Sendero colgante,
bajo el cielo sin fin—
pasos temblorosos

(“Sendero en el aire”, Matsuo Bashō. Japón, siglo XVII)

Maderitas precarias. Cientos de senderos. Senderos colgantes sobre aguas torrentosas. Senderos que serpentean hacia todas las direcciones y en todos los niveles. A primera vista, a vista rápida, con ojos de vuelo de pájaro, podría decir que en su conjunto forman dimensiones similares a una montaña rusa.

Un territorio de caminos y más caminos elevados sobre el vacío, sostenidos por sogas desgastadas.

Decido detenerme y sacar de la mochila mi cuadernito celeste y una lapicera. Parada frente a esta inmensidad que se despliega entre el cielo y el agua observo. Los senderos se entrelazan en una red caótica, una obra maestra de ingenio y desesperación. Los caminos parecen desafiar la gravedad, y las sogas que los sostienen se mecen lentamente.

Cada sendero tiene su propio carácter, algunos rectos, otros torcidos y erráticos. Algunos se hunden en la niebla, mientras que otros se elevan a alturas inquietantes. Algunos presentan un desgaste claramente visible. Otros en los rincones más sombríos están parcialmente cubiertos por una capa de musgo o líquenes lo que les da un toque de verdor. En ciertas secciones, las sogas que sostienen los senderos están enrolladas con nudos y trenzas improvisadas, como si hubieran intentado reforzarlas en un intento desesperado por mantenerlas intactas.

Abro mi cuadernito y pienso qué palabra podría anotar. Una sola. Una sola que bastara para describir mi sensación ante este escenario. No la encuentro, no, no la encuentro.

Fijo la vista en mis pies, y así tomo valor para avanzar, concentrándome en el equilibrio necesario para dar cada paso. Con una mano sostengo mi cuadernito y con la otra me aferro a lo que se me ofrece como asidero. Cada tramo de madera cruje bajo el peso de mi andar.

Me agarro con firmeza a las sogas, me apoyo en los tramos de madera permitiendo que cada crujido y balanceo se integren con mi propio ritmo. Luego de un largo trecho y solo después de asegurarme que mis pasos son firmes y controlados, empiezo, poco a poco a correr la vista hacia los costados.

El vacío se abre ante mí. La sensación de estar suspendida entre el cielo y el agua es abrumadora, casi como si el espacio entre los senderos se convirtiera en un precipicio sin fondo. Este lugar, una obra maestra de madera entrelazada y cuerda, me desafía a mantener mi equilibrio en medio de una inmensidad que parece estar en constante movimiento. Cada paso es un acto de destreza, una prueba de coraje.

A pesar del desasosiego inicial, pronto empiezo a adaptarme. Como si mi percepción se ajustara a este balanceo rítmico, encuentro una extraña belleza en la manera que se entrelazan los movimientos. El vaivén de las sogas, el crujido de la madera, y el reflejo en el agua abajo se convierten en una sinfonía inusual, donde el desorden se transforma en armonía a través de mi propio esfuerzo por avanzar sana y salva.

En ese momento preciso, cuando la experiencia es así, tan vívida, pienso en la palabra que busco. Como si poder nombrar lo que siento no solo fuera un ejercicio lingüístico, sino un acto de entendimiento profundo y conexión conmigo misma. Pero la sensación que es tan palpable en el alma es esquiva a la lengua.

Sigo avanzando y cada paso que doy me acerca a una revelación, o quizás a una caída, me enfrenta a un encuentro o tal vez al extravío. Es una danza entre la estabilidad y el caos.

“Fragilidad”… la escribo en mi cuadernito celeste con cuidado, como si cada trazo de la lapicera pudiera hacer justicia a la precariedad de este intrincado laberinto suspendido en el aire. Como si cada letra pudiera sentir el peso condensado de mis sensaciones.

El viaje sigue, y con cada paso, el paisaje cambia. Los senderos se bifurcan en nuevas direcciones. Por momentos una niebla cubre todo, en otros esta niebla espesa se disipa, mostrando panoramas amplios y vastos que me permiten ver el enredo de caminos.

El viaje sigue, y con cada paso, el sendero se convierte en una danza interminable entre lo conocido y lo desconocido. La experiencia es una sinfonía de sensaciones y descubrimientos.

Y así… el viaje sigue y con cada paso voy bailando al ritmo de mi propia historia. Mi frágil danza.

(Tercera parada de la Serie Desiertos. Crónicas nómadas)