I. Imprímelo

Soy salvaje. Porque no sé ser de otra manera. Porque no soporto los edificios, las avenidas, el pavimento. Porque no entiendo la necesidad de usar zapatos. Porque me desbordo. Por eso no llegué. Me quedé atorada entre el cableado público: se me antojó desenmarañarlo y me quedé atrapada, platicando con los pájaros sin saber su idioma. Aún ellos, con los ojos vacuos y el plumaje liso, me atravesaron con la mirada.

La verdad, yo sé que todo eso es mentira. Imprímelo, no importa.

II. Apaga la luz

A las 6AM, la ciudad es azul y la ventanas largas. La última vez que nos vimos, le pedí que no me buscara más. Lo aceptó bajando la cabeza, como si el torrente de pensamientos le pesara de más. Pero insistí en ir al mismo cafecito donde sé que atiende por las mañanas. Al día siguiente. No me pude esperar. Es su chamba, me dijo alguna vez, la primera después de que se quedó sin trabajo. Casi un año, suspira, ocho meses de disfrutar de la deriva. Para mí, todo eso es incognoscible: tengo que trabajar.

Las calles también son largas cuando no tienes que llegar a algún lugar. Es como si el pavimento se resistiera a ser cómplice. Llegué al punto de las 6:30 y, naturalmente, no habían abierto. Regresé en mis pasos al lugar en donde sí tenía que estar, para atender a la gente que sí dependía de que les abriera la puerta a tiempo. Tienen clase y yo registro su asistencia. Pasa, ¿para qué clase reservaste? Pasa, bienvenida. Pasa, por aquí está el baño. Se hizo de día en un instante.

Me di cuenta por el reflejo molesto del marco de la puerta sobre mi rostro. Apenas un rayito de luz fue suficiente para voltear a ver el reloj: 8:30. Ya era hora. Fui por el café y sí, efectivamente, ya había servicio. Pero estaba otro chico. Sentí alivio. Y algo de resquemor. Últimamente, siento que me falta el aire. Apaga la luz, no quiero ver a nadie.

III. Déjalo que pase

Ya lo estoy revisando en terapia. Desde que nos separamos, me sorprendo a mí misma hablando sola. Se me olvidan mis lentes (¿realmente los necesito?) y me encuentro con números repetidos en todas partes. 333 en la placa del taxi, 4747 en el edificio donde vivo, 555 en las llamadas perdidas que tengo. No es nada. Se supone que no creo en esas cosas, pero cuando pienso en eso, la gente en la calle se me queda viendo.

Tu cuerpo no está entendiendo la diferencia, me dijo mi terapeuta, entre pensar y decir. Fue una pérdida muy fuerte, reconoce. Déjalo que pase. Claro, me repito, déjalo que pase.

Y fue doble. Un gol y un auto-gol: murió mi abuelo y decidí cortar mi relación de varios años. Como no me acompañó al velorio, claro que no quise que me acompañara nunca más. Pero estamos muy cerca. Aunque vive en Coapa, bien al sur, sigue trabajando en la esquina. Me da terror topármelo. Más que cuando veo a mi abuelo en las esquinas, en las sombras, a través del vaho que dejo en las ventanas. Sí, le tengo más miedo al vivo que al muerto.

Déjalo que pase. La luna está muy amarilla esta mañana. Déjalo que pase. ¿Por qué los pájaros no se queman, perchados en los cables? Déjalo que pase. Estamos muy cerca, que se pase al otro lado de la calle. Déjalo que pase. No tengo tiempo para eso. Tengo que trabajar. Déjalo que pase. No quiero ver a nadie. Déjalo que pase. Se me acaba el aire.

Déjalo que pase.
Déjalo que pase.
Déjalo que pase.

IV. No es cierto

A veces se me olvida que me gusta ver las estrellas. Tal vez, por eso insisto en levantarme todos los días a la misma hora. Aún en el cielo de la ciudad, asfixiado por el smog y la luz artificial, se asoman las estrellas en la madrugada. Pero luego se me olvida, y lo hago por rutina. Tengo muchos pendientes. Entre ellos, resistirme a contestarle el teléfono. Y, además, resistirme a ser salvaje.

Tengo varias llamadas suyas a las cuatro de la mañana. Yo también le marqué, cuando falleció mi abuelo, para que me acompañara a velarlo. Decidió no contestar. Las ventanas son largas en la madrugada, las calles también. ¿Por qué insisto en levantarme a esta hora? Ahora, lo que nunca: siento las horas que me faltan de sueño colgándose de mis pupilas. Estás cansada, escucho que me dicen. No es cierto. Todo está bajo control. Ah, es verdad: ayer alguien se quedó a dormir conmigo, y vinimos por café para despertar. Hoy no vi a mi abuelo en la ventana.

Como siempre, pasé frente al local y olía a café calientito. La máquina italiana que compraron los dueños todavía murmura, como si estuviera aprendiendo a hablar. Huele rico, escucho que me dicen. Sí, contesto, aquí lo hacen muy bien. De la trastienda, sale él, solito, y se le ensanchan los ojos:

—No es cierto —, dice sin empacho.
—Sí, sí es cierto. Soy salvaje.