Ya no habrá muerte ni llanto ni lamento ni dolor,
porque las primeras cosas han dejado de existir.

(Apocalipsis 21:3-4)

Contemplamos el poder de la oniria cuando nos iguala los tiempos. Y nos baraja y nos reparte en los múltiples espíritus que fuimos, que somos, que seremos alguna vez.

Anoche, en sueños, me interpeló la Muerte, me visitó en nombre de Torres, mi vecino del 2º 4º, quien en la vigilia hace bastante ya se ha mudado a otros distritos. Pero anoche yo soñé: he aquí lo que esa entelequia me enseñó.

Viajaba yo en un subte, camino a casa de alguna persona inconcreta. Supongo que iba al encuentro de algún familiar, pues lo hacía junto a una hermana y un tío que, en su juventud, supo ser codiciado galán. En el sueño, mi tío se configuraba como en sus mejores tiempos. Y se entregaba a una charla con dos mujeres vulgares y desconocidas, que intentaban seducirlo a todas costas. Mi tío –de nombre Rubén– hablaba y las mujeres lo escuchaban extasiadas, lo devoraban con ojos de celo, lo intentaban despojar de su camisa enredando sus dedos en los botones tenaces. O bien –perdido ya todo recato– tironeaban de él cual aves de rapiña.

En algún momento, mi tío Rubén se cansó y, seguido por mi hermana, optó por descender sin haber llegado a destino, si es que acaso ese fuese el de acompañarme a mí. «Nos vemos otro día, campeón», me dijo desde el andén de una estación sin nombre, y que yo presentí como Cazadores Correntinos. Las puertas del subte se cerraron y ya no lo escuché, como tampoco volví a verlo: nunca más. Devueltos al viaje, comprendí que las mujeres no deseaban sino a quien fuera capaz de atender sus urgencias, ya que al no haber otro hombre, otra mujer –porque de pronto no había nadie–, enfocaron su atención en mí. Y era mi cuerpo el que buscaban con deseo, con gula, sin comparecer ante mi opinión.

Y en el sueño esa mujer, porque de pronto era solo una, esa mujer me acorralaba contra los asientos últimos y se sentaba sobre mi pecho como se monta a un animal. Y algo en ese arrebato no estaba bien. Porque era ella una hembra madura y atractiva, pero no alcanzaba para elevar los goces de las carnes en contacto. Y en mi alma yo me compadecía de ese instante que no había buscado y que ahora me era dado a soportar. Y me era difícil estar ahí. Y se me antojaba el escapar. Pero la mujer era fuerte. Yo no podía manejarla, no tenía forma de detener el acoso de sus manos en mi entrepierna, de su vulva en mi pecho, de su lengua en mi boca. Tal era la procacidad de esa hembra, que me cargaba de llagas el cuerpo y de fuego la piel.

Pero yo hablé de un sueño, de la Muerte. Y era en este instante en que se me presentaba así de cruda y de inevitable, como Ella siempre lo es. Era en ese instante en que se nos aparecía Torres, mi vecino del 2º 4º, metido en el uniforme de un inspector de boletos. Presentándose de manera oficial, a continuación nos interpelaba con firme autoridad, nos decía que éramos una vergüenza y que la multa por ofender a la moral y los valores públicos era de $ 54 207. La mujer, ya apagada de toda excitación, ahora me miraba amedrentada. Era una hembra madura y atractiva, pero también de rasgos humildes. Es mucha plata, me decía. Y en el sueño sabía yo que ella tenía razón, que era aquella una cifra exorbitante. Naturalmente, no teníamos ese dinero. Luego, Torres ya sacaba lapicera y block de notas, y escribía como se escribe una multa. Y yo no sabía qué hacer.

—Disculpe, Torres. Es mi cumpleaños —me salió decirle a mi vecino picaboletos.

El tipo me miró, no sin alarma, no sin vacilación.

—Cuántos —me dijo.

Al instante, vislumbré la posibilidad de ablandarlo.

—18 —le reconocí—. Cumplo mis 18.

Y aunque 18 era una edad posible, en el sueño mismo sabía yo que mentía. Si es verdad que, en la vigilia, cuento más de 40. Pero acaso el sueño mismo me convencía de que yo era joven y cierto, al igual que mi tío Rubén, al igual que todas estas cosas que estoy contando. Como quien se hace eco de lo que otro piensa, Torres me dijo: «Pibe, eso está muy bien». Y también, que lo aproveche, que la vida no era otra cosa que un instante preciado, que no debía malgastarse. Eso me dijo como en místicas y, a continuación, se quedó mirando por las raudas ventanillas, que nada nos mostraban, y se silenció como un espectro enajenado por temblores inmanejables.

Y yo escuché su silencio. Y también lo vi temblar.

No sé si mi vecino supo el modo en que yo lo vi: justo como el muerto que era. Tal vez lo sospechó, porque llevado por la angustia, nos dio la espalda y –para disimular el espanto que transmitía– sacó un perro manso de entre los asientos anteriores. Nunca hubo perros en los subtes –en Corrientes, ni siquiera hubo subtes–, pero ahí estaba el bicho, agachando el hocico en entrega. Torres lo alzó en brazos y le habló en un tono simpático, que sin embargo sonaba a tragedia. El perro movió la cola y todo se puso peor. Mi vecino inspector no aguantó y, apuntando hacia nosotros, se tambaleó a la manera de quien camina y llora a la vez. Cuando estuvo delante, puso el perro en el suelo movedizo y enfrentó al vagón como quien ofrece una estampita, un recitado, una canción a cambio de monedas. De esas que no alcanzan ni para un mísero instante de compasión.

«Yo tengo 80», me dijo, dijo a todos los pasajeros. «Y ya no estoy más. Y al ver los avatares de este viaje, lo siento mucho, lo siento mucho a todos. Pues lo que ustedes hacen o dicen para mí es apenas una ilusión, una irrupción en sueños ajenos, donde la vida aún mueve al mundo. Este mundo que ya no me mueve con él».

Desde algún lugar, alguien en la multitud, porque de pronto éramos multitud, alguien amagó con aplaudir. No obstante, al segundo siguiente se sofocó, víctima de su propia torpeza. Nada había que ponderar en ese discurso, más que un silencio viciado de fúnebres rumores. También hubo toses y algún gemido. Una súbita angustia nos sobrevolaba a todos, a todas, y nos ponía a girar en mareos. Y yo acusé malestar. Quise bajarme. Pero ya no había paradas ni estaciones. Alzando el cuello, Torres me buscó entre las cabezas amuchadas. Me encontró. Me gritó:

— ¡Feliz cumpleaños, vecino! ¡Y perdón por interrumpir!

Entonces lo vi cerrarse en sí mismo. La mano apretada en puño contra la boca. La cabeza de costado hundiéndose contra un hombro, ese hombro que se sacudía en amargo sollozo y se abría a la profunda pena, justo como el pecho en gemidos. Y a continuación, en ese instante de oniria, me sacudió la negra desdicha: ver a ese hombre que ya no era, peleando contra su destino, contra sí mismo, me llevó al derrumbe de la humanidad. Quizás en la vigilia alguna lágrima se acomodó entre mis ojos cerrados. Y en el sueño yo escuchaba, como un fantasma condenado a testificar agonías a mansalva.

Pero en ese viaje bajo tierras, Torres volvía a alzar la voz, y como desde alturas decía cosas, muchas cosas, todas agobiantes y despiadadas. Y yo, y la mujer, y los 12 en el vagón –porque de pronto éramos 12, en ese viaje, el perro incluido–, todos nos hundimos en la más pura tristeza, aquella que una vez alcanzada ya no mortifica sino de un modo alto, trascendente, etéreo. Y en esa vidriosa comarca, donde la tristeza te vuelve sabio, entendí yo que quien hablaba era la Muerte misma: la Muerte quien, cansada de no sentir estímulo alguno, se había metido en mis sueños para –al menos un instante y por boca de otro– hacerse notar, escuchar. Ella algo tenía para decir. Y quería decirlo. A mi pesar.

Entonces, mientras Torres proseguía ese discurso que a todos arrasaba, el subterráneo salía a cielo abierto y por las ventanillas mostraba un paisaje como de nube y cráter, de montañas y rieles, de pasto y orilla de mar. Jamás hubo nada de eso en Corrientes. Sin embargo, todo estaba puesto ahora en nuestra ciudad. Y no había forma de negarlo. Pronto, una claridad como de sol nos encendía las caras, y aún nos veíamos deslizar como por arenas húmedas. Era así lo que ahora las ventanillas nos mostraban. Y un correr como de agua anegaba el vagón y nos empezaba a comer los tobillos. Y Torres –o la Muerte en su imagen– ahora se iba borroneando de rasgos, se descarnaba por rachas, y la fosforescencia de sus huesos signaba su plegaria lenta, como un réquiem esbozado en idioma de Corinthios (15:55).

¿Dónde está, oh Muerte, tu victoria?
¿Dónde está, oh Muerte, tu aguijón?

De inmediato, tras estas letanías, sobrevino el desbande. Los pasajeros gritaban sin escucharse, subían a los asientos, golpeaban los cristales, chocaban sus cráneos contra el techo. Pedían, a insultos y alaridos, que todo cesara, que no siguiera, no siga más por favor. No había chances, no había salida alguna. El agua negra nos acogía y todo ahí dentro se iba desordenando en mayor zozobra, cuanto más decidida aceleraba la máquina. Luego, sabía yo que debía despertar, si no quería que la Muerte misma se me adosara a la piel como permanente compañía. Ya la mujer y el perro se me habían desaparecido. Como todo, como todos. No quedaba pasajero alguno. Y solo estaba yo. Y en sueños o en la vigilia me veía acostado entre asientos, sin poder moverme, sin saber qué hacer.

Creo que clamaba en silencio.

Pero Torres hablaba como en ceremonias. Y el subterráneo se hundía en el mar.