Josefina ya sabe que hay cosas que no duermen. Como el mantel de tela que la espera estirado, solícito y florido, allí en la cocina, por si tiene un ataque repentino (no de hambre, sino de sobremesa). ¡Es que hace tanto que no habla con nadie luego de cada cena!
Sabe también que su insomnio no acepta treguas. Entonces, se levanta y busca papel -papel y lápiz- para garabatear una lista de cosas que no extraña. Ya lo ensayó otras veces. Mientras se convence, intenta persuadir a su espalda, su alma, sus oídos… de lo que está segura que es una gran mentira: no necesito nada, mucho menos su abrazo. Lo pronuncia en voz alta y calienta café.
Parada en camisón, junto a la biblioteca, selecciona al azar un tomo negro: tiene las tapas blandas, mil ciento veinte páginas y un dibujo de tiza en la portada. Con los ojos apenas entreabiertos, descubre que es Rayuela, de Cortázar.
Se sienta en el sillón de terciopelo verde y sonríe pensando que esto parece un guiño al cuento que leyó en la secundaria, cuyo título -Continuidad de los parques- no le había permitido anticipar el desenlace. Ni sospechar, tampoco, que los docentes lo elegían con el oculto propósito de evaluar, después, en qué medida lo habían comprendido. Jamás olvidará las primeras líneas de ese cuento: “Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla (…)”.
Y si bien reconoce que sería más útil volver a la cama y hacer el intento de conciliar el sueño, se desafía a sí misma a recitarlo hasta donde su memoria la acompañe.
Cuando llega a la parte que reza: “(…) el mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba”, exclama ¡basta! -como si alguien la estuviera molestando- ¡basta de jugar a la escondida! (y recuerda que el título de ese otro libro es Final del juego).
Un guiño más… se dice, sonriendo satisfecha. Y de nuevo recurre al azar, para decidir por dónde comenzará a leer Rayuela. Su dedo índice hurga entre las hojas y se posa al inicio del capítulo siete. Aún somnolienta se tropieza con una breve lección inesperada acerca de cómo edificar poesía en medio de una historia que, a su vez, es un juego de niños no tan niños:
-“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano (…)”. Murmura despacito, saboreando las letras.
(Esos libros usados siguen siendo el eslabón entre las décadas que han vivido juntos -ella y esa ausencia que hoy tanto la atormenta- y la soledad de a dos que fueron construyendo, en los últimos años, a fuerza de ignorarse).
En aquel desvencijado sillón verde que el inquilino anterior dejó sin culpa, permanece un buen rato con el libro. No se mueve. Cualquiera pensaría que dormita. Sin embargo, lo que en verdad está haciendo, es escribir. Está trazando un poema en su cabeza, combinando retazos de versos consagrados con este generoso puñado de secretos que vive en su garganta desde que se ha quedado aún más sola:
Ojalá cerrar los ojos me bastara
para deshacerlo todo en un minuto
y acabar con este miedo o este luto
que oscurece cada duda nunca clara.
Cuando leo a Cortázar, imagino:
tu boca llena de peces o de flores
a punto de besar a otros amores
y escapando, cobarde, del destino.
Yo dibujo tus ojos con mis manos,
rogando que no miren hacia allá
porque, aunque tú lo niegues, aquí está
la música perdida de los pianos,
la melodía ajena de la siesta
y un deseo que suma (jamás resta):
darle continuidad a aquella historia
que ahora vive en mi memoria… y nada más.
Al terminar, firma el margen de la hoja. Siempre dice que lo hace por si acaso y que, si algo ocurriera, le gustaría que fuera eso lo primero que encontraran los curiosos. Que quizás alguien diga… ¡Josefina escribía unas rimas muy bellas! (o algo por el estilo, que suene interesante).
Prefiere ser recordada por sus metáforas y no por sus torpezas, como la de pasar tantas noches en vela, con una taza de café ya frío sobre el mantel de flores, releyendo Rayuela en un sillón prestado…