Esta tarde, algo está mal colocado, fuera de lugar. Aunque sean los Oasis, los hermanos Gallagher, a Juanjo le inquieta la exagerada multitud. Quizás no haya menos gente que en otros grandes recitales. Pero en esta segunda jornada del Hot Festival se presiente un clima de irascible tumulto, de horda descontrolada. Ya antes de entrar, en la fila previa, él ya había palpado ese nervio enardecido, esa postura intimidante, esa sombra que deforma los rostros y transforma a todos y a todas en una advertencia de riesgo, de accidente por ocurrir. Desparramados por el Campo de Polo, los pibes y las pibas se mueven a gritos, patrullan los cuerpos como en guardia alta, se llevan puesto los pocos espacios con agresividad. Parecen a punto de estallar en cualquier instante. Y lo peor de todo es que faltan como 3 horas para que empiece el show.

Como sea, Juanjo intenta trasmitir serenidad. Si bien son los Oasis, los hermanos Gallagher, él ya ha visto a otros monstruos, a otros forajidos del rock and roll: Guns N’ Roses, Metallica, Radiohead, y hasta REM la noche anterior y en este mismo escenario. Tranquilos, les dice a sus primos, a su prima. No va a pasar nada. Siempre las previas son así, les explica. Después se cansan y se calman. Y con esas palabras pretende ejercer sapiencia y autoridad ante los tres adolescentes, tres principiantes en el mundo de los grandes conciertos. El tema es no separarnos, les aconseja. Y sonríe y prende un cigarrillo, confiado en su experiencia y en su aplomo de primo mayor. Aunque ahora le esté pesando un poquito, por qué negarlo, la responsabilidad del adulto.

No se preocupen, les había dicho también con ese aplomo a sus tíos. Yo los cuido. En especial a la nena. Y con una sonrisa: los traeré de vuelta, vivitos y coleando. Y así los tíos se habían convencido. Pero ahora Juanjo no está tan seguro como cuando pidió el permiso. Ahora Juanjo está inquieto. Hay una alarma en el aire, en los sonidos, en el campo alrededor. Y esas señales no son capaces de transmitir tranquilidad. Por el contrario, pareciera como si la amenaza de disturbio que portan esos hermanos rockeros se estuviera comiendo el cerebro de estos… Pero qué bah, se interrumpe. Quizás esté exagerando un poco. Será porque estos pibes dependen de mí. Aflojá un poco, viejo, se dice. No va a pasar nada. Mañana seguro me estaré riendo de estas boludeces. Y sigue fumando. Pero el cigarrillo le quema los dedos. Será porque para mañana todavía falta un montón.

Los descontroles se hacen más patentes luego del paso de Los Ratones Paranoicos, los encargados del plato previo. Es como que sus guitarras y bases han encendido una mecha muy corta. Ahora que los ecos de Juana de Arco se han apagado, los pibes y las pibas están muertos, aunque dichosos y más demandantes. Tal es el espíritu del rock, que los obliga a pedir y pedir sin descanso. Oaaasisss, Oaaasisss, cantan como en reclamos por el campo y empiezan a empujar. Empujan mucho, hace mucho calor y la presión, aún tan lejos del escenario, por momentos se vuelve pesada. Pero al igual que muchas chicas, Flavia –su primita– se muestra eufórica con la chance de ver a Liam y a Noel en primer plano. Llevame bien adelante, primito, le ordena de pronto como en ruego. Al primito la idea no le hace mucha gracia. Varios desmayos y descomposturas ha visto en otros conciertos como para saber respetar las imprevisiones de la muchedumbre.

—Mejor, quedémonos por acá nomás —sugiere.

Pero la chica es insistente. Y su ilusión de quinceañera es tan pura, tan genuina, que en un momento Juanjo piensa que, aunque él tenga apenas 27 –la edad del rock and roll–, ya anda pensando como un viejo amargado. Quizás esté exagerando, se repite. Y me estoy perdiendo la

—Dale, primito, vamos —le interrumpe a los saltos Flavia.

De modo que el primito se deja convencer. No va a pasar nada, repite. Y, quién sabe, acaso él también quisiera ver a la banda de Manchester a una mano de distancia. Cuándo tendré otra oportunidad, se pregunta. Victoriano y Esteban –los primos restantes– se han quedado tomando algo por allá atrás. Son más grandes, se cuidan bien entre ellos. Solo Flavia es su responsabilidad. Y son los Oasis quien ahora les cantan en su imaginación: «Mantenete joven e invencible. Porque sabemos lo que somos». El mensaje es preciso. Y Liam canta. Y Noel canta. Y Juanjo ya puede verle los rostros. Aspirando el espíritu rockero, alza la vista a las estrellas y tiene tantas ganas de ser una. Esta noche, soy una estrella de rock and roll, canta para sí. Y empujando permisos, se lleva a su prima hasta las primeras filas.

Ahora ya es de noche, ya empieza a ser muy tarde. La banda estaba programada para las 21. Son las 21.48 y nada pasa en el escenario. La noche, la espera se vuelven eternas y sofocantes. También la presión. Golpea desde todos los horizontes, como en oleadas. Y al mínimo movimiento que se avizora en el escenario, el mundo entero parece venirse a pique. Ahí salen, dice alguien y es suficiente para que todos esos mundos se choquen y se aniquilen con tal de lograr un mejor lugar. Ahora, es como una guerra. Por todos los flancos hay tumultos, gritos de histeria y dolor, y Juanjo se cruza con una cara surcada de sangre. No necesita más para que se le renueve el mal presagio. Flavia, salgamos, propone Juanjo. Esto se está yendo al carajo. Aunque se nota que la está pasando mal, la piba es cabeza dura. No, no, dice en berrinche, no quiero. Me quiero quedar acá. Y luego, como rogando: Por favor, primito. Acá los vamos a ver rebien. El primito vacila. No quiere quebrar la ilusión adolescente, pero está seguro de que las cosas se pondrán peor.

Serán las 22.06 cuando comienza a palparse el desastre: una serie de crudas avalanchas los hace perder el pie. La misma masa humana les impide tocar el suelo. Pero, al enderezarse, Juanjo ve que Flavia está muy pálida. Por entre las luces fúnebres, la ve. ¿Estás bien?, le pregunta. Ella niega con la cabeza. Y con un hilo de voz, le dice: Aprietan mucho, primo. Hace mucho calor. No puedo respirar. Juanjo se alarma. Porque ahora piensa que si él –en su metro ochenta– apenas si consigue aspirar bocanadas desde la noche alta, qué mala estrella le toca soportar a su prima, que se pierde pequeñita casi tragada por los cuerpos, toda apretujada contra su pecho. Salgamos, le insiste Juanjo. Esto está demasiado feo. Flavia aún duda unos minutos más. No, no quiero, balbucea. Pero luego, vencida en su resistencia, le hace caso a frases atropelladas: Está bien, primito. Sacame. No aguanto más.

Al fin, piensa el primito. Enseguida, se aferra a Flavia por la cintura y como es imposible darse vuelta, se esfuerza por salir avanzando hacia atrás. Pero ya es tarde. Una barrera de carne y huesos amasijados los empareda y, por más que lo intenta, Juanjo apenas si puede mover los pies. Las marejadas les llegan desde cualquier lado, los comprimen y luego otra marea vuelve a barrerlos, y los lleva hacia adelante, hacia los lados, toda una deforme masa oscilando sin sentido, fuera de control. La fuerza de la desgracia por venir los mantiene atrapados entre puteadas, bandazos de gritos y síntomas de aplastamiento. Y luego, Juanjo empieza a tener miedo.

Sin embargo, tantos recitales pasados a él le han otorgado algunas mañas. Juanjo sabe que debe acomodar su cuerpo flaco para escurrirse entre esa jungla de gacelas y mastodontes. Entonces, siempre abrazando a su prima, empujando a esfuerzos y retorcijones, acomoda hombros y caderas de costado, se desliza como cuña y así va ganando –o perdiendo– terreno. La ilusión del escape progresa a medida que ellos se van desprendiendo de ese infierno sudoroso y elástico, que se queda retorciéndose ahí adelante, en aullidos cada vez más lejanos. Pero, poco a poco, también las fuerzas se le van quedando. El primo mayor se descubre en mareos, como dentro de un vidrio anestesiado. Abre la boca, respira hondo, busca orientarse. Y en tanto sigue reculando, no quiere ni pensar en la negra nube que se le viene encima, que amenaza con adormecerlo.

En algún momento, se topa con Esteban. Lo descubre solo y desencajado. ¿Y Victoriano?, le pregunta. No sé, le contesta su primo a los gritos. Se perdió, se cayó por ahí. Y más desencajado, le sentencia: yo me voy a la mierda. Pero ninguno puede ya irse a algún lado. Juanjo intuye el desmadre. Cree ver a Victoriano muy lejos, devorado por cabezas y torsos agitados. Sabe que no lo puede ayudar. Pero él es grandote, se dice. Va a poder aguantar. Ya luego volveré por él. Ahora tengo que sacar a Flavia, a Esteban, se apura a pensar. Primito, me siento muy mal, le apura la chica entre borboteos. Y empieza a aflojarse en sus manos. A Juanjo lo trastorna el absoluto pánico. Transpira frío, se oscurece de sentidos. Intenta seguir empujando, pero ya no le quedan restos. Necesita ayuda. ¡Empujame vos!, le grita en la cara a un desbaratado Esteban. ¡Empujame por los hombros y así vamos a pod

En ese instante roto, a los Oasis no se les ocurre mejor idea que salir al escenario. Las bases de Fuckin’ in the bushes lo vienen a perjudicar todo. Una catarata de cuerpos los arrasa en griterío y una fuerza hecha de mil fuerzas los castiga sin piedad. Y ya no hay sino un gran derrumbe. Como en un naufragio de almas, los tres se hunden en un mar negro y en un segundo eterno las cosas parecen detenerse y flotar entre juegos de luces, cuerdas de instrumentos y letras en un inglés dado vuelta. Juanjo se siente desprender, ya no es parte del tiempo y, en ese estado de insensible oniria, luego escucha a Liam, tal vez a Noel, y a millones de sirenas deformes cantando en millones de voces rasposas y amplificadas.

Paint no illusion, try to click with whatcha got
Taste every potion 'cause if you like yourself a lot
Go let it out, go let it in, and go let it out1

Cuando al fin puede emerger, Juanjo se encuentra sin nadie. Flavia, Esteban, han desaparecido. Antes de que pueda buscarlos, otra avalancha y luego otra y otra más terminan por desdibujarlo todo. El escenario cambia a suelo, los cuerpos se desbaratan y las caras que gritan se mudan por otras que sangran, que lloran, que duermen. En ese momento, todo es anónimo, desconocido, lejano. Y cada vez que logra alzarse un poco, Juanjo busca a sus primos, pero donde ellos estaban ahora otros ocupan, por un instante, su lugar. Y enseguida, las cosas se barren de nuevo y nadie es alguien y otro alguien vuelve a ser nadie. De nuevo todos cambian sus identidades y ya ni siquiera Juanjo está seguro de quién es, de dónde está. Y es tanto el miedo y la falta de aire, que una nube de inconsciencia lo amenaza y su propio instinto de supervivencia lo convierte definitivamente en un animal egoísta.

—Tengo que salir de acá. Puta madre. Tengo que

Respirando a rachas, tratando de no desvanecerse, Juanjo retrocede entre caras y cuerpos que nunca terminan de atravesarse en camino, que avanzan, que se incrustan en el maremoto del que él desea salir. Antes de que sea demasiado tarde. Y en tanto va escapando, arrastra –como él mismo se arrastra– un montón de pensamientos tan funestos como fatales: tragedia en la Cancha de Polo, en el recital de la banda británica Oasis. Cientos de heridos, muchos de gravedad, y quizás dos o tres muertos; primeras planas, fotografías, imágenes de TV; días de luto, homenajes en la radio, repudio oficial, velatorios al aire libre. Y entre toda esa parafernalia, a Juanjo lo vapulea su calamidad personal: ahora qué le digo a la familia. Cómo explico esta mierda. Qué les digo, la puta que lo parió.

Juanjo se escurre, solo y como puede, hacia la imposible redención. A sus espaldas, se queda hirviendo el certero infierno. Como reyes de los condenados, los Gallagher siguen tocando, van por la tercera canción. O tal vez ya fuera la última. Los acordes suenan como Don't look back in anger. El mensaje es preciso. Y es una gran ironía. A Juanjo lo aturde la letra, la frase. «No pongas tu vida en manos de una banda de rock». Y Liam canta. Y Noel canta. Pero él ya no puede verle los rostros.

Notas

1 “No te pintés ilusiones, intentá hacer clic con lo que tenés / Probá cada poción porque si te querés mucho a vos mismo / dejalo que salga, dejalo que entre y dejalo que salga” (Go let it out, Oasis).