Había levantado partículas de polvo en el intento fallido de pisar parejo, y se inclinaba mientras sostenía con sus manos la estructura férrea de la columna este de la pérgola, desde la cual descendía una orquesta de flores y hojas color café.
Apoyaba la cabeza sobre el mármol tibio y jalaba de los tobillos las cadenas que venía desde hacía unos kilómetros arrastrando. Se había detenido en el umbral y en pose de clemencia silbaba a dos tipos que se comunicaban en voz baja a dos metros de donde ella estaba.
Los que giraron determinaron de inmediato aquello que perturbaba enormemente el carácter de la recién llegada.
–¿No puedes avanzar, acaso?
–Parece que hasta acá llegan. –No dejando de mirarse los pies parecía por instantes no estar prestando atención a los que allí se encontraban.
–Mm… parece –concluyó uno, y se movió apenas para indicarle a su compañero que recobrara la caminata, mientras se alejaban dejándola inmersa en su empresa.
Se mecía entre sus talones mientras le chocaban los dedos contra las miles de bárbulas, entre cientos de plumas se iba trastabillando de una columna a la otra. Cada vez que intentaba atravesar el marco notaba que las cadenas permanecían tirantes advirtiéndole que no había continuidad de eslabones que le sirvieran de extremidades en su recorrido.
Entendía, por un lado, que insistir en seguir adelante no sería la solución, se quedaba pensativa, mirando unas nubecitas, chiquitas, a lo lejos. Y pensaba que si pensaba en las nubes, se retiraba por flashbacks inmediatos. Se recostaba sobre los omóplatos y estiraba los brazos como queriendo palpar un aire que se sentía espeso, caliente.
En fin, sostenía la idea, inconclusa, de que la urgencia era parte de lo que había venido esquivando en el camino, se topaba de repente con ello y sentía no poder seguir pensando directamente. Y la quietud fue absoluta. Algunas plumas volaban con el viento y las vestiduras le rozaban los muslos en vaivenes que podrían traducirse en una especie de sutil paradoja.
Les sonreía a los transeúntes que volvían a pasar por el mismo lugar acercándose hacia ella. Si podrían serle de ayuda, se preguntaban… le habían consultado. Era curioso saberlo, ella solo se encogía de hombros, se dejaba llevar un poco por el momento de desconcierto. No podía zafar los pies de sus ataduras y el acero comenzaba a lastimarle la piel.
–Eso puede devenir en infección si no lo tratas –decía uno mientras observaba cómo la sangrecilla que le brotaba de los tobillos salpicaba delicadamente el suelo repleto de plumas.
–Se recuperarán –contestaba ella–. Solo debo lavarme con el agua del río que está al otro lado del parque. Me contaron que tiene propiedades curativas para quienes recién llegan a este lugar.
–Sí, pero para llegar al río primero debes cruzar el umbral. Y por lo que veo, no estás pudiendo deshacerte de esas horribles cosas que llevas puestas –le indicaba el otro tipo, que se acariciaba la barba al momento que pensaba en cómo podrían hacer para que la mujer diera el paso certero que la transportara hacia su lado.
–Ya no importa la espera –musitaba y al mismo tiempo sonreía, casi disociada del momento presente.
–Cae la tarde pronto, el frío vendrá. Será mejor que pases de este lado cuanto antes para poder refugiarte o perecerás en estatua cuando se te congelen las articulaciones –la alarmaba el barbudo.
–Pero si hace un calor agobiante, ni el viento ayuda a aplacarlo. ¿Cómo es que me arriesgo a morir de frío?
–De este lado también hay que tomar recaudos, aquí la noche se pasa mejor con una manta y algo caliente para comer. Mi amigo exagera, pero tampoco es seguro que te quedes ahí demasiado tiempo, por la madrugada hay peligros que nosotros aún no podemos enfrentar –expresaba el otro hombre con voz calma y segura.
Ella se miraba los pies, hacía fuerza para poder continuar y el metal se resistía a volverse elástico o, en su defecto, romperse. No entendía cómo era posible haber transitado trechos de locura tan amarga con una cruz tan pesada, que esta le respondiera aun así para seguir adelante y, ahora… ahora que había llegado a destino, no pudiese continuar. Se colocó en cuclillas y descansó el rostro entre las manos mientras recitaba un mantra.
Los otros dos deliberaban cuál era la mejor opción para liberar a su nueva vecina de ese incómodo pesar. Una piedra, tal vez, ¿serviría para quebrar el acero? Al intentarlo fallaron, más de una vez. Las cadenas seguían intactas, relucientes, y la mujer empezaba a gimotear de dolor por las heridas producidas que se iban ampliando conforme el metal rozaba con su carne viva.
–Esperemos un poco –dijo uno de los hombres– o va a empeorar si seguimos insistiendo.
Hacía muecas de descontento al ver que la sangre seguía brotando y las vestiduras grisáceas se teñían un poco cuando tropezaban con la piel lastimada.
En eso se veía, no muy lejos, que se acercaba alguien a una distancia considerable aunque suficiente para distinguir que era una mujer con un sombrero enorme, con un ojo adosado en el frente, que le tapaba medio rostro. La misma se acercó hacia donde ellos estaban y con intrépida curiosidad preguntó inclinándose hacia la encadenada:
–¿Qué es lo que te ata?
La mujer que desde el umbral permanecía agachada, levantó la mirada y desconcertada le mostró lo que para todos era evidente: dos colosales series de eslabones la amarraban como si fuesen parte de su propio ser.
–No es la materia lo que te mantiene en vilo. Tampoco aquello que no te permite avanzar. ¿Qué es lo qué te ata? –Volvió a consultarle.
Y antes de que la otra pudiese contestar, insistió:
– ¿Qué es lo que llevas sosteniendo durante tanto tiempo que no puedes dejar ir para caminar tú en sentido contrario?
Todos se quedaron mirando a la del sombrero gigante mientras esta sostenía varios ramos de hierbas silvestres contra su pecho. Sonreía. Le hizo un gesto a la mujer que se sostenía de las columnas para que echase un vistazo a sus pies.
–¿Ves? Sea lo que haya sido… ya no te ata, ni tú le sostienes con tu pensamiento.
La muchacha dio un salto de alegría y llegó al otro lado, las cadenas se encontraban destrozadas en el suelo, entre plumas y entre hojas y flores que se iban desprendiendo de la enredadera de la pérgola.
Los dos hombres no hubiesen podido salir de su asombro si no fuese porque el ocaso ya había descendido y la urgencia por guarecerse de los riesgos nocturnos se volvía inevitable. Ambos se apresuraron para dirigirse a sus respectivos habitáculos una vez vieron resuelta la situación.
La caminante se le acercó y mirándola dulcemente a los ojos le dijo:
-Puedes acompañarme, si así lo deseas, el camino que recorro es amplio y bastante lejos de aquí. Es un viaje complejo y plagado de vicisitudes, aunque la noche no representa peligro alguno y podemos observar del firmamento, las estrellas.
–¿Y mis talones? –Titubeó la muchacha–. No creo poder caminar tan largo trecho malherida. Debo descansar mis pies en las aguas del río… aunque tengo entendido que sólo surte efecto si lo hago con la luz del día como testigo.
–Esto bastará –le dijo la otra mientras le estampaba dos finos ramilletes de una hierba color lavanda en las piernas y, acto seguido, soplaba suavemente los restos de piel y sangre seca que se desvanecían en el viento junto con la hierba. –No se ha de sentir el peso de las lastimaduras si te concentras en esquivar las piedras del camino para evitar el tropiezo. ¿Nos vamos ya? El otro lado nos espera.
–Pero… ¿Y la noche? ¿Y el inminente frío que nos puede congelar? ¿Con qué nos abrigaremos? Yo apenas llevo esta túnica hecha jirones a causa del viaje. Y la noche… aquellos dos hombres habían comentado algo sobre los aparentes peligros que acechan durante la madrugada y… –la otra mujer la interrumpió.
–¿Acaso sientes frío? ¿Sientes miedo o inseguridad por estar aquí afuera rodeada de naturaleza? ¿Alguna amenaza alarma a tu intuición? ¿Qué es lo que sientes en este momento?
–A decir verdad… siento paz. Siento una paz absoluta que nunca he experimentado antes y que jamás imaginé poder llegar a experimentar.
–Y eso es lo que te abre paso a continuar con el recorrido. Es momento de seguir.
Con dificultad armoniosa, la muchacha tanteaba el césped con las pisadas, sintiendo que volvía a caminar como si no lo hubiese podido hacer desde hacía tiempo, los restos de hierba se iban desprendiendo de su piel ahora renovada, sin cicatriz alguna. Dio un giro sobre su eje extendiendo brazos y cabeza hacia atrás y recuperó la agilidad de sus movimientos.
La quietud y la brisa que se estaba volviendo ventisca. El prado, cuasi iluminado al reflejo del astro, los animales nocturnos que iban apareciendo en el predio en parte imperturbable y a medias adormecido. Todo confluía, se desarrollaba, trivial, cíclico, pasajero. Y dos mujeres iban dejando a su paso las huellas de su rastro mientras se disponían a abrirse camino entre la inmensidad de la llanura.