Jugar con ladrillitos

Lucía tiene un balde de ladrillos… ladrillitos pequeños de juguete, de un plástico brillante que resiste el embate fatal del desacuerdo que a veces manifiesta su fiereza (a la hora del almuerzo casi siempre), en boca de sus padres que discuten. Ella quiere escapar, aunque se pierda el postre o el helado de frutilla, a dormir una siesta que es mentira.

Juega con sus muñecos, los convierte, en familia feliz -eso aparentan- pero al final del día o de la escena descubre que esas vidas ya no encastran.

Entonces finge un interés extremo en el cuadro que cuelga de un clavito, allí en su habitación desde hace siglos. Es una imagen simple, casi abstracta, que ella nunca entendió -nunca, hasta ahora- donde una flor extraña arroja espinas y el fondo se convierte en una lágrima.

Como si ya se hubiera desatado la tormenta

No llovía, sólo estaba un poco nublado.

Quise explicártelo esa mañana gris, llamativamente gris, mientras tomábamos un té -sentados, frente a frente- en las sillas gastadas de un bar cualquiera.

(No habías querido que desayunáramos en casa… vaya uno a saber el motivo).

Me parecía apresurada, exagerada y necia, la idea de alejarnos.

Quise explicártelo de diferentes modos, esa mañana gris, llamativamente gris, aunque no llovía… pero, como si estuvieras sintiendo demasiado frío o aquello te importara demasiado poco, te encogiste de hombros.

Y saliste, sin esperarme, casi al mismo tiempo que escondías la cabeza entre las enormes solapas de tu impermeable innecesario.

Cuando algo insiste en desarmarse

Fuimos a uno de esos enormes bazares que venden casi todo lo que existe.

No necesitábamos nada... aún así demoramos tres horas buscando adornos y objetos inútiles desesperadamente como si fueran a salvarnos de un naufragio.

Compramos una mesa y dos sillitas plegables, amarillas, de lona poco resistente y demasiado pesadas (ni siquiera tenían un buen precio).

Después las armamos en un rincón del estacionamiento y, en absoluto silencio, nos sentamos a almorzar un sándwich de vacío a una hora en la que casi todos estaban merendando.

Con algo debíamos llenar ese pesado hueco estrepitoso que, a pesar de nuestros múltiples intentos de ocultarlo, se empeñaba en ponernos cara a cara con el final que ambos presentíamos…

Ese domingo

Aquel domingo salí a caminar como si nada se hubiera derrumbado el día anterior.

Cuando volví, colgué el abrigo. Después me quité los zapatos… y las lágrimas.

Una llora por todo lo que no va a volver.

Una llora por todo lo que no.

Una llora por todo.

Hay que podar las ramas de esta tristeza absurda…

Habrá que hacerlo ahora que ha comenzado mayo,
por eso busco un sitio en el que estar tranquila
para dejar caer las sílabas ingratas
que sostienen mi pena contra mi voluntad.

Hay que podar las ramas de esta tristeza absurda…
habrá que hacerlo ahora que ha comenzado junio
y aquí, en mi ciudad,
los árboles se quedan sin hojas y sin trinos.

Voy ensayando modos de quitar las espinas
de las flores que mueren, por si acaso.

Hay que podar las ramas de esta tristeza absurda…
habrá que hacerlo ahora que ha comenzado julio
y el invierno se ufana de su estridente frío
congelando recuerdos que trato de olvidar.

Hay que podar las ramas de esta tristeza absurda…
habrá que hacerlo ahora que ha comenzado agosto
y huele a primavera, aunque aún esté lejos,
como está lejos todo lo que una vez fue mío.

Hay que podar las ramas de esta tristeza absurda…
desde mayo hasta agosto son los mejores meses
(el árbol sufre menos),
pero llega septiembre
y sigue todavía la tristeza en mis manos
un absurdo año más.