Con fecha final cerca y cierta, el planeta continuaba girando. Según los cálculos de la sonda enviada por el centro Espacial de Kourou en la Guayana francesa, la implosión ocurriría el 08 de septiembre de 2024 a las 12:00 del medio día hora del meridiano de Greenwich.

Y es que antes de que todo desapareciera, los objetos comenzaron a moverse. Estando en casa, en la casa de cualquiera, con la luz del sol o bajo la iluminación de la luna, los objetos cambiaban de ubicación, poco a poco se movían, como huyendo de sus dueños y persiguiendo un no sé qué.

Inicialmente, se movían los objetos con algún componente de hierro, luego comenzaron a moverse los objetos con otros tipos de metal y finalmente la fuerza magnética comenzó a ejercer un efecto enorme en cualquier cuerpo que ocupará un espacio.

Para entonces, la humanidad ya estaba en una crisis sin precedentes. La temperatura que se había comenzado a elevar a principios de siglo llevaba un triste registro de aumento de más de 10 grados en la escala Celsius, de la mano de las altas emisiones de Gas Carbónico. Los efectos que eran por demás notorios, se palpaban en la prolífica aparición de eventos climáticos intensos, como huracanes, olas de calor y deshielo de los polos, lo cual amenazaba con inundar áreas costeras.

Pero el efecto más grave, el que no se había calculado aún, era el sobrecalentamiento del núcleo de la tierra. Esta anomalía fue la que propició el inicio de la magnetización contractiva, la cual, en un sentido conceptual amplio, se refería a un proceso en el que la materia inicia la reducción de su volumen debido a la fuerza magnética.

Al respecto, los científicos habían hecho toda suerte de alucinantes vaticinios, indicando todos y cada uno de los efectos que tendría la magnetización sobre el planeta. Pero fue la Doctora Alexandra de Paula quien entendió que, producto de la magnetización, la vida conocida dejaría de existir.

Varios meses antes de que la sonda confirmara las sospechas de De Paula, ella había calculado que ese septiembre ocurriría la implosión. En el laboratorio, había observado un incremento en la aceleración de las partículas de ciertos objetos, en contraste con los cuerpos celestes cercanos, cuya estructura parecía inalterada. Sin embargo, con el paso de los días las partículas observadas continuaban acelerando su vibración, al mismo tiempo que los cuerpos celestes pero a menor escala.

Con la certitud del inicio del fin, los objetos pasaban de moverse ligeramente y de ser encontrados en otros lugares a desaparecer. Solo dejaban el espacio vacío y la posible marca de polvo a su alrededor.

Poco a poco los objetos pequeños se extrañaban, más adelante los medianos y para la fecha en la que los científicos estaban de acuerdo con la teoría de la magnetización los vehículos ya estaban en vía de extinción.

La desaparición de los objetos era un hecho cierto, pero a De Paula le preocupaba por sobre todas las cosas el agua. Encontraba que si bien los seres vivos podrían de manera certera sufrir los pormenores de la magnetización, esto es, en cuanto al sobrecalentamiento, el problema principal se encontraba en el fin de la reproducción vegetal.

Mientras De Paula consciente de la desaparición de los objetos continuaba buscando alguna posible salida al creciente desasosiego, Andrés Julioson, Dr. en Física de la Universidad de Múnich, trabajaba desde hacía años su teoría sobre el enfriamiento del núcleo. Su objeto de estudio principal abordaba otros temas pero durante su proceso de investigación, Julioson sabía que la aceleración de las partículas moleculares era un hecho, ya que en su laboratorio había logrado desaparecer objetos minúsculos por medio del calentamiento de sus partículas. Claro, desaparecer es un decir. Lo que había descubierto era que podía utilizar la aceleración molecular para transportar cuerpos en el tiempo, pues lograban tal velocidad que los objetos no encontraban resistencia y así podían trascender a un espacio donde las dimensiones del universo ya no tendrían sentido y donde un mar infinito de posibilidades se abrían libres de contracción.

Así, en un acto desesperado intentó culminar con el desarrollo de la aceleración molecular por calentamiento. El tiempo apremiaba pues los objetos medianos ya desaparecidos como lámparas, mesas y sillas ya no se extrañaban. Lo que más se temía la humanidad era la desaparición de los seres vivos, sobre todo de los más pequeños, insectos, aves, animales domésticos o niños.

Los primeros días de septiembre habían llegado, y con ellos una decisión imposible. Julioson tenía ya la manera de proyectar el viaje de salvación, sin que los hubiera probado en algún ser vivo. No obstante, lo más inverosímil no era el hecho de tener certeza del funcionamiento del viaje de salvación, era el hecho mismo de saber que aunque el viaje fuera un éxito, la humanidad no tendría manera de saber si la salvación de la especie había ocurrido.

La elección no era fácil, se sabía que era el final de la vida, la vida en la Tierra tal y como se conocía. Ahora, con la certeza del fin cerca, los humanos deberían como especie saber si deseaban perpetuar su existencia, más allá de la Tierra, a pesar de la Tierra, a pesar del sistema solar.

Y fue así, como definitivamente en un acto egoísta se seleccionó un individuo de cada sexo de la especie, que pudiera tener la capacidad de reproducirse, solo con la esperanza o vanidad de encontrar un nicho en algún otro lugar, en otro tiempo, pues no necesitamos más que un día para cambiar los tiempos futuros.

Julioson logró enviarlos, en un viaje sin regreso, una huida del paraíso perdido. La humanidad no se salvaría en el universo conocido, pero sí en otra dimensión. Un lugar donde, tal vez, la humanidad o lo que quedaba de ella podría empezar de nuevo.