Es como un cuento de adolescentes. Como aquellos de héroes propios que me contaba mi hermano en nuestros paseos en bicicleta. Es como me sentía acaso cuando lograba pescar algo más grande que lo que capturaba mi padre. Es como esos cuentos, pero le sobra –quizás– la inocencia.

He regresado al 95. Un viaje al pueblito de San Lorenzo, a un campeonato de fútbol que –de tan lejano– ya me resulta extranjero. Tengo 20, me llaman Poli y soy el más pibe. Los demás me llevan fácil 5 años. Además soy el nuevo. Me fueron arrimando al equipo por ser el cuñado del centrojás, porque siempre faltaban jugadores y porque el hermano de mi flamante novia –tal vez por pedido de sus padres– prefería que yo estuviera cerca de él y no de su hermana adolescente.

Por algunos fines de semana nos dedicamos al fútbol 5. Siempre amistosos. Siempre todos conocidos y mezclados. Pero yo, salvo a mi cuñado, no conozco a los demás. Y él no me da mucha bolilla, por no decir que me segrega bastante. Pero al líder del grupo, al capitán, le gusta mi intención de jugar siempre al balón al pie, al toque preciso, a la jugada sutil y la gambeta inesperada. Y de algún modo se pone en papel de padrino, de celador. Fuera de él, los demás me miran con desconfianza. No les convence mi juego. Tal vez porque, a menudo, los dejo desairados delante de sus amigos, que no son los míos. Y eso me lo cobran con alguna que otra patada fuera de contexto. Que el capitán, el líder, corta siempre de raíz.

Qué te pasa con el pibe, les dice.

Si te pone nervioso, salí nomás, les dice.

Seguimos los que jugamos fútbol, les dice.

Entonces, el que me tiró la murra agacha la cabeza. Y ya no me tocará, al menos por ese día, por ese partido. Me reconforta saberme protegido por el capitán y por mi cuñado, que aunque no me cuide tampoco me va a jugar en contra. Un aliado y un neutral funcionan para calmar las pulsaciones. Y así me voy afirmando como un jugador más.

Pero este viaje, este campeonato de pueblo es otra cosa. Es cancha grande y, seguro, tapada de pozos. Vamos en tres autos, en caravana. Sé que me han invitado menos por mi cuñado que por el capitán. Y porque para disputar un torneo en el interior un domingo temprano no es fácil juntar 11. Me siento un poco perdido, no estoy seguro de que el haber dicho que sí haya sido una buena idea. No pasa nada, pibe, me dice el capitán, antes de salir a ruta. Vos jugá como siempre. A los demás –lo he dicho– no les convence mi juego. No dicen, pero piensan que van con uno menos. Se les nota en el vacío que me hacen. Solo me hablan para criticarme a futuro.

Vos, no tanta pirueta porque te levantan en pala, me dicen.

No te hagás el Maradona, me dicen.

Hay que poner huevo, me dicen.

Hay que poner bola, repiten sin mirarme, pero poniendo énfasis en la arenga, atacando mi silencio de rincón.

Y yo me siento un poco solo, sin saber dónde me estoy metiendo. A esa hora temprana de domingo, me pregunto por primera vez: ¿para qué corchos me vine? Seguro, este viaje es obra de mis demonios.

En San Lorenzo, disputamos dos partidos: un amistoso mano a mano contra los locales y otro a eliminación directa, ya por el interzonal. Como soy el nuevo del equipo, el pibe arrimado por un cuñado, durante el partido mis toscos compañeros se ensañan conmigo. Me hacen creer que mi idea del fútbol es un disparate, una mentira. Largala rápido, me gritan. Bajá a marcar, me gritan. No te quedés ahí parado, me gritan. Yo me mareo en confusiones. Y lo que intento –a menudo– resulta estéril. Los del equipo rival son grandes y duros. Los del mío no me entienden. Y nunca están conformes con lo que hago. Hay que poner bola, me gritan. Hay que poner huevo, me insisten mucho. En los dos partidos. Yo los escucho con culpa. Y me pregunto para qué conejos me vine hasta acá. Es obra de mis demonios, respondo.

Perdemos los dos desafíos, ahí nomás. Un mugroso 0 a 1 y un peleado 2 a 3. Al terminar cada disputa, los vagos se echan chispas, se desconocen de pura impotencia y tienen ganas de irse a las manos, todos contra todos. Como saben que su coraje es inútil, se desquitan conmigo. Tenés que poner huevo, te dije, me dicen. A los gritos. Todos, menos uno. O dos. Mi cuñado no habla, ni siquiera cuando le mencionan a su hermana, que es mi promesa de novia. Por qué no le dejaste con la Martina, le dicen. Mi cuñado no responde, pero le leo en la cara la frustración por haberme traído. El otro que putea –aunque a todos menos a mí– es el líder, el capitán, el más grande de todos. Él tampoco me dice nada y me observa pensativo, como estudiando. Apocado por mi endeblez física y mi soledad extranjera, miro a los costados con ojos vidriosos. Siento que le he fallado.

Tenías que haber puesto huevo, me dicen.

Jugamos con uno menos, me dicen.

Te pasaste pensando en tu chica, me dicen.

Son tan altas y tan cercanas las sentencias, me lo dicen tan en serio, que supongo que la razón les pertenece. Yo no recuerdo haber pensado en alguien que no sean los tipos esos que me marcaban sucio. O en la poca ayuda que recibí de los míos. Pero no contesto nada. Me quedo pensando a lo lejos, tal vez a lo lejos que estoy de mi casa, de mi barrio, de lo mío. Y siento que la he fallado grande. Y miserablemente.

Para qué me vine acá, pienso.

Mis demonios, siempre, pienso.

Y así la mañana y la tarde se me vuelven oscuridad.

Aún lejos de casa en la ruta, en el regreso con pena y sin gloria, paramos en alguna ciudad intermedia, en una plaza, en un carrito de hamburguesas. Serán cerca de las 10 en la noche. Y después de la carne y entre botellas de birra, ahí entonces, con el músculo en reposo y la lengua suelta, vuelven los análisis pospartidos.

Tenías que haber puesto más bola, más huevo, me repiten.

Si no jodieras con tu fulbito, me dicen.

Te creés Maradona, me dicen.

Y pasada la bronca urgente, ahora festejan el escarnio a las risotadas.

Solo entonces, ya dejando atrás el dolor de una derrota sin importancia, el capitán hará justicia a mi esfuerzo, a mi gol y a mi asistencia.

A ver, a ver... ¿Quién hizo más que él?, tira como desafío.

Los vagos se miran extrañados.

¿Cómo que quién hizo más? ¿No viste que

¿Cuántos goles hicimos?, interrumpe el capitán. Y se contesta: dos, en dos partidos. Y agrega: si no era por Poli, no hacíamos ni uno.

Y el cese de las risas primero, el silencio seguido y las cabezas gachas después funcionan como reconocimiento tardío. Me ponen en otro lugar. Recién entonces me doy cuenta de que en esa sentencia hay algo de verdad. En el torneo Localidad de San Lorenzo, el que valía, marqué el 1 a 0 y asistí al capitán en el 2 a 2. Eso es algo, me parece, me digo. Y los otros, tal vez, empiezan a pensar igual.

Por un instante, el silencio le gana al bullicio. Un minuto después nuestro fullback, el más duro y grandote, se anima. Es cierto, dice. En el gol, pensé que la iba a parar, como siempre, y que iba a querer gambetear. Pero ¡pumba! Le dio así, de una, cuenta con gestos a los demás, como si yo no estuviera ahí. Ni la vio el arquero, dice como certificando.

¿Y el pase que me dio?, agrega el capitán. Tomá y hacelo, jojo. Un fenómeno.

Seee. ¿A cuántos limpiaste antes?, pregunta el insider izquierdo.

No sé por qué, lo pienso un segundo. Dos, creo, le digo después con humildad ya un tanto sospechosa.

Sí, Poli, acota el capitán. Pasaste entre esos dos grandotes. Y me la pusiste adelante, servida, para que yo nada más elija el lugar.

Me quedo callado, paladeando el silencio de todos, el que homologa, el que justifica, el que asiente una verdad.

Un fenómeno, me dice el capitán. Y me palmea el hombro. Y cierra con algo así: si alguien mostró algo de fútbol en esa cancha de mierda, ante ese equipo del orto, ese fue Poli.

Es verdad, dicen.

Es cierto, dicen.

Qué grande, dicen todos en una exclamación.

Ahora mi cuñado me sonríe. Ya no hay reproches. Jugaste bien, me dice. No le hagas caso a estos pataduras, me agrega el capitán, el distinto, el que entiende de qué va el fútbol. Estos no saben nada, me asevera. Y me pasa la botella. Y para que todos lo oigan alza la palabra: vos jugaste 10 puntos.

Solo entonces me daré cuenta de la importancia de ser yo mismo, el que siempre lo intenta. Entonces, solo entonces, mis demonios internos se fugan y me dejan en paz.

Mis demonios, siempre.

Luego, ya en la ciudad capital. Estoy en uno de los tres autos, en un barrio hostil y de madrugada, esperando al grupo que –entonados por el espíritu de desquite– se ha esfumado en un boliche vulgar, de margen, de esos donde es muy sencillo perder la compostura. Luego de las múltiples birras y en regreso de caravana, es lo único en lo que han pensado, lo que han venido planeando. Vos entrá con nosotros, me dicen cómplices los mismos que al principio del domingo no me querían ni cerca. Hasta el capitán me alienta, bastante perjudicado por el alcohol. Dale, Poli. Seguro ahí también la movés, me ríe. En algún momento, el agrande me tienta. Pienso en por qué no. Otra jugarreta de mis demonios. Estoy a esto de fallarlo todo, otra vez.

Al final digo que no, que gracias. La hermanita no se va a enterar, me burlan y miran a mi cuñado. Yo me quedo callado. Es cierto que él no me batirá, es cierto que más allá de unos besos y algunas tocaditas en moto, con Martina no pasamos aún de la ilusión. Por eso, también en ese partido intento jugarlo como siempre. Con mi mejor versión. Y terminar un viaje tumultuoso en una casona más desaconsejable que mis rivales de cancha no es algo que aporte lucidez a mi historia. Vayan, yo me tiro un rato, les digo. Los vagos ríen y se alejan. Los veo acercarse a una lucecitas rojas, los veo hablar con un matrimonio de años y mañas, y luego los veo perderse detrás de una cortinitas de colores chillones. Desde la ventanilla del auto los veo, mientras los espero.

Pero no los espero solo. No sé si mi cuñado se queda conmigo porque se siente responsable de mí o porque es el dueño del coche y no quiere que se lo roben. El tema es que pasamos el rato hablando un poco, bastante poco, y escuchando la radio. Los temas son lentos, como estilan las FM en madrugada. Algo sé de inglés, sé que alguien canta Rock me, baby. Luego, pienso en Martina. Y quisiera preguntar. ¿Ella me quiere? ¿O es mi imaginación? ¿Mi inocencia? Mis demonios. Eso y otras cosas me gustaría preguntar. Pero mi compañero es también mi cuñado y no sé hasta qué punto cela de su hermana adolescente. No me lo va a decir ni yo se lo voy a preguntar. Todo funciona bien así, en la memoria de lo que ha sido y la expectativa de lo que un día será. Eso también lo saben mis demonios. Siempre.

Solo muchos años después entenderé que ese viaje de derrotas sería el inicio de otra historia, la de Martina. Aun cuando, luego de mucho tránsito, también me dejaría nada. O tal vez me dejaría esta memoria que, en otro tiempo como este de ahora, nos sobrevivirá como una aventura digna de preservar. Porque yo hoy la recuerdo, lo recuerdo todo hoy que escucho a George McRae. El mismo tipo que en esa radio en madrugada cantaba –como ahora canta– cantaba Rock me, baby. Luego, pienso en Martina, en cómo ella se movía cuando salíamos a caminar, en cómo su liviana soltura me endurecía el cuerpo y me ablandaba el alma, en cómo me quitaba el mando de la moto y me dejaba acomodarme en su hombro. Llevame donde quieras, le decía yo. Y ella lo hacía. Y solo cuando estábamos juntos éramos capaz de largarnos lejos, muy lejos, a millas del demonio más intenso.

Pero esa es otra historia. Volvamos. Vuelvo ahora al auto, a la madrugada de ese lunes ya fuera de tiempo. La canción termina y engancha otra, que mi difusa memoria jamás recuperará. Ya es tarde, me digo, ya deberíamos estar dejando todo esto atrás. Es tarde, es temprano. Ya deberíamos volver.

¿Qué hora es?, pregunto.

Las cinco y media, me dice mi cuñado.

En casa me estarán esperando, digo.

Y sí, me responde. En casa también.

Y me pega una piña en el hombro. Y yo ahí, lejano, extranjero en la gloria ajena y olvidada, me siento aceptado en la derrota y me acurruco en un recuerdo que aún está en expectativa. Pero que, a partir de entonces, ya se escribe inolvidable. Porque no recuerdo un torneo como aquel, no recuerdo una novia como aquella. Y hoy que sigo jugándomela en otras disputas menos inocentes, que apenas cargo toda mi frustración de perder a pesar de haberlo intentado, hoy dejo este testimonio de lo que me han deparado mis demonios. Qué otra cosa puedo hacer, me digo. Hay que jugarse. No queda otra suerte por forjar.

Una cosa más. La última:

¿Cómo te fue en el viaje?, me pregunta Martina al otro día, mirándome inquieta.

Qué sé yo. Perdimos, le digo.

Perder, a veces, también es una manera de ganar, me sentencia. No entiendo bien la frase, sin embargo lo comprendo todo. Y entre tanto fracaso de demonios se me abre una sonrisa plena, de brazo en alto al sol.