Un fuego fatuo iluminaba el fondo del corredor que lentamente recorría pero que no terminaba de recorrer. Puertas a diestra y siniestra pasaban. Escuché el aleteo de una dulce y enorme ave negra que volaba y pasaba de derecha a izquierda, una voz que me decía despierta y un repentino frío.

Cuando me desperté, recordé haber visto el majestuoso pájaro y su lento revoloteo mientras cruzaba, un aleteo que apenas hacía resistencia al viento. Estaba en la plaza ese día y yo sentía que estaba soñando, sentía que me faltaba el oxígeno, pero supe que no era un sueño cuando mi hermano llegó a saludarme.

Cuando era pequeño, veía sombras con hábito color café como monjes franciscanos en las esquinas. De repente, al voltear a mirar, se les podía ver escondiéndose. Bueno, para ser sincero, no solo veía franciscanos; veía otras sombras que se colaban en las esquinas o que desaparecían detrás de las bancas de los parques.

Yo daba por descontado que me buscaban; por lo tanto, no me podía descuidar. Debía estar vigilante porque, si no los alcanzaba a ver, podrían fácilmente llegar a mí. No había forma de estar alerta o en vigilia todo el tiempo, así que la zozobra en la noche era incalculable.

La pregunta era sencilla, o por lo menos así me lo parecía: ¿por qué me buscaban? Yo no me sentía tan especial; pues, ¿qué puede tener un niño de especial? Sin embargo, ya adulto, cuando vi el ave, supe que hacía parte de aquellos buscadores.

Ya no sentía aquel miedo sobrecogedor que produce su huidiza actitud; ahora estaba dispuesto a enfrentarlos. Lo que me proponía en primer lugar, bajo una lógica básica, era que mi hermano los viera. La tarea no fue para nada fácil, pero comenzó a creerme un buen día cuando en casa, un tío que pasaba la noche de visita soñó con el abuelo. En este sueño, el abuelo, con chamarra corta tejana, llegaba a un lugar a cantar una buena ranchera. El abuelo tenía un bigote negro espeso que, en combinación con su atuendo del ciclo de oro del cine del mexicano, producía una voz a lo José Alfredo Jiménez que añoraba pero que ponía los pelos de punta.

En aquella ocasión, el tío contó aquel vívido sueño y mi hermano pensó enseguida que algo fuera de lo normal ocurría en la casa.

Cuando se supo del sueño de mi tío, yo tuve el coraje de contarle a mi hermano sobre los perseguidores. Le conté también que al poner la cabeza en la almohada, se abría un libro enorme que escogía la pesadilla de turno para esa noche.

Mi hermano pensó en la relación de todo lo acontecido pero no logró hilar nada hasta que un día, estando en el escritorio, pudo ver cómo las llaves que estaban sobre el televisor se iban al suelo sin más ni más. Al instante entendió que lo que le decía no era un invento.

El abuelo siguió su peregrinar por los sueños de la familia, la dulce ave negra cruzaba los cielos y presentaba al abuelo a sus familiares. Nietos e hijos lo conocieron en sueños pues nunca lo vieron en persona. Cuando comenzamos a comentar de qué trataban, siempre mustio gallardo y elegante aparecía o bien con su traje militar y su gorro de cuartel caqui o bien con sus chamarras mexicanas cortas al mejor estilo de Jorge Negrete. Eran diversas sus interacciones pero parecían no tener relación entre ellas.

Yo lo soñé; lo vi hablarme en un espacio infinito de suelos blancos. Allí me encargaba el cuidado de mi mamá.

El abuelo nunca envejece; siempre se le veía como en las fotos de la casa de la abuela, gallardo y elegante tanto como la imagen del Cristo de Sallman que colgaba en el largo hall de entrada.

Ahora que mi hermano sospecha, esperamos una nueva visita, un ave que nos presente el frío que antecede a la presencia de los que persiguen, de los que acechan en sueños.