There's no stopping us (no stopping)
No one does it better
(no one does it better)
There's no stopping us (no stopping)
Really doesn't matter(Ollie&Jerry)
Nunca como en esas edades, el barrio y sus desafíos supieron enfrentarnos a los secretos más insolubles del vasto Universo. Jamás nos aprendimos la manera de descifrarlos, siquiera a uno. Pero valieron, claro, cada una de las penas.
Tabárez baila. Se dice que es el mejor del barrio. Son los tiempos del breakdance. Del brék, como se lo conoce en esta parte del mundo. La movida es simple: tener un grabador, un casete trucho y ganas de bailar en la calle imitando los movimientos de robot o de muñeco eléctrico. La onda viene de los andurriales del Bronx. Los negros la gastan. Y los pibes y los grandes estamos todos fascinados.
El cine Colón desborda de películas en ese tema. La fija es ir los martes a la tardecita, que cobran más barato. Estamos en vacaciones y, los fines de semana, cada uno le pide unos pesos a su vieja. Si es necesario, nos sacrificamos en limpiar la casa y no dudamos en lavar nuestra ropa o secar algunos platos. Tal es la euforia por ver a esos tipos y sus pasos extraordinarios. Después nos juntamos debajo del monoblock o en la casa de Caram. Ahí hacemos el fondo común. Hugo y Nenus, que ya van solos al centro, nos dicen qué están dando. Lo traen anotado en un cuaderno para no pifiarle: Flashdance, Footloose, Staying alive, Breakin (theres no stoping us). También nos informan los horarios y cuánto cuesta la entrada. Ahí nomás, nos ponemos a hacer cuentas y les damos el importe. Si no alcanza, nos ofrecemos a hacerle algún mandado a alguna doña de por ahí y lo que nos dan como propina lo sumamos al mancomunado pozo1.
Ya con las entradas en mano, convencemos a algún grande para que nos acompañe. O en todo caso, que les diga a nuestros viejos que ellos van con nosotros. Siempre aparece algún tío, primo o vecino copado que nos hace la gauchada. Y si está en la onda del brék, se mete al cine también. Es ley que a la salida, mientras nos volvemos para la parada del cole, sea uno más que camina entre nosotros torciendo los brazos y las piernas como alambres, llevando un ritmo de chistidos que emulan la banda sonora o haciendo unos forzados movimientos de muñeco, de esos de caucho o cibernético. La otra fija es juntarnos los domingos a mirar Titanes en el ring y esperar por un luchador creado por un científico loco, un supuesto androide que la tiene clara en eso de imitar comuñes. Viendo a esos maestros es como practicamos. Y de ese modo, es justo admitirlo, nos vamos volviendo diestros.
Pero el que baila en serio es Tabárez. En poco tiempo ha adquirido una rutina impecable que incluye el Puente Eléctrico, la Caminata Lunar, el Sismo de Barriga y el Reloj de Pared, entre otras coreografías. Se dice que, entre los de nuestra edad, no hay con qué darle. Y basta verlo retorcerse en las esquinas, al ritmo de meros aplausos, para otorgarle toda razón.
Un día, sin embargo y de algún modo, en el barrio empieza a inflarse la leyenda de que si hay alguien que puede hacerle frente a Tabárez en un concurso de bailongo soy yo. Cosas extrañas, porque yo algo me muevo, algo bailo en las juntadas, pero no me considero muy popular que digamos. Supongo que algunas cosas se generan solas, sin necesidad de ser publicadas. O también es muy probable que –sospecha mi barra– haya sido Mosquito, nuestro vecino más errante, el encargado de acicatear a la fama con el siempre efectivo método del boca en boca. Yo soy un capo, según su opinión. Solo necesito un poco de tiempo para creérmela del todo.
Sea por casualidad o por Mosquito, el asunto es que una mañana –mientras jugamos a la balita en los planteros de planta baja– lo vemos llegar a Tabárez. El pibe viene delante de una barra de 5 o 7 pendejos como él, como nosotros. Se lo nota ofuscado y pendenciero. Y ya desde lejos parece apuntarme como se apunta a un enemigo desconocido, a pesar de que hasta no hace mucho hemos sido compañeros de grado. Pienso que la bronca podría venir por esa tarde en que le robé sus tapitas de Pepsi. Sí, esas que traían ilustraciones de Marvel o DC. No sé. Lo seguro es que Tabárez me apunta y me increpa desde lejos.
—Heww, Poli. Dicen por ahí que me andás queriendo destronar.
Ese verbo me descoloca. ¿Destronar? No porque lo desconociera. Si no más bien porque no encuentro lugar dónde engancharlo. Se me cruza por un segundo el tema del brék, pero lo considero ridículo. Más allá de lo que se ande diciendo, ¿qué amenaza podría resultar yo para él? Debe ser otra cosa, me digo. Dejo mi paraguaya en el piso y me levanto.
—Destronar de qué— le tiro.
—No te hagás el loco —me larga enojado—. Dicen que sos muy bueno bailando.
Entonces es eso nomás. Lo miro a Mosquito. Me mira y se ríe, moviendo la cabeza en negación. No sé por qué, pero ahora estoy seguro de que es cosa de él. Tabárez me vuelve a apuntar.
—Te reto.
Ambos grupos gritan y enseguida arman ronda. No se necesita música, claro. Uno chista en ritmo, los demás se largan a aplaudir en base. Tabárez se envalentona. Me pone la palma con los dedos abiertos y —aunque nunca estuve en un mano a mano— sé por las películas que es la manera de retar, es el guantazo en la cara, es la señal de duelo. De pronto, me meto en un hueco como de duda. Me doy cuenta de que estoy delante de una leyenda, en medio de ambas barras. Es un momento decisivo. Si tomo esa mano y hacemos el pase eléctrico ya no podré retroceder. Sé también por las pelis que si uno no se siente preparado es mejor declinar. De ese modo, es posible postergarlo todo a una segunda oportunidad. Y algo me dice que debo guardarme ese as.
Tabárez lee mi vacilación y ya se siente triunfador. Busca mojarme la oreja. Hacerme calentar. Hace unos movimientos de robot que a mí me parecen mágicos. Hasta la cara se le compenetra. El Taba es un muñeco auténtico que se desarma con gracia y estilo delante de los dos montones. Y hasta me hace el paso del Muñeco a Control Remoto, ese que precisa de un aparato imaginario, que es manejado por sus amigos. Parece demasiado gaste. Los míos no se lo bancan.
— ¡Vamos, Poli! ¡No te dejés! ¡Mostrale! ¡Mostrale!
Pero no me animo. Sé que por más que yo baile bien, no estoy a la altura. Sé que haré el ridículo. Y hacer el ridículo es peor que inclinarse ante la derrota evidente.
—Otro día, Tabárez —le digo.
Y con mi paraguayita en mano, me hinco a apuntarle a algún punto.
La barra se ofende un par de días. Te cagaste, me dicen. Pero no les llevo el apunte y pronto se olvidan de ese trunco desafío. Pero a mí no se me pasa. Me duele sobre todo eso de saber que había otros que esperaban algo de mí y no se los pude ofrecer. Se lo digo a Mosquito, el único que me entiende en esos temas de danza callejera.
—No te calentés, Poli —me respalda—. Yo te voy a ayudar.
— ¿Y cómo?
—Ahh. Eso dejame a mí. Tengo mis recursos. Vos, bailá, que eso te sale bien.
Así las cosas, un día me busca por casa. Mi vieja me avisa. Dejo el mate cocido y Popeye, el marino de lado para ir a atenderlo. Ni le termino de saludar que ya me tira:
—Conseguí un grabador.
Me siento en la estratosfera. Un grabador, una pepita de oro para nosotros. Sos un fenómeno, le digo. Mosquito se pone serio.
—Eso sí, tenemos que bailar.
— ¿Cómo?
—Jorge quiere que le hagamos un baile.
— ¿Jorge? ¿Qué Jorge?
—Jorge Martínez, pues. El vago de 2° 7°. Quiere que le hagamos una demostración. A él y a su novia.
—No entiendo.
—A ellos les gusta el breakdance. Y les dije que vos la descosés.
—Pero yo no sé si
—No jodás, Poli. Yo te acompaño.
Y así, al final, me termina por convencer.
Por unos días, pensamos alguna escena de las pelis. Las recreamos. Y vamos al 2° 7°, a lo de Jorge Martínez, a ganarnos el préstamo del aparato. En el escenario–comedor, Mosquito me hace la segunda y yo no estoy seguro de estar bailando tan bien. Por muchos momentos me pierdo entre los nervios y la falta de confianza. Improviso mucho. No es fácil estar frente a un público de dos, ambos adultos y novios. Pero llegado el final, tan mal no lo hacemos. Porque cerrada la coreo, Jorge Martínez y su novia nos aplauden mucho. Y como buen vago, nos presta el grabador por tres días.
Ahí sí. Podemos ensayar con nuestros propios tiempos y nuestra propia música: unos casetes que otro vecino, hijo de gendarme, nos trajo del Paraguay. Después de una semana, bailo mejor y me siento más preparado. Sin embargo, sé muy bien que para ganarle a Tabárez necesito un plus. Eso le digo a Mosquito: necesito aprender el baile en el piso.
El sábado se organiza, como está de moda, un bailongo en la cortada del Tanque. Es el Breakdance Itinerante. Todos los fines de semana se lo organiza en algún barrio distinto: se corta la calle con dos paredes hechas con tablones de madera. Y ahí se juntan a mostrar sus dotes. El finde le toca al nuestro y es algo espectacular, que no queremos perdernos. El tema es que cobran entrada. Y es para los grandes. De todos modos, nos acercamos y por entre las hendijas bicheamos a los capos del barrio: el Chino y los suyos, un grupo de vagos y minas que no le hacen asco a la hora de mandarse a bailar en el piso. De todos los grandes que conocemos, el único que sabe girar con su cabeza en el suelo es el Chino. Y eso lo convierte en una leyenda total.
Ese sábado tenemos una ventaja. Las calles se cierran usando unos de los muros laterales del Tanque y la medianera de la casa de Caram. A eso de las 22, con el permiso de su mamá Juana nos metemos en su casa, en banda nos mandamos al patio, traemos una silla y de un salto estamos dentro. Los grandes nos ven colarnos, pero nos cubren ante los organizadores. A ellos les gusta que los pibes los vean bailar. Quédense en un costado y no jodan, nos dicen con buena onda. Agradecemos con la cabeza y algún pulgar levantado. Nos sentamos en un costado, cerca del disc–jockey. El grupo habla pavadas y se divierte, pero yo miro a ese grupo de grandes que se retuerce como zombis, en épocas de no–zombis. Escucho que me hablan de un costado.
—Poli, mirá quién te quiere conocer.
No puedo creerlo. El mismísimo Chino está ahí, al lado de Mosquito. Me mira canchero. Me pasa la palma. Y me sonríe con toda la onda.
—Tírate un paso, pibe —me dice.
Sin dudarlo, o sin pensarlo, me mando la que mejor me sale, el paso que más domino. El del brazo que se tuerce como ola electrificada. No puedo creer que el maestro del barrio me acompañe en la coreo, pero ahí estamos inventando una rutina. Nos mandamos algunos pasos, que en mí se ven forzados y para él es como un calentamiento previo. Pero el Chino está ahí, bailando a la par. Es un instante extraordinario. Y no sé bien qué hacer. El vago me habla, de pronto: Muy bien, Poli, me dice. Tenés pasta. Y me palmea un hombro.
Es mi oportunidad, pienso:
—Enseñame —le digo—. La del suelo.
El Chino sonríe. Se acomoda la gorra al revés.
Ese jueves es el cumple de Jorge Martínez. Está la familia, pero también los amigos y los vecinos. Jorge no deja a nadie sin invitar. La fiesta se hace en los extremos del monoblock, en ese tiempo en que eran cuadrados vacíos y todos los festejos se hacían entre columnas y vigas adornadas. Marcos, uno de nuestra banda, tiene pasta de disc–jockey. Jorge le confía la música. Y Marcos se luce. Después de algunos lentos y leyendas del rock, se larga con el disco de Break Machine. Ya en los primeros ritmos, los pibes empezamos a amagar algunas coreos de cabotaje. Jorge Martínez se entusiasma.
—Bailen, pues. Y les doy una sorpresa.
Mosquito siempre está un paso adelante en temas de desafío. Me tiende la mano. Y se forma la ronda que nos pone en luces de espectáculo. Apenas llevamos unos minutos de retorcernos cuando se produce el griterío. Qué bien estoy bailando, pienso. Pero, al toque, me doy cuenta: los gritos son por Tabárez, el loco de Tabárez que se viene desde un costado, todo quebrado en su torso, todo de goma en sus piernas, hasta su cara transfigurada en una especie de robot. Se abre paso entre la muchedumbre, toma el centro de la escena, hace varios firuletes de gran nivel y luego me apunta en la típica señal de «Ahora te toca a vos, Poli. A ver qué tenés para superar eso que te terminé de mostrar». Sí, como lo leyeron: Todo eso significa ese dedo que apunta. Y yo sé que ahí delante de todo el vecindario, ya no puedo retroceder.
Tomo la daga y me mando a hacer lo mejor que puedo. Pero algo me dice que no es suficiente. Tabárez retoma su magnífica labor: ahora se desliza en pasos circulares por toda la ronda, como si flotara, lo que genera el delirio de propios y extraños. Me siento derrotado y admito que el guacho me la ha hecho muy bien. Se la tenía bien estudiada. Con una risa de carne y cara de muñeco, vuelve a apuntarme, el filo del triunfo seguro en ese dedo delator. De pronto me pesa todo, mi barra, Mosquito, Jorge Martínez, el Chino, mi hermano mayor, que también anda por la fiesta y desde ya que hinchando por mí. Nunca fui popular, lo he dicho. Pero esa noche de jueves de enero, hay unos cuantos que esperan algo de mí. Y sé que no puedo volverlos a defraudar.
De modo que si hay un instante para jugarla entero, ese momento es ahora. Mi memoria es proverbial. Me tiro al piso y arranco con la rutina que me ha enseñado el Chino el último sábado. En dinámica sucesiva ensayo giros con la rodilla, con la espalda, salticos de brazos y pies, la Serpentina, el Pescadito. Al instante, noto la atención, el grito enloquecido. Me duele todo pero me he movido bien. La Tijera Cruzada, para el final, resulta más que efectiva.
Me levanto sintiendo el fuego que pela mis rodillas, mis codos. Pero nada más importa. Doy el pase, apuntando a mi rival con la respiración que no me cabe en el pecho inflado. Tabárez me mira a los ojos. Y le leo la duda. No esperaba eso y por primera vez advierto su vacilación, su miedo a la derrota. Pero Tabárez no es de achicarse. Por algo es el mejor de los pibes, al menos hasta esta noche. Un murmullo aletea entre los espectadores. Tabárez se decide, toma la daga. A medias. Se hinca en el piso de losa dura y mete un giro de rodilla. Tambalea. Pierde el equilibrio. Pone las manos para no caer. Fracasa, en definitiva. Lo tengo grogui y voy por el golpe definitivo. Sin esperar pase alguno, me lanzo a girar una vez con el hombro. Noto el cemento raspando la carne, dejándola en sangre viva. Comprendo que he ido muy lejos. Pero ya no tengo retorno. Es a muerte o capitulación.
Entonces, de la nada, o de todo lado, surge la gritería colosal, definitiva, inolvidable. Y no es para mi triunfo. Es para el Chino y para su grupo de vagos y minas. La banda entra copando la parada desde todos los rincones y pronto toman el escenario, como solo ellos y ellas lo saben hacer. La gente delira. Al segundo, se olvidan de nosotros. Y me parece justo. En la algarabía de un barrio de música y danzas break, lo busco a Tabárez, no sé bien por qué. El pibe me hace un gesto con la cabeza. Una señal de respeto, que me lo justifica todo. Y un poco más.
No queda claro quién es el ganador en aquella noche de enero. Esas cosas nunca se saben. Quizás para algunos mi rutina de suelo me ha convertido en el nuevo campeón. Quizás para otros, Tabárez baila como nadie y sigue siendo el mejor. Pero lo cierto es que en ese cumpleaños de adultos, ambas barras comemos sándwich de jamón y queso y tomamos Coca–Cola en botellita. Entre aplausos y risas, Jorge Martínez nos trae torta y algunos bombones Garoto.
—Son unos fenómenos, ustedes dos—, nos dice. Y se va. Al unísono, nos miramos con Tabárez.
—Gran baile—, me dice.
—Gran baile—, le digo.
Y luego sabemos que esa noche ninguno perdió.
Notas
1 No recuerdo que en ese tiempo la inflación estuviese disparada. Pero cada semana el precio de las entradas venía con incremento. Con los años me daría cuenta del negocio de los hermanos, que rozaba la usura. Pero ellos eran los encargados de ir a hacer fila y sacar el ticket para todos. De modo que seamos justos y pensémoslo como una especie de gastos operativos.