Este bocado por tu mamita, este por tu papito, este por mí… La octogenaria abre la boca, aunque ha repetido y vuelto a repetir que no quiere comer. Teme que, de no hacerlo, la cuchara haga de avioncito y su boca de hangar. ¿Por qué me trata como si yo fuera una niña?, se pregunta y se ve a sí misma dando de comer a sus hijos y nietos, ¡fuuum, viene volando el avioncito!, dijo ella en algunos de los momentos más preciosos de su vida. Uno de los protagonistas de sus recuerdos está de pie frente a la cama del cuatro siete cinco, mirándola desde una superioridad recién estrenada, pórtate bien y obedece, se despide prometiendo venir a verla cuando tenga tiempo. Que me porte bien y obedezca, repite mentalmente la señora, perpleja.

Hace como setenta años que nadie le ha dicho que se porte bien y obedezca. Hasta hace unos días, los extraños la llamaban señora y le hablaban de usted, le cedían el asiento en el autobús que ella insistía en seguir tomando pese a las protestas de su prole, y hasta se ofrecían a ayudarla con las bolsas cuando eran muchas. Lo único distinto entre entonces y ahora, es que una noche la señora se sintió tan mal que llamó a un taxi y pidió que la llevara a la emergencia de un hospital. No sales, el primer tuteo vino de un mocoso que parecía estar jugando a ser médico con una bata ajena. Dame el teléfono de tus hijos, reclamó el segundo tuteo antes de que la mudaran de una camilla a la cama del cuatro siete cinco y la enchufaran a varios aparatos. ¿Para qué preocuparlos a esta hora?, protestó, la enfermera insistió como si hablara con una adolescente cretina, pero la señora todavía no perdía majestad y no dio ningún teléfono porque no le dio la gana.

Avisó a su familia al día siguiente. Llegaron en tropel y el cuatro siete cinco se llenó de besos, abrazos y ojos llorosos. También de reclamos y acusaciones, ¡te lo dije, abuela, no te cuidas lo suficiente! ¡te alimentas muy mal, mamá! ¡te acuestas demasiado tarde! ¡ya no estás en edad de hacer lo que te dé la gana! La señora conoce bien a los suyos, sabe que son un poco bestias a la hora de reaccionar, han de ser los genes de su vía paterna, se dice y sonríe muerta de pena por el susto que les ha dado. Pero, ¿por qué están tan asustados?, rumia por la noche la paciente del cuatro siete cinco.

La señora cumple tres semanas en el hospital, no sabe su diagnóstico y aunque ya no tiene dolor, no se siente bien. Los médicos responden sus preguntas con evasivas, cuando responden. Cada día le hacen una prueba nueva sin explicación, curiosa eres, ¿no?, se ríen las enfermeras sin gracia. El tiempo es muy lento en la habitación de un hospital y cuando uno no sabe lo que pasa, es más lento. No mamá, todavía no sabemos lo que tienes, mienten varios pares de ojos rojos, ¡deja de insistir por favor, todos los días preguntas lo mismo! Pobre de ti que le digas ¡Tiene derecho a saber!, ¡Shhh, pobre de ti he dicho! ¡Es su derecho, es su vida!, percibe los codazos y el intercambio de susurros furiosos, la paciente del cuatro siete cinco, y recuerda a su mejor amiga.

Cuando los viejos enfermamos dejamos de ser adultos para ser adolescentes “engreídos”, luego niños, infantes y, por último, imbéciles. Así nos tratan, querida, es como caer de golpe y porrazo del escalafón, le dijo su mejor amiga días antes de morir en aquel mismo hospital. La señora entiende entonces que su enfermedad es seria. Su perplejidad desaparece y el lugar que deja se llena de decepción. Ella no educó a los suyos para robarle verdades ni para temer a la muerte, o eso creía.

Mi vida, mi derecho a saber, exige al médico mandamás en cuanto lo ve. Metástasis, días o meses, imposible saberlo, saca en claro del titubeo de quien anduvo jugando al mudo y acaba de preguntarle, atónito, ¿de alta? De alta, sí, afirma quien no elegirá el cuándo, pero sí escogerá el dónde y procurará aligerar el cómo. De acuerdo, señora. Su prole no acepta la idea tan fácilmente. ¡Pero tú vives sola, mamá!, ¿quién va a cuidarte, si ninguno de nosotros tiene tiempo? La señora no había pensado pedir que alguno de los suyos la atendiera, sabe bien cuánto pesa un enfermo sobre uno, y por ello ahorró lo suficiente para evitar a sus hijos ese dolor. Egoísta, escucha del más asustado de sus hijos, eres egoísta porque nos forzarás a verte morir. Un poco bestias, vuelve a comprobar la octogenaria y duele, pero sigue hablando. Ya tomé la decisión, tengo edad para hacer lo que me dé la gana. Ahora pórtense bien y obedezcan.

Su casa la recibe con un abrazo de bienvenida y cada una de sus cosas le cuenta historias de recuerdos bonitos y recuerdos feos, de momentos lindos y momentos duros. Los ratos en que tiene fuerza, cada vez más escasos, pone en orden sus asuntos y reparte sus cosas entre los suyos. No te vas a morir, mamá, reacciona irritado el más reacio, la muerte no es la enemiga, hijo, repite ella sin importarle cuántas veces, porque se recuerda a sí misma peleando y perdiendo la guerra contra la muerte de su propio padre. Yo estaba casi igual que mi hijo ahora, se dice, me envolví en una coraza creyendo que ganaría y no sólo perdí la guerra sino los últimos meses de la vida de mi padre, por culpa de esa coraza atroz. Los burros de su tribu van perdiendo la furia y poco a poco recuerdan que su madre es una señora, no una adolescente engreída, niña, infante ni imbécil. Que coma lo que quiera comer, que duerma a la hora que le dé la gana, asegúrate sólo de que no tenga dolor, instruyen a las enfermeras, han comenzado a aceptarlo.

¿Será verdad que hay algo más allá de la muerte?, se pregunta la señora muerta de curiosidad, aunque procura pensar en otra cosa para no morir antes de tiempo.

La señora, que no adolescente engreída, niña, infante ni imbécil, pasó poco después, como pasan las nubes. Murió en su cama, rodeada por los suyos y aunque la despedida fue triste, nadie estuvo allí a la fuerza.