La mujer en la ventanilla de recepción de la clínica da un vistazo y valora al personaje mortecino que tiene frente al mostrador: mirada apagada, figura acatarrada y expresión sombría. Juzga que mandar al primer paciente de la mañana con el médico recién egresado es la mejor forma de darle la bienvenida. Le indica a qué puerta dirigirse y ríe por lo bajo.

Avanza describiendo un zigzag. Toca en el consultorio. Lo recibe un joven sonriente de corbata de seda, camisa almidonada y bata muy blanca. Apenas si tiene tiempo de hacerse a un lado para dejar pasar al hombre que, tambaleante, se sienta en la butaca. El paciente se lleva la mano a la boca y emite un eructo.

El aroma de la melancolía y la pirosis se mezclan con el mal aliento. Prolonga los labios, saca la lengua. Tiene la boca llena de un sabor repugnante.

—¿Cuál es el motivo de su consulta? —pregunta el joven médico, mientras enciende la computadora para abrirle un expediente electrónico.

—¿A poco no se nota, mi doc? Tengo reflujo. —la voz es ronca, profunda y tiene una pronunciación particular, es pausada y alarga innecesariamente las vocales. —¡Ah, también hipo!

—¿Cómo se llama y a qué se dedica? —inicia el protocolo de la consulta como le enseñaron en la escuela. —Me llamo de mil maneras, tengo muchos pseudónimos. Soy escritor.

El joven médico siente de inmediato un gran respeto hacia el paciente y le sonríe con estimación. Deja de ver la pantalla de la computadora y se concentra en el escritor.

—Mi trabajo, doc, es muy estresante. Siempre tengo que estar pensando, imaginando, invitando a las musas y eso, a veces se complica. No vienen. Hay que buscar la forma, ¿entiende? —entre hipos deduce que no le entiende nada— “Vino, sentimiento y guitarra, hacen los cantares de la vida mía”, decía el gran Manuel Machado. El lenguaje es mejor si se revuelve con una copita de vino. ¿Entiende, no? Hay que beber doctor.

—No, hay que dejar el alcohol, ¿señor…?

El escritor pone los ojos en blanco y suspira. Sospecha que no se está comunicando. El joven se aproxima y comienza a auscultarlo. Acerca el estetoscopio a la región abdominal. Hay mucha actividad intestinal, mucho aire alojado. Al inspeccionar la cavidad bucal verifica que la lengua perdió el color rosa. Ahora está blanca y el aliento es rancio.

—¿Cómo cree? Mejor quíteme el dolor de panza, el asco y la náusea.

—Por eso. Mire cómo anda. Hay que dejar el alcohol.

—Sí, mi doc, hay que dejarlo, pero en mi casa. Hay que dejarlo a la mano. Cerquita. Si no, ¿cómo? Mire, me explico: hay que serle fiel a Faulkner. ¿Sabe lo que dice? Dice que los escritores somos como camellos. Solo somos capaces de atravesar zonas áridas almacenando mucho coñac en la joroba. Los escritores nos hacemos jorobados después de tantas horas sentados frente a la hoja en blanco —el último hipo casi lo tira de la silla.

—Descríbame su patrón de ingesta de alcohol —solicita el joven médico y se ajusta los lentes, —¿Cuánto toma y a qué horas? ¿Toma mucho?

—¿Mucho? No. Una copa en ayunas, para despertar. Si el apetito es malo, mejor me fumo un cigarrillo. Para abrir el estómago, uno o dos tequilitas o una cervecita, depende de las finanzas. La escritura no nos hace ricos, ¿sabe? Al mediodía y a plena luz es difícil que llegue la inspiración. Entonces, para aprovechar el tiempo, otra copita, hasta que llegue el momento de la creación literaria. Luego, para celebrar, hay que descorchar una botella.

—¿Qué come?

—No tengo buen apetito. La sopa me da asco. Los guisos se me atragantan. Me los paso con vino tinto. Esa es la vida del artista. ¿Por qué me mira así? ¿No sabe lo que decía Giovanni Papini? ¿No? —el hombre eleva el dedo índice y cita —“Me gustaría pensar que Dante frecuentaba la taberna, Shakespeare trasnochaba y bebía, que Maquiavelo jugaba al trinquete con los carreteros, Beethoven se pasaba horas muertas en la cervecería y Miguel Ángel gustaba de las cenas alegres y las chanzas.” No me juzgue mal, mi doc, cada trago es una palabra no pronunciada, una palabra escrita. Es el enchufe que conecta los significados. Un frasco de alcohol es la alfombra mágica sobre la que se escribe un libro.

—¿Y sus tardes? ¿Cómo son sus tardes?

—No me gustan las tardes. Me entran sofocos, me dan temblores, sudo frío. Coloco la botella en los labios y empino como lo hace un bebé con la mamila. Así logró pasar el gran temporal, las rachas cegadoras. Al declinar el sol, las turbulencias se meten al cuerpo, las cosas cambian de color y significado. Aparecen las imágenes. La realidad se desvanece. No son esos elefantes rosas de los que hablaba Salvador Dalí. No sé de dónde inventó eso, dicen que lo hizo para complacer a Disney. ¿Vio Dumbo, mi doc? ¡Qué bueno! Así no son. Tampoco es Ganesh venido de la India, ni el paquidermo que jala el carro imperial de los monarcas de las Mil y una noches. No. No es ese elefante que, según las creencias africanas, trae fuerza y propsperidad. No. Estos que yo veo no son buenos. Son, en todo caso, el delirio del que habla Bill W. Son la imagen maldita del elefante biafrano que representa la torpeza y la fealdad.

El joven médico empuja los lentes sobre el arco de la nariz y se talla la barbilla. El paciente tiene la mirada vidriosa, ya no lo ve. Está contemplando y siente a su lado esas imágenes que se alojan en el cerebro. Tiene los ojos desorbitados y la boca abierta. Suda.

—Son elefantes, eso sí. Un escritor también cae en el lugar común. Pero los míos son los mismos de la maldición de Ekkpe, que intenta huir atravesando el desierto cuando los ve. No se puede. Hay que resistir a fuerza de tragos. Ser valientes y seguir tomando. Plinio dijo que, al primer brillo de la luna, los elefantes, provistos de una misericordia que no muestran en la tarde, elevan sus trompas al cielo y, entonces, bajan las musas entre los rayos amarillos del sol que muere. Las enredan por la cintura y las colocan sobre el escritorio del autor —un eructo se le escapa y se empieza a reír.

—¿Y las noches?

—En las noches soy más ligero que un corcho en altamar. Así se me ocurren los mejores romances, las más sabrosas intrigas, los más ingenionosos misterios. ¿Usted cree que Bukowski podría haber escrito así sin bautizar las letras con alcohol? ¿Cómo cree que Rimbaud escribió El barco ebrio? Solo borracho se puede navegar a través de los sueños. Ellos también veían elefantes rosas. Sino ¿cómo?

—Delirium tremens. ¿Sabe lo que es eso?

—Sí— el escritor se lleva la mano al pecho y con dificultad pasa saliva. —Escribir fatiga, mi doc, y para tolerar el dolor de la escritura hay que beber. ¿Usted cree que es divertido perderse entre botellas, prostitutas y vómitos? Hay que sufrir. Y, sí, mi estimado médico. Usted usa estetoscopios y lamparitas. Los instrumentos de mi oficio son el papel, el tabaco, una copa y el velo de la noche. Un escritor de buena cepa debe tener los ojos irritados, nariz roja y el tanque lleno de alcohol. Solo así se logra el ensimismamiento para tolerar el calor, el ruido, las interrupciones y el desapego de las cosas mundanas. Solo así se alcanza la perseverancia, el orgullo y la decencia para escribir un libro. ¿Quién en su sano juicio, mi doc, abandona todo por las letras? ¿Quién, desde la sobriedad, tiene la certeza de que sus letras llegarán a buen destino? No me vea así, con un trago se logra la felicidad del momento creativo. Se conciben las ideas. Quíteme la náusea, por favor. Qué se calme este ardor.

—No hay otra solución: para sentirse bien hay que hidratarse y dejar de beber.

—Oiga, doctor, entiendo lo que me dice. Me queda claro que el alcohol no le ayuda al problema. Pero siendo honestos, tampoco el agua mineral arregla las cosas, ¿o sí? En una de esas, las cosas se ponen peor. ¿Y si mejor me invita una cerveza? Créame, la vida es mejor viendo elefantes rosas.