Cimarreros. Los diccionarios enseñan que solamente en Uruguay y Chile se dice hacer la cimarra. En Argentina el capear clases es hacer la rata y en España, hacer novillos. Cimarra proviene de cimarrón, calificativo para animales domésticos que escapan y se tornan salvajes.

Mi llegada a Chile a Valparaíso fue un golpe duro, descubrí la muerte. Se parecía al ambiente del país. Mi abuela paterna moriría a los pocos días y nosotros quedamos varados. Veníamos llegando del exilio desde Mozambique. La familia había corrido el riesgo de volver, pero había una razón afectiva. La situación coincidió con el fin del verano, era marzo, y comenzaba el año escolar. Teníamos el tiempo en nuestra contra, finalmente me matricularon donde había cupo. Mi nueva escuela, una pública y laica, solo de mujeres, se llamaba "Ramón Barros Luco". Me tocó en el curso quinto F.

Una semana antes mis padres me compraron el uniforme y era una novedad, un disfraz, porque en el colegio anterior no los usábamos. Fui a mi primer día de clases con resignación. Me encontré con un edificio que era antiguo, gigante a mis ojos de niña. Frío en invierno y caluroso en verano. Lo recuerdo oscuro y lúgubre con olor a mausoleo. Había cuarenta pupitres en dirección hacia una pizarra gigante, las ventanas sucias, algunas rotas y cortinas polvorientas. Frente a nosotras las profesoras, que por más que lo intento no puedo recordar su caras, solo algunas situaciones. La escuela tenía pasillos interminables de madera gastada por los pasos de las niñas.

En Valparaíso las profesoras mantenían distancia con sus alumnas. Eran mujeres con actitudes de ancianas mañosas, usaban vestuarios de colores tristes, gris, azul, verde y café. Me quería volver a Mozambique donde mis profesoras eran atractivas de ver por la mixtura racial. Me atraían sus rasgos físicos, que hablaran en diferentes idiomas, con sonidos que nuestros oídos no entienden. Admiraba sus estilos de vestir y peinados. Teníamos una relación horizontal, nos tuteamos, las clases eran interesantes y participativas, sabían cómo encauzar el espíritu de niños y lo que los destaca, su curiosidad.

Cuando entré por primera vez al aula del quinto F, la profesora jefe, Ruth, nos pidió a cuatro de las alumnas nuevas que nos presentáramos. Teníamos que irnos a delante al lado de la profesora de espaldas a la pizarra, frente a las compañeras, y por mi apellido fui la última en presentarse. Como estaba tan nerviosa no escuché nada de lo que dijeron las otras pensando en lo que yo iba decir. Me sudaban las manos, se me hizo eterno el viaje hasta la pizarra, me quedé en blanco. Reaccioné cuando mi profesora me agarró del hombro, lo único que pude decir fue mi nombre. Todas las niñas se rieron y se burlaron.

-¿Y qué más? ¿De dónde viene? ¡Es tonta, es tonta!

La profesora las mandó a callar y me dijo que les contara de dónde venía y de qué colegio. Sentí que mi cara iba a explotar de vergüenza. Me armé de valor y dije rápidamente que venía de Mozambique y del colegio Internacional de Maputo. Lo que causó una carcajada general. Repetían a coro, dando pequeños golpes con las manos en la mesa para darle el ritmo a la frase.

-Maputo, Maputo, dónde está Maputo, jajaja.

Después de que la profesora dejara que me torturaran, durante horas, las mandó nuevamente a callar golpeando la mesa fuerte con el libro de clases. Luego nuevamente en calma, preguntó dónde estaba Maputo, volvieron las risas que esta vez duraron días. Una vez más las mandó a callar y me puso frente al mapamundi, y me pidió que les indicara dónde estaba Maputo, esta vez la intriga silenció a las niñas mientras yo con el dedo índice tiritando indiqué el corazón de Mozambique donde está su capital, Maputo. Volví a mi pupitre avergonzada mientras mis compañeras hablaban, diciendo que era una africana blanca de Maputo. Miraba a mis compañeras y pensaba de qué países serían ellas, por su aspecto. Aquí éramos todas chilenas, ese día lo entendí. La profesora llamó al orden golpeando las manos para comenzar la clase de Castellano.

El primer día de clases mis padres me acompañaron al colegio como a casi todas las niñas. Luego me aprendí el camino y de ahí en adelante me iba sola desde la casa de mis abuelos, donde estábamos viviendo de allegados. Era un trayecto caminable, a veces tomaba el trolley pero prefería caminar para controlar el tiempo. A veces llegaba y la puerta de la escuela ya estaba cerrada lo que significaba quedar fuera y al día siguiente traer un justificativo firmado por el apoderado. La primera vez, fue decisiva, tuve que tomar decisiones. La puerta cerrada, era un castigo, una exclusión, o tal vez no. Ese día comenzó todo.

Con miedo me devolví a la casa pensando en las consecuencias de llegar tarde y no poder entrar a clases. Qué les diría a mis padres, caminé pensando en el chiste de la guitarra. Avanzaba una cuadra y me devolvía otra, no sabía que iba decirles. Subiendo unas cuadras pude ver una línea celeste y bajo ella otra azul, eran el cielo y el mar. Decidí no volver a casa. Vagué hasta llegar al Muelle Prat y me quedé observando el colorido de los barcos y los turistas, las gaviotas, pelícanos y viejos lobos marinos, a los que los pescadores les tiraban los despojos de su pesca los cuales se peleaban, lo cual resultaba una atracción turística. Regresé a casa a la hora de siempre. Feliz por todo lo que había visto, y pensé en la escuela como un castigo. Entré y saludé a todos como cualquier día, lo único que me faltaba era el justificativo para entrar el próximo día a la Escuela.

Mis abuelos vivían en un edificio de 3 pisos y 6 departamentos, el de ellos estaba en el primer piso y lo que más me llamaba la atención era que el baño estaba afuera de la casa. Desde el patio de luz veía a las vecinas colgando la ropa, moviendo las cuerdas con las ventanas abiertas desde donde se escuchaban simultáneamente las radios, mezclándose estilos, italiana de los años 60, Tangos, cantantes como Aznavour, Sandro y Nino Bravo. Rememoraban viejas historias de amor y se sentían identificadas. Como un eterno Farewell. Para mi abuela, Rafael era el más grande de todos, y en un suspiro se quedaba ida pensando y tarareaba la canción en voz baja.

El personaje que descubrí, y el más querido, era mi abuelito Gustavo. Fue marino mercante no por vocación. Su alma sensible era la de una artista, un cantante. Viajó por todos los mares del mundo. Sobrevivió al terremoto del 22 de mayo de 1960, que sigue siendo el terremoto más grande de la historia, que alcanzó una magnitud de 9.5. Él estaba en Valdivia arriba de un buque que quedó varado por la recogida del mar, y desde ahí vio la inmensa ola del maremoto que los hundió, a lo cual sobrevivió dentro de una cabina girando como una noria agarrado a un pasamanos. A diario escuchaba la radio desde que se despertaba y tenía radios en todo el departamento que iba apagando y encendiendo según salía o entraba de una habitación al giro de las perillas, on, off.

Uno de sus rituales era lustrar sus zapatos silbando. Tenía un lustrín, igual al de los que hacían ese servicio en la calle. Aprendí a lustrar los míos mirándolo, como un juego. Con paciencia esperaba como día tras día iba gastándose la caja redonda de betún negro, y cuando se acababa yo se la pedía. Las atesoraba porque las usaba como tejo para jugar al luche en la escuela.

Era generoso, me daba un puñado de monedas todos los días para que comprara dulces. Había que darles alegrías a los niños.

-Estaban empezando a vivir, necesitaban el estimulante azúcar para jugar y disfrutar.

Casi todos los días se repetía la misma escena, yo corría por las calles con los bolsillos sonoros para convertirlos en un puñado de dulces, masticables, chicles en el almacén de la esquina de Doña Julia, que nunca eran suficientes.

Lo que más disfrutaba en la escuela eran las clases de gimnasia y los recreos. Como tenía habilidades para la gimnasia las profesoras me felicitaban, me sentía libre y reconocida. Todos los años, se conmemoraba el Combate Naval de Iquique con una presentación en el paraninfo de la escuela Ramon Barros Luco ante toda la escuela, algunos apoderados y autoridades. Comenzaba el solemne acto con la canción nacional, después venía el himno de la escuela, y luego, el director que era un personaje pequeño, moreno, como un barrilete. Usaba un traje gris que le quedaba ceñido por el sobrepeso y una camisa negra que mal combinaba con una corbata roja de líneas blancas. Era de conocimiento público su soltería, por lo cual dividía su tiempo entre la escuela y el cuidado de sus padres, tareas que cumplía sacrificada y abnegadamente. Pensaba que su soltería era el sacrificio a pagar, todos nos hemos autoengañamos alguna vez. Hay quienes complacientes viven engañados toda la vida.

Daba el pregón al que le prestaban poca atención, por la excitación que provocaba la fiesta. Cumplía con el protocolo de rigor, saludando formalmente a todos los presentes. Abría una carpeta, que le entregaba el Ministerio de Educación a los directores para mostrar su posición de mando, dentro de esta estaba el discurso escrito, un documento gastado por si olvidaba algún pasaje. Se secaba los labios y el bigote, la frente sudorosa con un pañuelo de tela, se desabrochaba la chaqueta y con voz solemne y enérgica ya que era profesor de historia. Se sabía su discurso de memoria y comenzaba.

-Hoy conmemoramos a viva voz la gesta heroica del combate naval de Iquique donde tres héroes, el Comandante Arturo Prat, el Sargento Juan de Dios Aldea y el Marinero Luis Ugarte, saltaron al abordaje del invencible Monitor Huáscar, mientras la corbeta Esmeralda, la peor de la flota chilena, partida en dos y en llamas se hundía… Al darse la alarma del avistamiento, Aldea cubrió su puesto de combate junto al comandante Arturo Prat. Allí escuchó la inmortal arenga de Prat a los hombres de la Esmeralda, que narró mientras agonizaba, muriendo tres días después: "Muchachos, la contienda es desigual. Nunca se ha arriado nuestra bandera ante el enemigo y espero que no sea ésta la ocasión de hacerlo. Por mi parte, os aseguro que mientras yo viva, esa bandera flameará en su lugar y si yo muero, mis oficiales sabrán cumplir con su deber... ¡¡¡Viva Chile!!!"

Una compañera que lleva años en la escuela me dice al oído y con gesto serio, mientras el profesor poseído por la gesta, encarnaba el combate, gesticulaba las explosiones hasta saltaba al abordaje, parecía un actor. Su trance acababa ante los aplausos protocolares y el asombro de quienes no conocían al Director.

-Todos los años repite la misma actuación, es su momento.

A lo que le conteste que era nuestro turno. Estábamos reunidas con mi grupo de gimnasia, sabíamos que después de la última estrofa de la canción En alta mar había un marinero, y que terminaba con el estruendoso ¡En altamar, en altamar, en altamar!, cantado a gritos por todos. Inmediatamente después venía nuestra presentación.

El director con el mismo entusiasmo que lo distinguía daba la entrada a la presentación de gimnasia artística. En medio de las canciones de marcha con tambores y platillos como en las olimpiadas hacíamos nuestras rutinas, donde yo destacaba. Casi al final de la presentación una niña que me envidió desde el primer día, me empuja y me caigo dando tres vueltas mortales recibiendo la ovación del público. Mi enemiga que hasta ese momento era inexistente quiso arreglar su torpe casualidad disculpándose falsamente, pero como su envidia era mayor lanzó otro ataque menos visible al final de la actuación, lo que logró las risas de algunas niñas.

-¡¿Por qué no te vay rucia a saltar a Maputo con los macacos?!

Limpie mis rodillas peladas discretamente y me incorporé sonriendo. Disimulando el dolor y con el apoyo moral que recibí del público y de mi incondicional mejor amiga Paola, quien les hizo un gesto grosero a mis compañeras. La inspectora llamó al orden dando palmadas y con voz nasal dijo.

-Señoritas, compórtense, no son mujeres del puerto. Vayan a jugar.

Después del desagradable episodio, volvimos a la celebración del 21 de mayo, un fotógrafo hacía fotos que vendía bajo previo pago. Era un día completo de recreo, luego nos íbamos antes a casa. Había música, tortas, galletas de verdad, no como las que nos daban cuando íbamos al llamado de leche, para desayunar.

-A la lesche… ¡vamos a la lesche!

Los recreos eran el segundo momento que más disfrutaba, y no solo yo. Sonaba la campana y se abría de un golpe la puerta de la sala, y tal como sale el vapor de una olla a presión salimos disparadas corriendo por las escaleras, compitiendo por ver quién llegaba primero, era similar a las carreras para ir a la leche, en este caso era para jugar en el patio, que a mí me parecía inmenso. Cada alumna llevaba su propio tejo hecho de una caja de betún de zapatos vacía que llenábamos de tierra para darle peso. Con esa caja compacta metálica y redonda jugábamos a una variante del luche, deslizando con un pie el tejo por los 9 casilleros como un teleférico, pero terrestre, humano.

Uno de esos días que llegué tarde a la puerta de entrada de la escuela y el portón ya estaba cerrado, me encontré con una compañera de curso que se convertiría en mi mejor amiga, Paola, quien también llegó demasiado tarde. Nos saludamos y nos alejamos de la puerta, ninguna de las dos hizo algún esfuerzo por entrar, sabíamos que era inútil. Era invierno, Paola usaba una parka larga acolchada de plumas que le daba un gran volumen, tenía muchos bolsillos, me los mostró y con mirada cómplice me dijo:

-Aquí me caben muchas cosas.

Este sería el momento donde comenzó nuestra gran amistad. Paola tenía claro qué hacer cuando se cerraba el portón de la escuela.

Como de costumbre en nuestras cimarras, entramos al almacén de Don Tito de la calle Condell, era fácil para realizar nuestro cometido. Teníamos nuestros roles asignados. Una vigilaba y distraía mientras la otra actuaba. Yo le preguntaba a la vendedora por cosas que no había en el almacén y los precios de algunas cosas, mientras la otra cargaba los bolsillos insaciables de su parka. Paola dio vueltas entremedio de las góndolas hasta que encontró lo que buscábamos, las bolsas grandes de jugos Yupi en polvo con sabor a frutilla. Tomó una bolsa y se la metió dentro de la parka. Agarró otra bolsa para balancear el peso, era una para cada una. Me susurró que saliéramos rápido. Caminamos con premura por el pasillo. Hasta que vi una mano grande sobre el hombro de Paola, que luego se transformó en un forcejeo.

-¡Dame lo que escondiste sino voy a llamar a los carabineros!

-¡Yo no he hecho nada, vieja loca!

Una vez que Paola se rindió, transpiraba más que de costumbre, estaba en shock y sin sacar las manos de los bolsillos miraba fijamente a la mujer. Intenté defenderla diciendo que no tenía nada, pero ya era demasiado tarde. Le dio una última oportunidad para que entregara lo que había en los bolsillos al mismo tiempo que pedía a uno de sus empleados que bloqueara la salida. Estábamos atrapadas en una ratonera. Terminó orinándose lentamente, mientras seguía siendo incriminada, juzgada y declarada culpable. Dejando una poza bajo sus piernas. La vendedora enfurecida la zamarreaba amenazándola, la registró pero no encontró nada en la Parka mágica, pero continuó, era sospechoso que siempre repitiéramos el mismo número y nunca compráramos nada.

-Cuando vayas a la cárcel vas a aprender a no robar, chiquilla pelusona.

Le pasa una fregona para que limpiara el piso. Paola se negaba por dignidad, hasta que la fregona llegó a sus manos y la pregunta de la furibunda cajera.

-Dime tu número de teléfono, niñita, voy a llamar a tu mamá para que venga a buscarte.

-No tenemos, señora, déjeme ir, no tengo nada, ¡se lo juro por la virgen María!

-Cállate y limpia, ¡cochina mugrienta! Por algo te measte.

-Usted me asustó y la voy a acusar.

Yo me iba reduciendo de tamaño, me temía lo peor. Estaba inmovilizada por un empleado de la tienda al cual habíamos burlado tantas veces. El mismo que nos empujó fuera después que Paola secará su miedo. Ante la mirada atónita de los transeúntes caminamos humilladas alejándonos de los insultos de la vendedora del almacén que nos gritaba alertando a la gente.

-¡Ese par de cabras son unas rateras, siempre vienen a robar!

A lo que le respondimos

-¡Cállese, vieja mentirosa loca, loca, loca!

Corrimos por Condell y en una esquina Paola se quitó las pantis mojadas y las guardó en la mochila. Hicimos un pacto de silencio. Y rogamos para que no nos hubiese visto nadie conocido.

No dejamos de robar jugos en polvo, dejamos de hacerlo solo en ese lugar. Nos repartimos el botín apenas nos alejamos unas cuadras, echamos un montoncito de jugo en la mano y la chupamos, riéndonos rememorando el eterno episodio del almacén de Don Tito, al cual no pudimos volver nunca más. La evidencia del robo estaba en la mancha roja en la palma, el estigma, pero arriba del ascensor Reina Victoria solo hubo espacio para saborear el placer de la aventura. Miramos el atardecer anaranjado en silencio escuchando el sonido mecánico del ascensor.

Con Paola siempre vagábamos por la ciudad y fantaseábamos con las vitrinas o escaparates viendo cosas que despertaban nuestros sueños y fantasías. Había dos tiendas que entrabamos todas las semanas, la librería que vendía esquelas para cartas de Mary Kay donde compré una para escribirle a mi amiga Samantha, que se quedó en Maputo. La segunda tienda era la de zapatos, que tenía una vitrina antigua que exhibía zapatillas de ballet de diferentes colores, rosados, blancos y negros. Entrábamos y lo primero que sentíamos era el olor a cuero y betún de zapatos que me encantaba. Le mostramos a la vendedora las que queríamos, las más bellas y femeninas de todas, las rosadas.

Con paciencia nos pasaba las zapatillas para que las probáramos y después de ajustarlas, mirarnos en el espejo y hacer un par de pasos inventados se los devolvíamos. Paola se veía muy extraña con su Parka mágica y con zapatillas de Ballet, parecía una campanilla de árbol de navidad azul, de badajo rosa. Le decíamos a la vendedora que volveríamos para comprarlos, ella los guardaba en su caja sintiendo ternura y compasión por nosotras que decíamos eso todas las semanas. O quizás ella también tuvo ese sueño de infancia.

Caminábamos por la orilla del puerto por donde Paola me guiaba, llevándome a sus lugares secretos, contándome las historias que había vivido en esos paisajes y otras que le habían contado. Nos subíamos a sus ascensores favoritos, el Cordillera, el Artillería y el Mariposas. El más extraño era el Polanco, que hacía el viaje atravesando el cerro por dentro, recorriendo la caverna en forma vertical. Me daba una sensación extraña, ese cañón de piedra más el sonido del ascensor que reverberaba. Luego, caminábamos por los cerros y nos sentamos a observar el mar desde las bancas de los Paseos 21 de mayo y Atkinson. Nos cruzábamos con perros que siempre caminaban de prisa, a los que ella llamaba perros tramiteros, y también aprendimos educación sexual viéndolos, la perra en celo y su leva. Cuando veíamos a las gitanas o algún vagabundo con alguna enfermedad mental, nos alejábamos aterradas. Eran el viejo del saco y las gitanas, que te podían robar y vender. Existía el mito para asustar a los niños con estos arquetipos del mal.

Mi abuela creía y me lo repetía, que uno es rey de sus silencios y esclavo de sus palabras. Con Paola la comunicación era simple, resolvíamos los problemas conversando. Nos entendíamos en los negocios para robar los jugos en polvo, teníamos un acuerdo, el más importante era que la cimarra era un secreto inviolable.

Con Paola nos juntábamos un par de cuadras antes de la escuela y ralentizábamos los pasos para llegar cuando se cerrara el portón. En algunas tardes soleadas nos quedábamos por horas columpiándonos en el Parque Italia. Desde la altura mirábamos la pequeña biblioteca escondida entre árboles y las bancas donde se sentaban parejas de ancianos a tirarles migas a las palomas. Dentro de la biblioteca estaba la bibliotecaria, una mujer de áspera piel amarillenta, poco amistosa igual a los libros que atesoraba como si fuesen de su propiedad. Después de varios intentos por encontrar los libros que buscábamos y que no encontramos, descubrimos que el conocimiento también estaba en otras partes, en la experiencia de la calle.

Un día citaron a mi madre desde la escuela y le contaron de mis cimarras, le mostraron las comunicaciones donde le informaban de los continuos atrasos e inasistencias. Sorprendida se dio cuenta que todos los reportes estaban firmadas por ella. Ahí se enteró que yo falsificaba su firma y redactaba sus respuestas formales. Aunque intenté evitar esta entrevista, mi profesora jefe, Ruth, me amenazó diciendo que si esta vez no iba mi apoderado me iban a suspender. Ya en casa mi madre con la histeria propia de la situación me interrogó dónde iba, qué hacía, y con quién, cuando no estaba en la escuela. Había comprendido el valor que significaba ser reina de mi silencio. Seguí escapándome algunas veces de clases, pero con menos frecuencia porque la ciudad estaba inquieta y terminaba el año.

Mi abuelo leía todas las noches La Estrella de Valparaíso, y después lo pasaba como el testigo de una posta hasta llegar a mis manos, donde leía el horóscopo. Se terminaba el festival de Viña del Mar y se acercaba nuevamente el año escolar. Era el fin del verano de 1985, la atmósfera era más cálida que de costumbre, mi abuelito Gustavo estaba inquieto y repetía que sentía la misma calma sospechosa de la tierra que otrora, un sonido interior. La intuición lo hacía hablarnos a todos, advirtiéndonos de su precognición, caminando por toda la casa, nos decía.

-Se acerca nuevamente la ola, se acerca la ola.

-¿Qué ola, abuelito? -La de Valdivia de 1960, y su maremoto que arrasó con todo.

Mi abuela le responde, mientras corta cebollas.

-Tranquilo, no va a pasar nada.

-Lo sé, lo sé… viene la ola.

-Siempre hay olas, Gustavo, cálmate.

-Pero no de la que hablo yo.

Mi abuelo rellenó su vaso de vino, esos días estaba bebiendo de más, lo que lo hacía más elocuente. Parecía delirar. Yo no sabía si creer o no, lo que decía era con tal convicción que era difícil dudar o quedar indiferente ante su vaticinio.

Ese domingo 3 de marzo de 1985, por la tarde mientras jugaba con los niños del edificio, comenzaron a volar los pájaros en bandadas y los perros a aullar, 5 minutos más tarde se sacudió la tierra y un terremoto magnitud 8 que duró interminables 120 segundos nos sacudió sin misericordia. El sismo destruyó el litoral central y el interior. Las señoras se agarraban a crucifijos, imploraban perdón, mientras se caían al suelo, las madres agarraban a sus hijos hasta que el polvo no me dejó ver más, yo estaba abrazada a mi abuelito Gustavo quien repitió hasta que paró de moverse y partirse la tierra.

-Se los dije, la ola, la ola, la ola.

A los días con mi familia emprendimos rumbo a la capital en busca de nuevas oportunidades, nuevamente tendría que ir a un nuevo colegio. Por la ventana del auto de mi padre que estaba sobrecargado, hasta el techo con una parrilla llena por la mudanza, más el peso de la familia hacía el viaje más lento. Subimos por la cuesta que cruza la cordillera de la costa con dificultad. Yo iba colgada a la ventana viendo el paisaje en ruinas y me acordé de la Escuela Ramón Barros Luco y de Paola y su Parka mágica.