Y nadie más vio a los cuervos irse del cielo.

Es que no era la gran cosa si no te dabas cuenta que eran cuervos y que desaparecieron en pleno vuelo. ¿Tú te imaginarías que una bandada de bichos de mal agüero van a pasar por encima de tu cabeza para luego desaparecer en el azul inmenso del cielo? No creo.

Tengo la teoría de que uno percibe sólo aquello para lo que está preparado, como los fantasmas. Solo los ves si antes los confundiste con una persona y después te das cuenta de que en realidad no había nadie ahí, que estabas solo en tu casa y te quieres convencer de que fue un ladrón que no se llevó nada. Puedes decidir ignorar o cuestionar tu existencia.

La única persona que los vio iba para el mismo lado. Tenía las coordenadas escritas en uno de esos papeles que se destiñen por el calor y el roce, y abajo, al final, decía: “Esperar al atardecer”. No le dijeron el atardecer de qué día y él tampoco preguntó, se mandó ciego, porque era de esas oportunidades únicas que a uno se le presentan para cumplir su destino, darle sentido a la vida, encontrar algo de fe o en el mejor de los casos, morir en el intento.

No fue bien recibido, primero, por su color de pelo claro, rojizo, importado del fin del mundo, y segundo, su actitud sospechosa. Las autoridades no lo quisieron desde un principio. Caminaba en círculos siempre a la misma hora y se agarraba de los pelos y miraba al cielo. “Pibe, nadie va a bajar de ahí, eh”, le decían. “Ya sé que no, ¿te pensás que soy imbécil? ¿No vieron más cuervos?”. A la ley de la cuadra no le gustó la forma en la que le habló y eso le costó dormir en el calabozo.

—¿No aparecieron más cuervos? —Sentado en su banquito de carcelario, con agua y pan, no pintaba tan mal el encierro.

—Cada tanto hay uno o dos. ¿Pa’ qué querés esos cuervos?

—La bandada de cuervos, la bandada, no uno o dos.

—No, pibe, no. No jodas con eso o te vas a quedar otra noche.

—Hacé lo que quieras, pero dejame salir al atardecer a dar mi vuelta.

No lo hizo por amabilidad, es que no había nada que hacer en La Ciudad de Ningún Lugar, desde el último enfrentamiento entre las bandas de los barrios Alquitrán y Pozos, el periodista local tuvo que inventar eventos para publicar en el diario. “La estrella más brillante jamás vista pasará por nuestro cielo este 27 de septiembre”. ¿Cuál septiembre, Juan? No hay ningún septiembre.

El sheriff de la cuadra lo dejó salir a la tarde y le volvió a abrir la puerta del calabozo cuando se fue la luz. El tipo caminó solo, recorrió las praderas verdes, el único lugar con algo de color, y allá vio irse al sol, pero no pasó nada. Y no pasó nada por varios cientos de recorridos.

Los más viejos ponían sus sillitas plegables en la vereda para ver si ahora sí pasaban a buscar a ese pobre desgraciado, aunque no tenían nada de fe en eso, nadie nunca fue recogido de Ningún Lugar.

—Señora, cuando los vea dígame.

—¿A los cuervos o a los muchachos?

—Los muchachos, pero los cuervos también. Ella tiene mucho pelo, entre negro y rubio y rastas y rulos y se delinea los ojos como los egipcios.

—¿Egipcios? —Tampoco había egipcios en Ningún Lugar, ni alemanes, ni mongoles, tampoco británicos, solo un francés que no venía de Francia.

—Se delinea el ojo de negro. Y va a venir acompañada de dos hermanos, una chica y un chico, te vas a dar cuenta, son muy raros, los dos rubios con ojos negros.

Le tiran una piedra en el culo. Los niños enmascarados atacan otra vez y él desde siempre ha odiado a los niños, son bestias incompletas. “Vení para acá, pendejo, dale”. Más piedras en la cara, el pecho, un ojo. El forastero no pudo con el niño. Demasiados huevos.

Supongo que se rindió, pero al siguiente atardecer abandonó su celda y volvió a salir a la calle con un ojo medio roto. Ya no tenía que volver a lo del sheriff, pero él no quiso irse, nunca había tenido un lugar tan acogedor y simple.

Entre las rejas y con una rutina, no tenía que pensar en nada más, no tenía que buscar un propósito ni preguntarse qué iba a pasar si en realidad sí lo pasaban a buscar, no sabía si iban a querer tomar té o mate amargo o sin azúcar, o jugo de frutas.

Hasta el momento, las cosas se venían dando como lo soñado. Sí, soñado. Vio a la mujer de pelo raro con los dos hermanos en sueños vívidos, en los que se levantaba con la voz ronca de tanto hablar.

Ellos le contaron todo lo que iba a pasar. Le dijeron que tenía que ir a 34.54.09.56.10.36. Le repitieron el número dos noches seguidas para que no lo olvidara, con el que buscó la coordenada en la vasta red de información y descubrió que era una dirección de su barrio, más bien, el callejón. Allí debía andar cada vez que podía hasta encontrarse con un bandada de cuervos que le abriría la puerta de la ciudad.

“Las puertas se abren para que ellos puedan migrar, aprovecha ahí”, le dijo la mujer y aseguró: “Esperanos en la Ciudad de Ningún Lugar al atardecer y cuando podamos, te pasamos a buscar”.

Parece que estuvieron muy ocupados, porque él ya se siente envejecer y está tan cansado que dejó de pelear con los vecinos, ellos lo empezaron a respetar, o a tenerle lástima, nunca se sabe con esa gente que en el día es una cosa y en la noche se esfuma, son un carbón molido sobre papel haciendo sombras difuminadas. ¿Quién los está dibujando?

Su pelo rojo se fue haciendo uno con el sol se moría todos los días tras una nube de polvo que encendía sus cálidos fuegos cuando avanzaba por praderas verde vivo. Vivo. Sabía que en efecto estaba vivo, pero a qué costo.

—¡Forastero! —le gritó la vieja de la reposera, quien corría por las colinas revoleando un pañuelo rojo lleno de mocos—. Lo vinieron a buscar debajo del naranjo.

—¿Qué naranjo, señora?

—El que nació ayer, estúpido.

—¿Y vinieron con cuervos? —Él no los había visto y supuso que si iban, lo harían con la puerta que abrían los cuervos.

—Me tenés harta.

La señora de la reposera se fue al lado de su marido para ver como esperaban al forastero idiota abajo de un naranjo altísimo, con frutas del tamaño de la cabeza de los niños enmascarados, que por cierto, eran bastante cabezones.

Él no corrió porque le dolían los pies de tanto vagar por ahí sin sentido alguno. ¿Qué les iba a decir? Porque estaba bastante enojado, pero a penas lo dejaron hablar.

—Llegamos tarde.

No fue pregunta, fue una afirmación contundente y penosa que le cayó como sentencia. Ya era tarde y punto.

Los hermanos, que solían andar callados, hablaban por miradas entre ellos y reflexionaban sobre que al tipo lo dejaron varado en la nada, que ya era tardísimo. Se habían quemado las tostadas y el café ya estaba frío sobre la mesa de la casa de ellos y en la de él, ya toda su familia había muerto y el país era propiedad privada de la nación del gran águila.

—Creo que hace años que los espero acá —les reclamó.

—Eso depende desde qué lado lo veas, para nosotros, recién nos despertamos de la siesta, tendríamos que haber venido ayer, pero vinimos hoy —la mujer de pelo entre negro y rubio y rastas y rulos, estaba sinceramente apenada—. Ya no vas a poder volver a tu casa.

—Solo hagamos jugo de naranja y llévenme a merendar de una vez.

Él ya estaba completamente despersonalizado, hizo de cuenta que seguía soñando y guardó su vida anterior en el bolsillo, para que no le molestara subir al árbol y bajar las naranjas de su jugo. Yo creo que nunca lo vi bajar de ese árbol, o quizás me distraje con un pájaro.

Texto realizado para la ficción colaborativa “Ciudad de Ningún Lugar”.