Poco después de levantarse, con los párpados aún pesados por el sueño, Gregorio buscó con la mano por debajo de la almohada. Como dormía con dos volvió a buscar en medio de ellas, a los costados, alrededor. Nada. No había señales del dinero; sin embargo, sí encontró la ofrenda que había dejado para el intercambio ritual.

Mientras tanto, Miguel, ese día muy acicalado, había salido de su hogar para el trabajo. Sentía un apuro inusual. Más inusual que el usual. Siempre alerta con su entorno subió en paso nivel y la humedad comenzó a recalar en su cuerpo.

La mañana llegaba con esos apuros. Salía a toda marcha ni bien levantado para llegar a su lugar de trabajo, que cambiaba con regularidad, pues la prestación de sus servicios incluía el transporte de la valiosa mercancía a su hogar y la entrega del “paquete”, que no porque no pesara no era de cuidado.

El día, con un sol tímido, fue seguido de una lluvia que repentinamente entristeció a Miguel. Pero este, acostumbrado como estaba al trajín de la mañana, continuó a toda carrera calle arriba desde el centro de la ciudad, para buscar su primer cliente del día.

El día anterior había tenido numerosos inconvenientes y estaba más que seguro que el primer cliente del día lo había estado esperando un par de días atrás. Bueno, y pensar que el cliente que lo esperaba no tendría más de seis años. No lo conocía, pues en su oficio la información era confidencial y no era permitido conocer al cliente con anterioridad.

De su primer cliente del día tenía la siguiente información: ubicación, dirección, edad aproximada y producto a llevar y recoger.

Por su parte, Gregorio se había levantado directamente al baño, había hecho pipi y se había metido a la ducha. Era conveniente estar listo para la escuela, entrar antes de la hora indicada, a pesar de que en términos generales no llegaba nunca tarde, tampoco estaba muy sobrado de tiempo como para no apurar el paso.

Zapatos negros, camisa blanca abotonada hasta el cuello, unos relucientes ojos claros y un cabello que de oscuro parecía carbón. Gregorio era ordenado, dedicado, fresco, jodedor, irreverente e incorregible.

Sabía que ese día debía llevar los deberes, pero no se acordaba dónde los había guardado. La noche anterior dedicadamente había alistado todo con sus padres, pero ahora no sabía ni dónde tenía la cabeza, rasgo que heredó de su madre que llena de ternura lo perseguía por toda la casa recogiendo cuanta cosa dejaba atrás.

Al paso, Miguel recorría andenes y se mojaba con los charcos dejados por la lluvia. Acostumbrado como estaba, no sentía gusto ni repudio por mojarse. Las personas alrededor no notaban su presencia ni su pelo alborotado.

Dando vuelta en la esquina de la 154A vio a lo lejos un conjunto de edificios que identificó como su lugar de destino. Apurado como para variar esquivó un par de carros y entró por la puerta enrejada que encontró abierta a la altura de los parqueaderos. Al fondo encontró la entrada del edificio y justo en el tercer piso se deslizó por la puerta.

Al regresar a casa Gregorio almorzó y su mamá le ayudó a ponerse ropa cómoda. Luego comenzó poco a poco a sacar los libros que tenía que consultar y entonces su padre comenzó la inquisición sobre lo que había hecho en la mañana.

Luego de hechos los deberes Gregorio fue a la cama y verificó sin más preámbulos la transacción pendiente.

La cosa había pasado así:

Una vez Miguel entró al departamento, encontró el diente de Gregorio justo en la mitad de las dos almohadas. Al instante, sacó de su maletín de ratón el dinero de la transacción y guardó meticulosamente el diente en el mismo bolso.

Salió de entre las almohadas, saltó de la cama, se coló por la puerta y se deslizó por las escaleras rumbo a visitar a su segunda clienta del día, María Clemencia en la calle 205.

Fue así como Gregorio encontró el fruto de su transacción antes de dormir y agradeció al ratón Pérez por la exitosa transacción.