Será que muchos años después frente al aeropuerto de El Dorado, ella habría de recordar ese día en que, con 14 años y una grave enfermedad, su madre le entregó un libro envejecido, con las tapas pegadas con cinta y nerviosas anotaciones en los márgenes del interior.
La había considerado preparada para ese libro, el libro, quizás intuyendo que marcaría un destino de límites difusos y entrelazados entre la realidad y la ficción, pero marcado por las palabras. Aterrizó en El Dorado y la película de esa larga convalecencia lectora y de todos los libros latinoamericanos que había devorado ese verano pasó rápidamente por su cabeza.
Volvió al calor adolescente y lo recobró bajando las escalerillas del avión. Sintió también una extraña cercanía con todo lo que veía. Repasó, como siempre con cierta soberbia, su extenso currículo de latinoamericanista con pedigrí: las fiestas eternas con su mejor amigo mexicano, un precoz noviecito chileno, las noches cubanas de delirios habaneros, los exámenes de la Facultad con esos profesores que luego se convertirían en amigos, los diversos acentos cantarines.
Y de pronto recordó, como si su cerebro hubiera bloqueado la idea conscientemente a lo largo de todo el vuelo, aquel cuerpo que la había llevado hasta allí, ese cuerpo que cobraba sentido unido al suyo y por el que había experimentado deseo intenso en un hotel de lujo deshabitado, esa piel infinita, ese doloroso olvido que quizá seremos y que todavía la acompañaba, las risas, el miedo, los llantos en bajito, los tantos besos, la extraña calma y la ubicación en la locura, el no-lugar y, como siempre, el viaje que lleva a otro viaje.
Esperando la cola de inmigración se sentía embargaba por una extraña lucidez con la que avanzaba cada metro en El Dorado sabiendo que el amor y el deseo a veces se confunden y que ambos son legítimos, juntos y por separado. Que pasara lo que pasara ambos la iban a hacer feliz. Que se merecía ser feliz tras una estela de muerte y de desconsuelo. Que ella era de eros y no se iba a dejar arrastrar por tánatos. Que también había viajado para saber que los muertos viajaban con ella y la cuidaban. Era un misterio lo que la esperaba.
Recordaba un dibujo de Lorca que la marcó cuando era muy niña y que se titulaba: «Solo el misterio nos hace vivir, solo el misterio». Pensaba en cómo de infeliz había sido cuando tenía ante sí solo claridades y cuartos supuestamente iluminados. Tenía muchas ganas de ver a sus amigos queridos: aquella colombiana tan bella que la había acompañado en todos los periplos anteriores, aquel colombiano con el que había cantado boleros y que había sido su cómplice en un gran amor del pasado.
Ese gran amor que la había hecho más libre, más consciente y más verdadera. Era extraño advertir las certezas a tantos kilómetros de casa. Pensaba en el nombre de él como si fuera inventado, como si alguien lo hubiera sacado de Las mil y una noches. Pensaba en lo irreal y borroso de la breve historia que habían compartido meses atrás y a la que nadie le había dado nombre. Y que quizás no hubiera ni existido, aquí ya se ponía un poco ridícula y entonces se reía sola, de sí misma y su pedantería, en la cola de inmigración.
Dudaba de si estaba guapa, de si sería suficientemente guapa para él y para ese lugar ajeno. Si su belleza podría ser exportable o era local. Si su alegría era aquí extraña o extranjera. Y le intrigaba cómo sería él, la última vez que lo había visto fue también en un aeropuerto. Le recordaba alegre y poco detallista, sincero y extrañamente frío en ocasiones, como si fuera la otra cara de la moneda del amante que también sabía ser.
Fantaseó puntualmente con que él, que carecía del romanticismo libresco al uso, la llevara a la laguna del Cacique Guatavita, cuna de la leyenda de El Dorado y a la que siempre había querido ir. Que juntos pudieran mirar sus cambios de tonalidad y su misterio. Sacó del bolso de mano el único regalo que él le había hecho, aquella colonia unisex para que «compartieran olor», llamada Forest Rain.
Se preguntaba si en esos días bogotanos podría dejar atrás su mochila de nómada o de fugitiva, si podría abstraerse de todo lo anterior, de ese amor verdadero que la perseguía y que también la acompañaba y la consolaba, de ese miedo irredento a perder de nuevo su autonomía, de su iPhone-non-stop, del cordón umbilical que la unía a su hijo y a su madre. Se respondía que sí a todo. Que en los viajes se descubren cosas. Y sonreía mucho sin notar el cansancio. Posiblemente El Dorado era ese instante: misterio, ficción y alegría.