tarde exclamaciones de júbilo que inundaron el vecindario para envidia de sus moradores. Al rato, ella se incorporó en silencio y salió de puntillas del cuarto mientras a sus espaldas sonaban ronquidos satisfechos.

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La taquillera se dispuso a despachar las entradas a aquella pareja. Unos instantes antes pensaba que había llegado la hora de traer a su hija, fruto de una relación anterior, quien permanecía al cuidado de su abuela en Lima. Y deseaba tener otra. O un hijo. Un españolito, sonrió. Su pareja había cumplido los treinta y cinco y lo deseaba. Se sentían bien juntos, eso, ni dudarlo. Si el amor era tratar de hacer feliz al otro, se amaban. Y atrás habían quedado los difíciles tiempos que habían enfrentado al llegar a España. Pensó en la de veces que estuvieron tentados de regresar a su país. Si no fuera por ella, la más animosa, a saber cuánto habrían aguantado.

Recordó las ocasiones en que él había llegado enfurecido ante el irrespeto de algún cliente, y exasperado ante el hecho de haber tenido que morderse la lengua. “El cliente siempre tiene razón”, le insistía el patrón. Ella le enseñó a no enfadarse. Es algo que sólo te perjudica a ti, mientras que el maleducado ni se entera de que te ha amargado la fiesta. Y, al contrario, cuando la amabilidad de algún cliente, la verdadera, no la impostada, se hacía patente, su compañero sentimental olvidaba enseguida los agravios y la dureza de su trabajo y era el primero en no querer marcharse. Y otra cosa: al fin contaban ambos con empleos estables. El salario, el mínimo interprofesional, sí, pero entre las propinas y las horas extra… lo de los hijos era ahora o nunca. Y después estaba su sueño secreto: inaugurar un restaurante peruano en aquella ciudad que no contaba con más de media docena. Se veía ofreciendo en su menú ceviche, ají de gallina, Pachamanca y Causa Limeña, y se visualizaba explicando a su clientela el origen de ese extraño nombre.

La pareja le pidió consejo y lo dio. “No mires hacia arriba” era una gran película, una de las mejores del año. Después aconsejó los asientos. Las zonas centrales ya se habían completado pero la cuarta fila, al estar la pantalla alejada del patio de butacas, gozaba de una excelente visión.

—La chica, además de muy amable, acertó de lleno con la película -comentó él mientras se alejaban del cine-. Una metáfora perfecta del mundo que hemos construido.

—Si, y también lo hizo con las butacas que nos recomendó. La verdad, un gusto de persona. Envidié su belleza y su sonrisa radiante. ¿De qué país provendrá?

Caminaron un rato en silencio, enfrascados en sus pensamientos, hasta que Miriam exclamó convencida:

—¡Y ves, Fede, esa mujer nos ha tratado de lujo sin que nosotros hayamos hecho nada para merecerlo! Mi teoría queda demostrada: la vida fluye con independencia de lo que hagamos o dejemos de hacer por los demás.

—¡Quién sabe! – murmuró Fede pensativo.