Bosque. Malezas, anchas, quejumbroso matorral del norte. Se divisaba lo extenso del cañaveral.

En dirección al río, nubes de por medio, marchaba la fisgona por el pueblo. Lado a lado tenía ojos contemplándola. Mientras se largaba a llover, se retorcía las faldas, fruncía el ceño, mentón arriba, se mordisqueaba los labios y veía, dubitativa, el palpitar súbito de esas caras que, horrendas y degradadas por el sol, la observaban.

Se retocó el escote con vehemencia casi deportiva, siguió a paso errante por entre los bultos sofocados en lascivia; y se perdió en el bosque.

Llegó, diez minutos pasada la hora pautada. Quería evitar todo signo de desesperación, no soportaba la exhibición.

Lo vio salir. “¡Jm! Se animó, el pillo”, pensó, mordiéndose el labio superior con los incisivos.

–Te animaste… me encanta –esbozó, dejando de lado ese pudor característico de dos personas que se ven cara a cara por primera vez.

Él le sonrió fulgurantemente, y la saludó de manera muy cordial, casi en reverencia. Se rieron por lo bajo. Entraron.

Adentro se jugarían muchas más cosas que el/la… de dos cuerpos desbordantes de apetito voraz. Aunque, aún, no iban a saberlo.

En otra orilla del lago, la criatura lloraría gran parte de la noche, pero estaría en mejores manos que las de un adúltero, según comentaría más tarde la Ñaru.

Cayó la noche. Monte, floresta, brisa veraniega. Paredes que acogen. La luz que se colaba desde afuera ya no era más que un eco pálido sobre las paredes de barro, mientras el aire se espesaba de rumores callados. Ella se movió con rapidez, dejando atrás el temor que la había acechado en cada paso, como una sombra que se desvanece en la cercanía de una hoguera. Y, sin embargo, algo seguía agazapado en el fondo de su mirada, un destello fugaz de incertidumbre que no lograba deshacerse del todo.

Él la observaba en silencio, y a través de la penumbra, sus ojos brillaban con una intensidad que perturbaba. Era como si todo el espacio entre ellos hubiera quedado impregnado de una tensión palpable, un murmullo de promesas no formuladas, de deseos nunca dichos.

–No me mires así –murmuró ella, girándose de repente, sus palabras rasgadas por un suspiro, su respiración volviendo a un ritmo que delataba la agitación.

Él no dijo nada al principio. Se acercó un poco más, tan lentamente que parecía estar jugando con el tiempo, estirando esos breves segundos hasta el límite de lo soportable. Finalmente, con una sonrisa que apenas tocaba sus labios, respondió:

–No puedo evitarlo.

Entonces ella se apartó un paso, y el sonido de sus faldas rozando la mesa partió el silencio inquietante, esa sensación pegajosa de tensión que se mantenía. Se sentó en un banco de madera, de esos que nadie se atreve a reparar porque ya no sirven. No le importaba. La oscuridad ya había tomado casi toda la habitación, y la humedad penetraba por cada rendija, haciéndolo todo más cercano, más íntimo.

–No entiendo por qué lo haces –dijo ella, su voz quebrándose en un suspiro. La fragilidad de sus palabras se dispersó por el aire como si su cuerpo, al igual que su alma, estuviera desbordándose en mil pedazos.

Él no respondió, solo se acercó aún más, hasta que las sombras se unieron tras sus cuerpos. Podía sentir la calidez de su aliento, y el roce de su piel se volvió inevitable. Su rostro estaba a solo un par de centímetros, y la cercanía era insoportable, como una necesidad apremiante que no podía posponerse.

–No me interesa entender nada –susurró él al fin, con las palabras apenas alcanzando los oídos de ella. Y mientras decía eso, su mano, firme y decidida, le tocó su rostro, el contorno de su mandíbula, la curva de su cuello.

Ella cerró los ojos por un instante, sin saber si quería detenerlo o si prefería dejarse llevar. Pero ya estaba hecho. Las fronteras se habían desdibujado, y todo lo que quedaba era el palpitar de su pecho, el erizamiento en la piel, la urgencia de algo que había estado esperando en silencio.

Cuando al fin sus labios se encontraron, fue como si todo lo que los rodeaba dejara de existir. La lluvia, el viento, la casa, el pueblo… los vínculos que traccionan una gran carga espiritual… todo desapareció en ese beso, en ese momento suspendido donde solo quedaban dos cuerpos, dos respiraciones, y el susurro de los árboles a lo lejos.