Del tiempo que hace

Pobre de nosotros que no supimos interpretar el lenguaje de los signos de los tiempos. Pobre de todos nosotros que lo único que queríamos era robarle un sorbo de agua al fondo de este embalse que nos traga como si fuéramos cotorras de lengua negra. Como esas cotorras, animalitos desgraciados que nunca lograron ser loros ni pronunciar palabra. La tierra despierta, suena, y empieza el desperezar de las cotorras. Antes me gustaba el color del cielo. Ya no. No me gusta el amarillo del mediodía, tal vez el de más temprano sí. Ese que se ve como si fuera abriéndose de la oscuridad azul negra al rosa brillante y azul claro, ese que se roba un pedacito de penumbra. No. Este no. No el que te atraviesa el rayo de sol por todo el cuerpo, que te seca la piel y te pica la garganta. Eso es lo único que trae la rompiente del amanecer: más calor. Las piedras del camino son como bachas ardientes que exudan humo y sequedad.

Nos lo advirtieron, ni caso hicimos. No sé si desconfiaban de nuestra pericia o estaban ciertos de nuestra estupidez. Ya casi me olvido de lo que decían esas admoniciones. Mamá y las mujeres decidieron quedarse en casa a ver las fotografías terrosas y a esperar que la sed les trajera la muerte recostadas en la cama. La critiqué tanto por quedarse. Pobres de los que nos animamos a ir a buscar agua y nos encontramos con tanta aridez. Levanto la cabeza y veo el sol sin nubes, veo adelante y no hay más que la tierra agrietada, los troncos pelones, las hierbas marchitas. Agacho la mirada y veo las uñas de los dedos gordos de los pies, terrosas, partidas, prietas, percudidas, los talones rotos y las riatas de los huaraches que ya no pueden más. Arden. No, no pueden más y todos los sueños se me deshacen. Es el fuego del día, el dorado del sol que quema las pupilas y pega la lengua al paladar. Por eso, porque nos faltaba, nos fuimos a buscar agua y nos topamos con esta ausencia triste y todo lo que pica. Se evaporó y en vez de lago sólo quedó desertización. Tierra. Comezón. No hay rastro de humedad.

Quema el polvo en los ojos, el sol en la piel, la tierra en la garganta, el recuerdo y la ilusión. Pica y escuece todo. Pobre de nosotros que nos salimos con el lomo crudo a recibir los azotes del sol y a que las babas blanquecinas se nos maceraran entre las comisuras de los labios. Ya andaba arrastrando los pasos, los hombros abajo, la espalda jorobada, avanzando, abriendo camino entre la lumbre que empuja lo que queda de este cuerpo seco. Parece que camino sobre un comal al rojo vivo, entre brasas que nos avientan chorros de calor. Caminábamos esperando que algo nos sacara de la desolación. Camino, roída por el hambre de las tripas.

Pobre de mí que me quedé sola en este andar porque todos los demás se fueron cayendo ahí, secos, con la piel áspera y los ojos tiesos. La trenza se destejió y las hebras de pelo ahora son ramas quebradizas. Ya ni intento aplacarme el pelo. Y, para que no se me doblen las rodillas, hago que en la cabeza se me aparezcan los cuentos de mi madre. Esos que siempre relataba con voz solemne y grave mientras movía las manos tan lento que parecía que las palabras le brotaban con dificultad. Cuando le escuchaba esos cuentos, no me hacían tanta gracia. No me hacían ninguna gracia, pero son las únicas palabras que recuerdo.

De las razones para irnos

Pobre de nosotros que nos fuimos. Nos fuimos porque en lo único que podíamos pensar era en el ancho del lago en el que nos íbamos a bañar. Las voces de los viejos, de los más viejos de entre los ancianos contaban que en este lugar tan seco navegaban esas lanchas gruesas de las que transportan caballos, vacas y toros. Dicen que los pescadores se lanzaban en sus canoas a tirar las redes y a sacar pescados de carne blanca. Dicen que el agua era tan dulce que hasta las cabras bajaban del monte a abrevar y que las mujeres se limpiaban los cuerpos y las ropas de lo puro del estanque del lago. Ahí se les enjuagaba todo, hasta las maldades. Eso dijeron y se ve que fue cierto. Aunque, a lo mejor son mis ganas de verlo porque ya ni rastros quedan. Esa verdad se evaporó.

Pobre de los que nos fuimos porque no podíamos dejar de pensar en la anchura del lago que empezaba un poco al sur y jamás terminaba. Qué asco la tierra que se me mete entre los dedos. Nos causaba tanta admiración imaginar esa laguna eterna. No nos hizo falta pensar en tanta hambre ni en toda la sed ni en toda la muerte ni en la aridez ni en los cuerpos que se irían quedando. Porque dicen que la ilusión basta. Nos ilusionaron los arroyos y las cascadas, la esperanza de meternos al agua a abrir los brazos y sentir que era nuestra. Nos ganó la entelequia. Fueron las ganas. Nos alcanzó el derrumbe, si se permite decirle así a lo que nos pasó.

Tantos pasos nos sacaron hasta la última gota de sudor y, cada vez que me acuerdo, me da una rabia y se me caldea más el pellejo. Me enoja tanto que quisiera ir a buscarlos para romperles el alma, si es que tienen, si es que no se han secado. Traigo la espalda tan doblada que casi toco el suelo con la nariz. Parezco una espina roída por el sol, un cuero tan reseco que se me ven los dientes como de muerto. Se me entrecorta el aire al recordar las razones que tuvimos para irnos.

Del arenal de huesos

Pobre de nosotros que nos fuimos tan juntitos para darnos fuerza y cuidarnos. Pobre de mí que me quedé tan sola. Ya los demás son esquirlas. La memoria me hace entrar en desconfianza. Ya no puedo asegurar ni quiénes ni cuántos éramos. Nos hicimos fragmentos. Maldita ilusión que cree que con sólo nombrar las cosas y correr tras ellas las vas a conseguir. Maldita realidad que te lleva a ver una verdad gangrenada que humilla y te pega la lengua al hueso.

Hay veces en que me pregunto qué pasaría si me cayera en el hueco que hay entre este terreno resecado. ¿Podrán distinguir una muela de otra, un cráneo de otro, una costilla, una clavícula o un isquion? Claro que también venían los chimuelos o los que perdieron dientes en el camino. Hay veces que me pregunto qué quedaría entre un hueco y otro. También pienso que otros creerán que nos trajeron a este descampado a rompernos los huesos. Pero no. Nadie vendrá ni descubrirá nada entre este arenal de huesos.

De la noche de los sueños

Pobre de nosotros que creímos que volveríamos casa con la buena ventura. Cada cual encendió su astilla y se quemó el cuerpo. Pobre de nosotros que creímos y lo que conseguimos fue que la tierra nos tragará crudos. Muchos se fueron cayendo de flacos, desagotados, sarmentosos y con sed. El verano deja caer sus gracias con todo el peso de su voluntad.

La noche anterior soñé con algo parecido a un río, a uno que sería nuestro. Como la boca me sabía a tierra, me aventuré a la deriva en busca de esas aguas, de ese mundo luminoso y fresco, de un mar dulce que me acunaría entre sus olas y en donde encontraría nuevas plantas, animales y gente. Pero, ¿por qué depender de mi recuerdo? Los sueños son comienzos de un viaje que nos trajo a dar pasos en falso.

Hay que escapar de esta tierra apestada

Pobre de nosotros que aquí estamos. Aquí estamos. Ya ninguno puede levantar la cabeza y mirar más allá del valle. El silencio está juntando todos esos huesos, todos esos cuerpos encallados. Toda la ilusión se queda en este pedazo de tierra, y no hay más nada que este pedazo de polvo.

Me doy cuenta de que, si miro largo, no hay en donde descansar la mirada. Aguzo la oreja para distinguir alguna señal que me diga a qué dirección tirar. En este resquemor, no logro interpretar ningún significado. Hay que aminar en silencio y sin hacer aspavientos. Ni recitar oraciones ni decir despedidas. Sólo una santiguada que ayude a escapar de esta tierra apestada.

Me voy. Me voy porque me arde en las manos y en los pies. Me voy porque el polvo se me enrosca en los brazos, en la memoria y en las palabras. Me voy, no porque los abandone, sino porque ustedes ni pueden, pero yo todavía puedo huir. Así que sigo arrastrando los pies sin saber qué me da fuerza para tirar adelante. Es tan grande el miedo, pero parece que es más poderosa la costumbre de seguir moviendo los pies.

Derrota

Pobre de nosotros que nos tuvimos que separar. Cien brazos se carcomen bajo el sol, a la intemperie del terreno. Pobre de todos los que abandonamos nuestras propias casas y decidimos irnos a probar suerte. Pobre de estas cincuenta almas flacas que ya no necesitan tranquilizarse el hambre ni calmar la sed.

Pobre de ustedes que serán el testimonio de nuestra partida, el monumento que señale el fin de la ilusión, para que se sepa hasta donde alcanzó la esperanza. Ahora que lo pienso, apuesto que eso fue lo que dijo el cuento que contaba la madre cuando le salían las palabras con tanta dificultad. Así fue como dejó de decir.

Qué animal más ponzoñoso es el recuerdo. Me sostenía el silencio que no tiene nombre y del que es mejor no hablar. Angosto la lengua y aunque quisiera girar el cuerpo y tirar de vuelta no hay forma de desandar. La mugre de las ropas y los suspiros asustaron a cualquier ser de aquí o de más allá que pudieran sentir compasión. Mas allá, ¿qué? Tal vez sólo me quede plantar huella en este terreno arenoso. Tal vez tenga que soltar la ilusión y dejar de buscar un punto distante en el que pueda hallarme una guarida. El agua fue puro espaviento.

Bruja

Pobre de esa mujer que encontraron a unos diez pasos del palo santo. Estaba tirada de panza con los brazos estirados en forma de cruz y la cara ladeada sobre la tierra. Los niños la tocaron con sus deditos como si fuera la corteza de un tronco. Se había mordido todas las lágrimas y el resuello ya ni se le notaba. Creyeron que era una viruta de madera sagrada, qué se iban a imaginar que era todo lo contrario. Pobre de ella que siempre dijo que el tiempo es un libro que sólo se lee para adelante y jamás se puede volver atrás. Nunca contestó de dónde venía. El pueblo estaba tan silencioso cuando la trajeron a rastras que se podía oír el eco de sus propios pasos. El médico gritó: ¡está viva, está viva! Cuando su espíritu aspiró el alma santa del agua en los labios, profirió un grito tan largo y agudo que todos los que estaban en el consultorio saltaron tan alto que se pegaron con las vigas del techo.

Pobre de esa mujer a la que el polvo y la suciedad se le destilaban por los ojos y las narices. Vomitó y eructó. Lloró y se río. Y muchas mujeres y hombres justos testificaron que se trataba de una bruja. Una bruja que los chiquillos rescataron y otros condenaron antes de que ella pudiera contar su historia.