Todo esto sucedió cuando yo era niña, y vivíamos en la vecindad que se ubica —si es que aún sigue ahí— en la Segunda Cerrada de Brasil, en el Centro de la Ciudad de México. Yo pasaba en medio del run-run vecinal, de los chismes de lavadero y del disimulo de los habitantes, porque era imposible desconocer que algo ocurría en uno de esos cuartos redondos de la esquina más oscura del quinto patio.

Se oían aullidos. De verdad. Yo los oí. Eran chillidos largos y sonoros. Eran consistentes e imposibles de ignorar. Pero, como es costumbre, el disimulo fue la forma de lidiar con el tema para no meterse en un lío. La portera solía decir: “sé prudente si quieres llegar al día siguiente”, y por eso la gente miraba a otro lado, y todos se hacían los que ni oían ni se enteraban. Aunque tampoco podemos dejar de considerar que esos aullidos daban miedo.

Dicen que en la vecindad de la Segunda Cerrada de Brasil había fantasmas. Pero lo de los aullidos era otra cosa. Era un ruido que se aferraba a la existencia. Y claro que también hay que entender que, en el Centro de la Ciudad de México, los tiempos y movimientos tienen sus crueldades y reglas sin sentido. Así es, así ha sido. Lo recuerdo, no en término de explicaciones sino como esa memoria que te da escalofríos. Tampoco era curiosidad científica. Nada de eso. Ni era la fanfarronería infantil que busca llamar la atención. Tampoco eso.

Al principio, creí que estaba loca, porque lo vivía como si ese ruido estuviera dentro de mí, y sólo yo lo pudiera escuchar. Era tan chica que no entendía que la gente se hace la mensa para no lidiar con problemas ajenos. Pero ahí estaban. Era como si esas vibraciones levitaran, flotaran por los pasillos, formaran cientos de ecos y llegaran hasta mis orejas. Al escucharlas, la cara se me ponía pálida; iba de una habitación a otra, de aquí para allá, sin saber con qué me iba a topar. Me acercaba a los lavaderos, venciendo el miedo con esa curiosidad infantil que oscila entre la estupidez y la valentía. Pero no me acercaba tanto porque creía que caería en un hoyo oscuro o que sería succionada por algún pasadizo que me llevaría a la cocina de la casa donde vivían la bruja y el hombre lobo. Me los imaginaba haciendo pócimas en su cocina y atornillando sombras en las paredes.

He olvidado muchos recuerdos de la infancia. Ese es vívido, puedo regresar a aquel instante y sentir que estoy ahí de nuevo. Sabes que algo realmente te toca cuando sientes ese escozor como si tuvieras una flama que te quema por dentro. Fue un alivio darme cuenta de que no era la única que oía esas cosas. Me dejé cautivar por el miedo y por esa popularidad que se gana cuando los otros niños, que antes no querían jugar contigo, ahora te siguen en la aventura de descubrir a la bruja y al Licántropo. Así le puso José, el hermano de Juanita, que leía comics y entendía de esas cosas.

La primera vez y la única que la vimos, fue como si nos picáramos con una aguja en el centro de la piel. Vimos salir a la bruja. Iba muy arreglada, con un vestido azul marino. Se estaba pintando los labios de color rojo muy fuerte mientras atravesaba el patio, mirándose en el espejo de una caja de polvos faciales. Los otros niños y yo nos aplanamos contra la pared para que no nos viera, y ella pasó de largo sin ponernos atención. Fuimos como esos insectos que se fingen muertos para pasar desapercibidos. Tan pronto salió de la vecindad, empezaron los aullidos. Era una especie de canto aflautado y triste. Se nos puso la piel de gallina, y salimos corriendo a protegernos debajo de las faldas de nuestras madres, que estaban en los lavaderos tallando ropa y chismeando a toda velocidad.

Hablaban de la bruja, pero no sabían lo que decían. Las mujeres —mi mamá incluida— aseguraban que ella era la madre del Licántropo. Pero los adultos no saben de estas cosas, y José ya nos había explicado que las brujas no engendran niños lobo. Caímos en la cuenta de que el Licántropo debía ser su mascota. ¿Qué otra cosa podía ser? Además, podía ser un animal peligroso que comiera niños, y nosotros no queríamos servirle de desayuno ni de cena ni de nada. Pero queríamos ver. Por otro lado, la portera decía que estaba prohibido tener mascotas que vivieran con nosotros, aunque la vecindad estaba poblada de gatos callejeros. Esos no son de peligro. Rojas, uno de los vecinos que vivía encima de la tienda a pie de calle, y que nunca se paseaba por el quinto patio, fue a buscar a la portera y llegó hasta los lavaderos a pedirle algo. Era estudiante de psicología. Hasta se le olvidó lo que quería. ¿Qué es ese ruido?, dijo y miró a la portera y a las mujeres —a mamá también—. Lo que antes era un hervidero de voces se transformó en un silencio sombrío. Nadie dijo esta boca es mía. Nadie. Ahora eran ellas las hacían de insectos muertos que buscan salvar la vida.

Me miró como si yo pudiera darle una respuesta. Elevé los hombros y torcí la boca para abajo. Juanita y los demás se miraron la punta de los zapatos. ¡Dios Santo, qué es ese lamento! Y se fue siguiendo las pistas del ruido. Los niños nos fuimos detrás de él, y las madres detrás nuestro. Empezó a patear la puerta de la casa de la bruja, y yo casi me meo encima. Por alguna extraña razón, mi madre empezó a ayudar, y las otras mujeres empujaron y empujaron hasta que lograron abrir la puerta. En realidad, la echaron abajo.

El corazón me latía tanto que sentí que se me saldría por las orejas. Las miradas, el sudor frío y el tiempo se quedaron suspendidos en el aire. Ese instante quedó congelado para la eternidad. El Licántropo estaba amarrado a una camita. Usaba un camisón blanco, manchado por máculas rojas, tal vez de sangre. Las ataduras de los pies y de las manos se sostenían de las patas del mueble. La cuerda estaba sucia, con costras rojas y secas, aunque también había partes húmedas. La mugre del rostro, los abrojos enredados en su melena tan negra y esos ojos hundidos sin expresión se hacían uno con el olor. Era un hedor recio, como el de los hombres que trabajan duro y que no se dejan vencer frente al agua y al jabón. Ese olor a meados secos, a mierda vieja, a sangre encostrada me ha acompañado toda la vida.

Yo me imaginaba que el Licántropo sería muy grande. Era pequeño. Más chiquito que el hermano de Juanita que sientan en andadera para que vaya aprendiendo a caminar. Más flaquillo que un huesito de pollo roído. Miraba como una lechuza. ¿Sabes cómo miran las lechuzas? Mueven la cabeza de un lado al otro, arriba abajo sin que sus ojos se desplacen. Así, el Licántropo giraba la cabeza sin dejar de vernos, evitando en todo momento el contacto visual con cualquiera de nosotros.

Aulló. Le brotaban lágrimas. Yo las vi. Las mujeres se persignaron. Nos sacaron a todos los niños de ese lugar. Mi madre se quedó con nosotras. La portera se quedó ahí dentro, con Rojas y con otras mujeres. Algunas se salieron a recoger la ropa de los lavaderos. Unas lloraban, otras rezaban, Licántropo no dejaba de aullar.

Fue la única vez que lo vi. Rojas llamó a la policía. Se lo llevaron en una ambulancia. La patrulla esperó a la bruja, que regresó a la tarde. Se la llevaron presa. Salió gritando: ¡Tengo que trabajar! ¡No tengo quien lo cuide! ¡Piedad, soy madre soltera!