Roma, 2014

En 2007 arribaron a las costas españolas 18.057 cayucos, registrándose la muerte de 921 personas en ese trayecto, cifra que pudo ser mayor debido a que muchas veces los muertos por hambre, sed o enfermedades que se producen mientras navegan suelen ser arrojados al mar y nadie registra el nombre o la cantidad de fallecidos en esas circunstancias.

Se había acostumbrado al no y solo esperaba ansioso para hacer una cruz roja en el hueco abierto a la esperanza. Se impacientaba por recibirlo, aunque otra vez le partiera el corazón y le recordase la ceniza que aún le quedaba de su apuesta. La esparcía en caparazones de tortugas muertas y la abandonaba, hasta que un pequeño ser vivo, tal vez un parásito, la removiese para devolverle un soplo de vida. En coma, abandonado a la suerte de un moribundo, recorrió cicatrices que ya era imposible curar. Uno pierde muchas veces, por eso en el momento que tocaba ganar Cees disfrutó de un sabor único.

Durante todos aquellos años había vivido en el no, en la puerta que se cerraba, en la oportunidad perdida…

Este mundo sin desperdicio -pensó- necesita de seres con creatividad, que no duden en dejarse el pellejo para, que en algún instante, aunque sea solo por un rato, aquellos sin escrúpulos queden en evidencia.

Él también sentía cómo los músculos se le agarrotaban en cada negativa y, pese a todo, mantenía el tipo. Tras mil derrotas, todavía había quienes continuaban recitando odas en calles grises. Una luz interior les mantenía alerta y era capaz de derribar muros, hacer deslumbrar los gestos de desilusión de las otras, volteando mandíbulas, estirando sus ojos, evitando que arrastraran los pies y extrayendo las palabras de gargantas que parecían haber enmudecido.

Cees contaba con ese elixir para revertir ese sentimiento de huestes de caballos enfurecidos circulando por las cabezas. La historia de la humanidad había dado muchas muestras de lo que las personas eran capaces de imaginar y realizar: logros que liberaban y redimían. Todos esos esfuerzos iban encaminados a dar la vuelta al estatismo, a convertir en fuego incandescente algunas de las construcciones culturales que hacían pervivir las cadenas. Había palabras que de tanto repetirse inspiraban la servidumbre. De eso se trataba entonces, de ser siervos de Dios, siervos siempre. “Apacentar corderos, apacentar ovejas”, dominar a las pecadoras y cuidar a las vírgenes.

Sabía que no todo serían batallas ganadoras. Lo más difícil estaba por venir: llegaría el día después. Sería imposible sentirse ligero, con la energía suficiente para derribar la sucesión de parapetos que se interpondrían en el camino. Pero en su aquí y ahora el propósito era dinamitar los pilares que sostenían la mentira y el abuso, los dogmas y preceptos que regían esa nube de polvo. Quedarían solo cenizas. No estaría en su mano, sin embargo, impedir que con el tiempo de entre las ruinas surgieran, otros edificios pétreos habitados por gentes de dudosa realeza.

Al Quijote, como le contaba el viejo profesor de filosofía, le bastaba la recompensa de haber enfrentado a malandrines que ejercían la dominación, incapaces de imaginar que allá abajo, en algún punto, uno de esos seres manipulados a su antojo pudiera rebelarse, decir basta, convertir el sí en un no, y desde ahí construir el reverso de un negativo. Ayudaba saberlos envenenados en la subestimación y la soberbia.

Por fin llegó el día que tanto tiempo había esperado. Todo apuntaba a que en unas horas el cardenal Adrianus de Utrecht sería envestido nuevo Papa, coincidiendo con su sexagésimo séptimo cumpleaños. Había sido paciente, hecho cálculos que no siempre resultaron, pero los renglones torcidos del azar aceleraron el proceso en el terreno que parecía menos propicio. Tras el cónclave habría fumata blanca y las cenizas cubrirían esa ciudad y el mundo entero.

Miasmas que, bajo su apariencia caritativa, afearían tanto mármol. Se negaría a comerciar con las palabras, con los sentimientos humanos, declinaría los intentos de ser comprado por un puñado de luces de artificio. La ceniza blanca podía desaparecer en cuanto tomara contacto con el aire. Dejarla correr era la mejor forma de disfrutar la siguiente partida, jugando con terquedad y contra toda esperanza.

Los malos sueños habían ido decreciendo desde que dormía con aquellas muñequitas quita pesadillas que Nabila le había regaló casi quince años atrás. Se las dejó en la recepción del hotel donde estaba hospedado en Panamá como Cees Blijdenstein. Un poco más tarde tuvo que salir huyendo de una cafetería del aeropuerto para que ella no lo reconociera con el hábito de cardenal. Las gafas no hubiesen sido suficiente parapeto.

Por suerte parecía distraída con la conversación que le daba una mujer de rasgos indígenas. Siempre sospechó que Nabila sabía de su doble identidad. Era una de las tres personas con quienes le hubiera gustado celebrar ese momento. Una mujer que con su gesto de empatía había enfrentado los designios de una humanidad que supuraba violencia y destrucción. Había sido su gran aliada en la búsqueda de asideros contra todo tipo de fundamentalismo.

El ritmo nunca era el deseado y eran muchas las involuciones. Una vez, Nabila le confesó que su objetivo no era que las mujeres llegaran a convertirse en imanas, sacerdotisas o rabinas que giraran en el mismo orden patriarcal y opresor. Ella quería que la religión fluyera sin los intermediarios que construían baluartes de poder y dominación. No le quedaba más remedio que intentarlo.

A Cees le hubiese gustado que Nabila pudiera ver cómo las puertas que durante tanto tiempo habían estado cerradas para las mujeres se deshacían. Sin los goznes que las sostenían, el mundo, aunque fuera por unos instantes, parecería más libre.

Ramón le había contado que en la ceremonia celebrada en Túnez en memoria de Nabila había perdido las gafas de sol: “Es como si con su muerte, alguien me conminara a abrir los ojos sin artificios, a que mirara la vida sin ninguna protección, como si cada segundo que pasara fuera lo más preciado”.

El cardenal sabía que después de la investidura tendría que escribir a su aliado español. La noticia iba a correr como la pólvora y quienes lo conocían de cerca no dudarían de su doble identidad. En realidad, si lo pensaba ahora, Adrianus no estaba seguro de cuál de sus dos caras era más real. Había vivido con una obsesión que al borde de materializarse le hacía temblar. Tenía previsto sacar a la luz pública la información más importante de aquel negocio. Nunca hubiera podido hacerlo solo. No creía en las guerras de llaneros solitarios, aunque en sus soledades se magnificara su poder.

Dale había sido imprescindible para su resistencia contra aquella cruzada ávida de acumular riqueza sin importar cuántos muertos dejaba en las orillas. El inglés había diseminado en su justa medida datos que hechos llegar a objetivos correctos hicieron estallar las guerras de poder internas. Sin Nabila, Helena y la fiscal Baños no hubiera encontrado el hilo desde donde empezar a tirar.

Mientras terminaba de vestirse para la ceremonia, Cees recordó las imágenes de Las sandalias del pescador. Todo apuntaba a que los purpurados elegirían a Adrianus nuevo pontífice en esa reunión del cónclave. La reclusión cardenalicia se remontaba a cuando los italianos encerraron a los cardenales para que eligieran al Papa. Se evitaba todo contacto con el exterior.

La correlación de fuerzas acabó favoreciéndole. Por unos segundos las llaves de San Pedro y la tiara papal serían suyas. Algunos estaban demasiado marcados y las posturas mayoritarias eran irreconciliables, aunque existía el riesgo de que le fallasen los cálculos.

Adrianus había hecho votos de fingimiento a lo largo de los años, muchas veces aplacó a las voces más críticas y eso provocó que fuera ganando popularidad. Por otro lado, había contenido discretamente las manos largas de los más aprovechados. En la película de Michael Anderson ocurría algo parecido, el choque geopolítico y el azar al interior de los purpurados tras no ponerse de acuerdo para elegir quién ostentaría el cetro, había permitido la elección como Papa del cardenal Kiril Lakota.

Adrianus había soñado muchas veces con el gesto de quitarse la tiara papal como hacía Anthony Quinn. Tenía miedo de que le temblaran las manos y por eso había pensado concentrarse en las teclas de un gran piano imaginario. La clave estaba en la música, en llevarla a su lado en el momento de mayor indecisión.

El cardenal de Utrecht tenía todo calculado. La cátedra petrina le conferiría la posibilidad de nombrar cardenales, la potestad de declarar dogmas o declaraciones ex cathedra. Tendría que hilar muy fino para dar el golpe en el centro de los pilares.

Trabajo de termita que carcomería el tronco por dentro. Dispondría de infalibilidad papal: no podía cometer errores en la promulgación de enseñanzas dogmáticas en materia de fe y moral. Conocía la fibra que tejía aquel baluarte y, a pesar de simular estar bien tejida, todo aquello solo permanecía intacto a los ojos del quien solo mira lo visto desde fuera. El poder, las ínfulas, las jerarquías, el inmovilismo de algunos episcopados que todavía se resistían a la autonomía y querían que el Papa siguiera decidiendo desde su trono…

Parecería que todo iba despacio, pero él, como el ombú, generaría su propia carcoma. Cuando el poder reaccionara solo quedaría una cáscara hueca que acabaría en una gran pira. La ceniza cubriría de blanco la Ciudad del Vaticano y después toda Roma, el resto del mundo. Había soñado muchas veces con aquella lluvia de ceniza que se unía con la explosión de volcanes que se encontraban a miles de kilómetros. Los gases emitidos, sus fricciones y chorros de partículas formarían nubes enormes que provocarían colisiones de galaxias, que caerían en agujeros negros supermasivos.

Y todo duraría hasta que una rama nueva de ombú fuera regenerándose. Una que pudiera aprender sin correr por las vías que la tradición y los preceptos anunciaban como normales. Cuando despertara se daría cuenta de que en su plan había obviado las conclusiones que él mismo había defendido siempre. Era el debate más viejo del mundo: saber si el ser humano había mejorado o empeorado a lo largo de los siglos.

En aquella locura pensó que su primera salida de la ciudad santa sería a Siria, aunque no como Kefás, como la roca que en lengua aramea había designado Jesús y que había sido traducido al griego como πέτρος (Pedro), sino como activista revestido de una autoridad que él mismo acabaría dinamitando. Quedaría en evidencia que dios estaba detrás de aquella apuesta. Elegían los hombres y se equivocaban. Cees sería la prueba de cómo podía llegar a Papa un farsante. Desde allí contaría al mundo la basura que se había ocultado mucho tiempo debajo de las alfombras venecianas.

No, a Siria no iría como sumo pontífice ni para dirigirse exclusivamente a la comunidad cristiana. Menos todavía para adoctrinar ni marcar doctrina. Iría porque se necesitaban muchas voces para detener el horror y la sangría. Porque le atormentaba la respuesta egoísta de la civilizada Europa. Porque cada agujero negro que exhibía el mundo nos hacía peores como especie, nos avergonzaba ante el resto de los habitantes del planeta Tierra. El país había perdido la mitad de la población, sus habitantes habían tenido que salir a vagabundear por otras geografías donde no eran bien recibidos.

Cees iría a Siria para hablar a la humanidad y poner el foco en el olvido, como ya había hecho Nabila. Y si no se respetaba su autoridad, o caía muerto en una emboscada, eso ya no importaba, porque había guerras que no las podía realizar una única persona, ni dos ni tres, pero los gestos quedaban para multiplicar las acciones, para empujar la indignación. Esa gran tela de araña seguiría siendo tejida por otra gente que, acompañándose, iría corroyendo poco a poco los troncos de la vergüenza. Como ocurría con el árbol del que tantas veces le había hablado Ramón.

El cardenal de Utrecht se miró al espejo de su cuarto antes de salir rumbo a la Capilla Sixtina y dijo en un susurro: Chi ha qualcosa da dire, parli ora o taccía per sempre.