Sentado en un bar de la plaza de la Radio, bebiendo algo, escucho a muchachas que se ponen de acuerdo sobre números, direcciones y servicios, todo por teléfono y en voz alta. También me llegan las indicaciones del líder religioso musulmán sobre reglas de comportamiento a los jóvenes que lo rodean. Yo converso con mi amiga de todo un poco, mientras ella raspa uno tras otro los siete rascas que ha comprado como cada día. Todos piden algo de beber y luego se sientan a rascar las tarjetas que deberían hacerlos millonarios y, se supone, felices. En aquel bar siempre hay una cola de, al menos, una docena de personas que vienen a comprar, pagar y consumir. Lo que se consume son bebidas, cafés y muchos capuchinos, también tabaco y, por supuesto, innumerables rascas. Una de las chicas que más se hace notar, critica desde su mesa lejana, a un muchacho magrebí que, a esa hora de la noche, le da sorbos a su capuchino. Él disimula no escuchar, pero me mira y en voz baja me dice: «Es una puta».

Llega Silvia, mi amiga, que ya ha adquirido sus rascas. Me saluda con afabilidad. También por mi parte, al llegar, saludé cordialmente al viejo musulmán sentado en primera fila. Mientras los riders, hacen una parada para comprar cigarrillos, yo me tomo un vino. El camarero sabe lo que bebo y me lo pone antes de que lo pida, mientras formo parte del grupo de diez personas que hacen cola para pagar. Algunos muchachos marroquíes se concentran exclusivamente en sus teléfonos, como hipnotizados, uno habla con su familia lejana, otros algunos albaneses, imagino que contactan con Albania. Pasan hombres en patinetes.

Recuerdo cuando me encontré a mi casi hermano, al que no veía desde hacía una eternidad. Se paró de golpe y me señaló: «¡Pero si yo conozco a ese señor!». Nos dimos un abrazo para remarcar la promesa de que nos volveríamos a ver en poco tiempo. Ya han pasado seis meses de aquello. El viejo musulmán platica con gran cantidad de jóvenes que se le han acercado, alguno de los cuales levanta un poco la voz. No se trata de una discusión, sino de entusiasmo verbal.

Allí se hablan diferentes lenguas, casi todas ellas incomprensibles para mí, que pertenezco al mundo occidental. Qué lata, dice alguien, mientras la condesa termina de rascar, «hoy no es un buen día para el juego y estoy gastando de más, tengo que parar». Me cuenta que al día siguiente se verá con su hijo pequeño y sus dos nietas, saca su teléfono y me enseña un video con toda la familia de su hijo, enfrascados en un baile familiar, una especie de tarantela, un poco más refinada. Linda familia, comento, y ella va a cobrar los cinco euros, su única recompensa tras gastar treinta. Se despide cordialmente y se marcha en busca del primer autobús nocturno.

No sé dónde vive, tan solo que es originaria de Calabria y que en el bar la reciben con todos los honores. Los habituales del lugar la miran con respeto y a la vez con distancia. «Ha llegado la Condesa», susurran en voz baja, pero ella no los escucha, se concentra en sus números, de vez en cuando se levanta y pide un vaso de agua con limón, sin perder ojo a las bolsas de plástico con las últimas compras, verdaderas joyas, dice, adquiridas a precio irrisorio en mercadillos de segunda mano. Está orgullosa de ello.

Me deleita el hecho de haberme sustraído a la idea del dinero fácil, aunque en el dinero no hay nada malo. En la erudición no hay nada malo. En el conocimiento y en la inteligencia no hay nada malo. Recordé aquella vez que estuve a punto de perder el avión que debía llevarme de Monterrey a Ciudad de México. Al final lo perdí de verdad, pero mi diligente amigo reservó otro inmediatamente. Me subí al aparato con el corazón a punto de explotar. Tras una hora de vuelo me vi haciendo cola para encontrar un taxi. El trayecto desde el aeropuerto fue mucho más largo que el vuelo.

Nos cruzábamos con militares. ¿Había subido al taxi correcto o estaba yendo de cabeza a un secuestro seguro? Le daba vueltas a la cabeza y mientras tanto pasaron los segundos, los minutos, el cuarto de hora, la media hora, la hora y así hasta llegar a la puerta que esperaba ansiosamente mi llegada. El mal surge de las actividades que el hombre realiza con su ayuda. Le daba vueltas a la cabeza y se produjo un arrepentimiento auténtico. El agua pura no tiene color, pero escanciada en una botella negra, parece negra. Vertida en una botella roja, parece roja. El agua no es ni roja ni negra, el color es resultado de lo que nosotros hemos hecha con ella.

Hoy salgo temprano por la mañana, llego a la estación antes de tiempo y, sin embargo, a diferencia de otras ocasiones, me topo con muchos pasajeros ya de camino a sus trabajos. Hay algo de niebla. Y, atención a esto, se cumple el horario. El tren avanza lentamente y penetra en la niebla. Llegamos a la primera estación. Suben más viajeros, en su mayoría mujeres. Un timbre anuncia el cierre de las puertas, arrancamos de nuevo hacia nuestro destino. Nada más llegar a Orte, ciudad en cuya estación se gestionan los trenes que van al norte, la niebla se hace más espesa y puedo notar la humedad. Más allá de algún que otro intercambio de ideas, dentro del tren el tiempo pasa alrededor del móvil, siempre hay quien se concentra en sí mismo. Se ven muy pocos periódicos y los que hay son periódicos locales cuyas noticias afectan exclusivamente a los lugares en los que se reside.

Resulta extrañísimo no poder abordar la imagen mundial de un cosmos más amplio, seguir la firma de un comentarista, de un buen periodista. Antes o después, a mí me pasará lo mismo. Se agotarán los pensamientos, las ideas, las ganas de cambiar. Se lo explico a mi gato antes de salir, intentando apaciguar su instinto, que ya ha comprendido que me voy y hasta la caída de la tarde no regresaré a casa.

Mi gato Luce, anaranjado, un gato realmente especial. Aunque, pensándolo bien, ¿qué gato no lo es? Luce es el último de una generación que se ha ido extinguiendo con el paso de los años, aquí en el pueblo. Se dice que antes la comunidad felina estaba formada por un centenar de miembros que ocupaban toda la zona del burgo y el castillo, el llamado burgo viejo. Sucede lo mismo con los seres humanos, que se están yendo uno tras otro (los demás estamos en la cola). Hijo de Nuvola, la gata más vieja, la que parió generaciones enteras de cachorros. De la camada quedan Luce, Grigio y Tigre.

Luce, una vez hubo entrado en la casa, nunca quiso saber nada de marcharse. Fue durante nuestro primer año en Sipicciano. Al ver a nuestra vecina Antonella cuidar con tanto cariño de una pequeña colonia felina, decidimos echarle una mano, adoptando dos: Luce y Grigio.

Antonella y Tonino viven debajo de nuestra casa. Cuando llegamos, ellos eran los únicos habitantes de este lugar. Tonino Calabrese forma nuevos reclutas para el mundo del fútbol y del fútbol sala, pero tiene un pasado como dirigente comunista. Antonella, ya sobrepasados los setenta, fue la primera mujer en Siracusa en llevar minifalda. Tras deslumbrar a nuestro actual vecino, quien no cesó en su empeño hasta que consiguió convencerla para que se casasen y se marchasen a la capital, se convirtió en una de las militantes más activas en la difusión del diario L’Unità, circunstancia que a Antonella la sigue llenado de orgullo, emocionándose cada vez que lo recuerda, si bien dicha emoción pronto se convierte en un canto, pues conoce cientos de canciones. Cuántas veces me habrá despertado cantando el Bella Ciao y, en mi honor, el «Hasta siempre, comandante Che Guevara».

Alrededor de esta pareja han prosperado una docena de gatos a los que Antonella cuida con tanto cariño. Para echarle una mano, nos quedamos con dos de los cachorros, aunque, más tarde, se redujeron a uno, porque, cuando todavía no los habíamos esterilizado, y durante unas pequeñas vacaciones que pasamos en la isla de Elba, al parecer se produjo una señora pelea en la casa, hasta el punto de que Grigio huyó y desde entonces nunca más volvimos a saber de él. «Considero mi deber advertir que el gato es un animal antiguo e intocable», se dice en determinado pasaje de El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, una de las obras maestras del siglo XX. Luce se convirtió en el único e indiscultible rey. Y por aquí viene para «abrazar» mi pierna, como si quisiera obligarme a escribir una última frase: «tú eres mío». ¡Pues claro!

La isla Tiberina

Por debajo de nosotros pasa la historia. La isla. Está situada en el medio del Tíber, en Roma. Debe de ser la isla habitada más pequeña del mundo. No llega a los 300 metros de largo, 90 en su parte más ancha. Su edad es casi la misma que la de la ciudad eterna. No hace tanto allí vivía el artista norte americano Joseph Kosuth y, antes aún, el director teatral Giancarlo Nanni. En época romana había un templo dedicado a Asclepio, el dios de la medicina. La razón, probablemente, esté relacionada con el hecho de que la isla fue utilizada como refugio para enfermos necesitados de cuarentena y aislamiento, cuando había que prevenir contagios e infecciones. El hospital de los hermanos hospitalarios, hoy conocido como hospital Gemelli Isola, nació precisamente a partir de ese pasado. Hoy es un señor hospital. El más bello de Roma.

He contemplado desde fuera muchísimas veces esa postal romana. Lo que nunca hubiera creído es que acabaría viviéndolo un poco, tanto de día como de noche. De noche se oye el ajetreo de fondo, a lo lejos. Muy temprano aparece el sol, ese sol que te enamora de Roma. Es esa luz, que no verás en ninguna otra ciudad del mundo, con la que Roma te enamora. Se percibe incluso el ruido de los pájaros con el que Roma te enamora. Y luego esos pinos mediterráneos con los que Roma nos enamoró desde el minuto uno.

Es de mañana, muy temprano, y ya hay alguien caminando por las orillas del Tíber, ya hay alguien que se esfuerza y corre, ya hay alguien que intenta llegar puntual al trabajo, pero ahora, desde este rincón, desde esta postal, no se ve aquello que no te hace amar la ciudad. Pasan coches, tantos coches, y autobuses colmados de turistas, es el estruendo de las multitudes, el sonido cada vez más próximo de las sirenas, el ruido del tráfico, de las obras, de la confusión, de las reformas, del lavado de cara urbano de una ciudad que se prepara para recibir el Jubileo.

La sensación, al cruzar el umbral de la memoria, es la de que aquí ya se haya vivido todo. Pero el silencio y el olvido reemplazan rápidamente los barnices y pinturas que, en otro tiempo, decoraban los palacios y las pocas calles de la ciudad — extendidas, rectilíneas, acumulando recuerdos y polvo — que tienen dificultades para respirar. Y, sin embargo, respiro. Y respiran todos los que están conmigo. Disculpadme, pero tengo que ausentarme por un tiempo. De hecho, lo hago, me ausento y reaparezco algunas horas después.

Son las 3:35 y no consigo dormir. He cerrado las grandes cortinas que me separan de los demás. Tengo la cabeza llena de pensamientos. Oigo como alguien se queda dormido, también percibo cuerpos inquietos que se mueven y de vez en cuando un pequeño gemido. La ventana no está completamente cerrada y por momentos tengo la impresión de que me congelo. Cuando uno pasa por el quirófano siente cómo le asaltan los escalofríos. Seguramente esa ventana medio abierta no ayuda, aunque aquí se respire un mismo clima, un clima limpio.

Por la mañana me dicen que puedo abandonar el hospital, que puedo volver a casa. Antes de hacerlo, observo esta unidad de personal de enfermería, siempre amables, siempre disponibles. Los médicos parecen viejos amigos. Todos muy jóvenes. A mí, esto me hace creer que un futuro es posible todavía. Y, como dije ante, ésta amabilidad me provoca una profunda y única emoción.

Las casas vividas

Excepto las dos casas en las que viví cuando aún era un niño, la casa de mis padres en calle Díez, número 1274, y la casa de mi abuela en la calle El Tabo, en Conchalí, en Santiago de Chile, el resto de residencias en las que habité están en Italia. Primero en Roma, sucesivamente: en la plaza Dante, en la calle Quattro Cantoni y en la calle Rattazzi, al lado del acuario de Roma; y después en la Tuscia viterbese, en pleno centro de la provincia de Viterbo, primero en el palacio Mazzatosta y después en Sipicciano, pequeña aldea del municipio de Graffignano. El resto no fueron más que breves paréntesis, además de la residencia donde pasaba mis fines de semana, en Blera, y no han tenido un gran impacto en mi vida. Todas estas casas las he compartido con mucha gente y mucha gente ha compartido conmigo todas esas casas, excepto la última de todas, en Viterbo, en la que he vivido solo con Paolo y con mis gatos.

Era verano de 2021, poco después de la pandemia y nuestros vecinos habían llegado hacía unos días para vivir ese último sol de una estación que describía el inicio del cambio climático inexorable. Apareció de la nada, se acercó a su hija y la persiguió ronroneando y buscando mimos, ella se mostraba embriagada por una belleza inigualable, más que un gato parecía una ardilla con su cola hinchada y sus saltitos armoniosos. La suavidad de su pelo y un perfil idéntico al de Oscar Wilde, hicieron el resto.

Nuestros vecinos romanos venían a pasar solo unos días. Al día siguiente estarían ya de regreso a casa en compañía de sus dos cachorros, dos hermosos perritos, dos salchichas ruidosas, muy ruidosas por cierto, que no dejaban que ni gatos ni personas se acercaran a ellos. Fellini dijo:

los días verdaderamente importantes en la vida de una persona son cinco o seis en total.

Este será más o menos el tercero o cuarto para mí, así que decidí quedárnoslo. Dulce, el nene, un gatito abandonado por desconocidos, formaría parte de nuestra familia desde ese día.

¿Cómo iba a reaccionar Luce, el amo absoluto de la casa y de nuestro pueblo? ¿Y Paolo? ¿Qué diría Paolo? Pero fue el propio Dulce el que se encargó de enamorarnos. De repente Luce se sintió rejuvenecer, recuperó su agilidad olvidada por la llamada pereza felina. Aprendí de mi amigo el escritor Luis Sepúlveda que «los animales pueden enseñarnos mucho sobre cómo trabajar juntos, aceptar nuestras diferencias y proteger el mundo que nos rodea». En aquellos días publiqué en Facebook que «un sipichianés acaba de abandonar a su gato, sin saber lo que se está perdiendo». Hoy lo confirmo plenamente.

Desaparecieron al mismo tiempo la novia y el novio, y con ellos también lo hizo la joven dama. Hubo un movimiento delicado y armonioso en los cuartos de plumas, luego una pequeña tormenta que hizo que las plumas se levantaran y volaran por todos lados, volaron entre los invitados y quedaron empapadas en delicada sangre. Una vez pasó la tormenta hubo un aplauso general. Quién lo hubiera pensado, dijo una, estaba convencida de que no eras virgen, le dijo una de las primas a otra. Más lejos y en silencio, otra recoge su ropa perfumada y sale a caminar por la orilla de un mar después de la tormenta. Por detrás, los novios bailan el vals de los enamorados. Ella no miró hacia atrás y eso la hizo feliz.

Este fragmento lo escribí a las cuatro de la mañana, después de una noche de insomnio, mi cama estaba hecha un desastre y los gatos, confiados, dormían a mi lado. Yo acababa de llegar de Turín. Había hablado de lo invisible como memoria. Lo invisible evocado, descifrado, rastreado a través de otros sentidos. En este caso concreto, memoria de un lugar: el primer cementerio de Turín del siglo XVIII. Donde fueron enterradas, al noroeste, extramuros, un gran número de personas que habían dejado tristes recuerdos a la sociedad de la época.

Son los ahorcados, los suicidas. Y los no bautizados. Un concepto positivo para los antiguos griegos, en el cristianismo se habla de almas, de ángeles caídos.

Poder entrevistar a las almas atrapadas en este lugar por la muerte violenta, hablar con ellas, es el sentido de la investigación que propusieron en su momento diversos artistas. «Creo que todo lo que sucede debe pasar por un proceso físico antes de desaparecer», escribe Simona Galeotti, quien, junto a Turi Rapisarda nos convoca aquí y ahora.

Se supone que estamos hablando de espíritus errantes o que huyen, o de almas de seres muertos (más raramente acaso también vivos), o de seres del plano espiritual, que se manifiestan entre los vivos de forma perceptible, visual, a través de sonidos, aromas u objetos en movimiento, principalmente en lugares con los que tienen conexión, como las frecuentadas en vida, o en asociación con personas cercanas, en el caso de las almas de los difuntos. Existen muchos tipos de fantasmas y provienen de diferentes culturas. Hay muchos sinónimos: espíritu, fantasma, espectro, entidad, aparición. La creencia en fantasmas que se presentan como almas del Purgatorio, almas sufrientes o errantes, es muy propia de la naturaleza humana, hasta el punto de que parece o constituye una entidad antropológica abstracta que ha sobrevivido en nuestros días, como otros tipos de superstición, y que ha generado y genera una vasta literatura (novelas góticas o de terror), inspira películas de cine y obras de teatro y ha creado innumerables leyendas y mitos.

La ciencia ve una superstición en la creencia en los fantasmas, una superstición bien arraigada en la psicología del ser humano, porque se alimenta de la necesidad de vida eterna, como la religión, y sublima una muerte inaceptable y abominable mediante el acto de creer que la conciencia sobrevive más allá de sus límites. Sin embargo, estos temas han sido abordados también por la filosofía, la teología, la antropología, la psicología, la literatura y muchas otras disciplinas, y cada una de ellas ha intentado ofrecer argumentos que expliquen la supervivencia de estas creencias o ha intentado encontrar una razón en el campo científico para las experiencias que se han relatado a lo largo del tiempo. Los espíritus se manifiestan de diferentes maneras. Pueden venir con una luz, un sonido, un pensamiento, un sentimiento o incluso una canción. En ocasiones se manifiestan acercándose a alguien para poder ver el rostro de un muerto. Luego lo miras de cerca y no se parece mucho. En Pedro Páramo, un libro que me despertó a la escritura, Juan Rulfo anuncia cómo la cultura de todo un continente se forja ante todo a través de su propia voz:

Ahora estaba aquí, en este pueblo sin ruidos. Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mi amor pasó, maduré mi amor en el eco de mis sueños coloreados por el sol....Me acordé de lo que me había dicho mi madre: «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte.

La sensación, al traspasar el umbral de la memoria, es como si la gente se hubiera ido de un día para otro, dejando atrás pedazos de vida no vivida. El silencio y el olvido han sustituido rápidamente las pinturas que antaño coloreaban las casas. El polvo y la salitre siguen marcando sin piedad el paso del tiempo. El sol ya pega fuerte a media mañana. Hay pocos lugares a la sombra. Las calles de la ciudad, rectas extensiones de polvo y recuerdos, luchan por respirar. Muchas personas juran haber escuchado el llanto incesante de un niño cuando visitaban un cobertizo. Y las historias de fantasmas no terminan ahí. Pero hoy cada vez queda me-nos de todo esto. Las historias de quienes vivieron en estos lugares están perdiendo su voz. De alguna manera regresaron a casa y sus ojos comenzaron a brillar con un brillo líquido. Luego, durante años, todo se detuvo por segunda vez. Crecí entre estas líneas.

Mi insomnio se confundía con el lugar del buen sentimiento, Sipicciano, donde vivo, que perpetuamente me ofrece un momento de pausa y reflexión, invitando a las personas, a los demás, a redescubrir el placer de escuchar y a conectarse con el propio entorno de una manera nueva y profunda.

Ah, si las luciérnagas pudieran hablar, si los pájaros pudieran pintar y escribir una partitura musical, en la que el olor de las plantas, de las flores, del bosque, de las golondrinas que regresan en verano se mezclen con el suelo de las cigarras, del paso del tren, besos robados por adolescentes al atardecer entre un latido y una risa, creando una atmósfera única y mágica. La esencia de la naturaleza se mezcla con los sonidos que la animan, creando una sinfonía que resuena en el corazón de quien se deja transportar por ella.

Esta combinación de aromas y sonidos hace que la experiencia sensorial sea aún más intensa y atractiva, transportando a cualquier persona a un mundo de emociones y sensaciones que sólo la naturaleza puede proporcionar. Y así, entre olores y sonidos, te pierdes y te reencuentras, en un vórtice de belleza y armonía que hace vibrar el alma y recarga el espíritu. Veo pasar días enteros desde la ventana de mi habitación y, para que no falte nada, damas y caballeros, voilá, aquí me tienen con el enésimo covid. Fiebre leve, dolor de garganta, tos seca. Me recetan medicamentos con Ibuprofeno y/o Paracetamol, no se menciona mi habitual y noble Venetoclax. Por suerte tengo un poco de miel y un poco de propóleo sagrado para proteger mi espalda. Incluso el Vicks VapoRub hace su efecto.

El miércoles fui consciente de que el virus había entrado y golpeado. Sentí una ligera bajada de la presión arterial y cansancio en las piernas; de hecho, me senté en cuanto pude. La primera noche, Nero fue mi com-pañero de cama, se acercó hasta quedarse muy cerca. Estornudaba de vez en cuando, babeando profusamente. Y ahora es cuando os hablo del Nero: llegó a Sipicciano traído por alguien. Hay quien dice que vino al pueblo en el camión del frutero que coloca su puesto todos los miércoles. El miércoles es el día de mercado y la plaza del pueblo se despierta en busca de verduras, pescado o la típica porchetta para comer estrictamente de pie junto al bar social. Así que el gato en cuestión se habría subido a escondidas al camión, y luego, cuando llegó a Sipicciano, se escapó… ¿nos creemos la historia?

Nero es ya un hermoso gato adulto, blanco y negro, con una carita que parece la máscara de un Don Diego de la Vega tras bajar de su caballo muy dispuesto a desenvainar su espada, intentando frenar su tenaz búsqueda de alimento. Los estornudos de Nero hicieron huir a los demás gatos, pero él logró sobrevivir. Extrañado por sus continuos estornudos, consulté telefónicamente al veterinario pensando que era bronconeumonía o algo así. Me aconsejaron el antibiótico que preparo con esmero cada mañana, el gato me lo agradece y por fin me gano su confianza. Veo que cada día está mejor y decido traerlo a casa.

Él no lo cree y aunque no es amigo de gestos amistosos, me lo paga con unas caricias en los pies. Pongo mi mano sobre su cabeza y parece feliz. Luce no ve con buenos ojos esta nueva entrada y de vez en cuando se dan a la gresca y protagonizan una gran pelea, pero luego poco a poco la casa recupera una cierta normalidad.

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Y así hemos llegado al número mágico de tres: Luce, Dulce y Nero. Uno más bonito que otro, pero cada uno de ellos único y diferente. Casi un mes después, llega Danilo, el joven veterinario, armado hasta los dientes de pastillas y comprimidos, jeringuillas, bolsas y bolsitas, toda la batería que lleva consigo en sus visitas diarias a los distintos gatos y colonias de gatos repartidas por la región. Hoy nos toca a nosotros, y aquí estamos para recetar y suministrar los antipulgas, los remedios contra parásitos, los desinfectantes, los antiinflamatorios. Hago las presentaciones necesarias: ahora es el turno de Nero. Le inyecta algo, el gato se entrega a sus maneras inteligentes y aquí surge la sorpresa:

Antonio, pero qué bronquitis o neumonía, este gato lo que tiene es labio leporino, tiene una división abierta en el paladar que no le permite tragar, buena parte de la comida se atasca, de ahí el constante hormigueo o picor que lo induce a estornudar. Por regla general, los gatos así no sobreviven, pero es evidente que este tiene muchas ganas de vivir, sus ganas, tu abnegación y la de los que actuaron antes que tú han obrado el milagro…

Mientras lo pienso, lo acaricio, está durmiendo profundamente, está tendido como una barra de pan recién horneada.

Lo amo.

Pasan en el pueblo días enteros, semanas, algún que otro mes. Finalmente me decido, salgo de casa con paso firme, la cabeza caliente, apretando los puños. Llamo a la primera de las puertas, Toc, toc, toc. Sí, por favor, adelante, pasa, me dijo una voz femenina. Sin decir más palabras y con mucha firmeza, digo:

Basta, no pude pasar un día más en este pueblo sin que adoptéis un gato. Esta es la Aldea de los Mininos y no pueden actuar como si nada hubiera pasado. ¡Tienen que elegir por lo menos uno y tienen que decidirlo ya! ¡Y no hay más discusión!

¿Pero cómo, cuál?

Mis interlocutores me miran sorprendidos, pero también como si en el fondo sintiesen algo de culpa. Vislumbré una pequeña sombra detrás de mí, que apenas se movía, afuera estaba oscuro. ¡Ese, dije! Y lo llevé adentro. Claudia y Marco, como si no fuese posible esperar otra cosa, lo recibieron como si siempre hubiese estado con ellos. Mejor dicho, la recibieron, a Puntita (como inmediatamente lo llamo Marco), pues era hembra. Gris sucio, delgada, parecida a una pulga y debilitada por el hambre, demasiado pequeña, fea y muy sospechosa, pero como sabemos, la comida y los mimos hacen milagros.

Nuestros amigos, son hermanos, viven en el pueblo unos meses al año, pasan la mayor parte del tiempo en Chile, por eso la pequeña Puntita también forma parte de la familia, acostumbrada ya al ritmo de nuestra casa, creo, mientras tanto, después de hablar con mi amiga Caterina y siguiendo su consejo, decido escribirle a mi viejo y sabio médico, que sepa que, a partir de mañana, abandonaré el Brufen y la Tachipirina y seguiré adelante, hasta el amargo final, con mi querido VVC de siempre. Mientras lo acaricio me sale un mensaje para que inmediatamente vaya a la farmacia:

Hola, ¿puedes conseguirme estos medicamentos? Immunozinc Sarandrea, Enterelle Plus Bromatech, Kappaphyt, Biogroup?

Puntita, con el tiempo, también se ha convertido en una reina. Nuestra reina.

Ya me siento un poco mejor.