Salía al balcón a fumetear, tomaba del vaso y sentía la efervescencia contra las papilas. Consumía horas mientras se le gastaban los días. Se miraba por el reflejo que contribuía a espejarle el vidrio limpio de la corrediza. Se encontraba, a medias luces proyectadas sobre la piel maciza, resplandeciente, blanca. Y se miraba. Se saboreaba, disfrutada, se gustaba. Le parecía que exageraba; se preguntaba si, lejos del arranque de creatividad, se encontraría, fresca, en las mismas condiciones de contemplarse armoniosa y deslumbrante. Y se reía, con un poco de lamento disimulado, se reía.
Se levantaba, algunas veces, del diván y se deslizaba en compás hacia la corrediza, mientras asomaba la carita al viento fresco vespertino. Se iba al balcón a fumar, a tomar y a imaginar un poco mientras se veía, reflejada en el cristal que le impactaba a viso. Por momentos, corría la mirada; la llevaba hacia las quintas que enfrentaban el edificio donde se hospedaba —desde hacía cinco años— y se formaba la idea de lo que sería corretear por las inmediaciones de aquel paraíso terrenal. Era hermoso, para ella, ese pedazo de terreno bien nivelado y podado, que le devolvía la imagen limpia de sus pisadas sobre un césped humedecido de rocío, a eso de las dos de la madrugada, alguna noche de esas.
Cuando se iba afuera para descansar un poco los ojos y la cabecita, se perdía entre lo espeso del humo y experimentaba la textura de lo que, en estado líquido, le atravesaba la garganta. Pretenciosa. Sabía que, si no dejaba atrás el imaginario de lo que quizá sucediera, podría, tal vez, suceder… no llegaría a tiempo con lo que debía —desde hacía un tiempo— hacer. Se jactaba de lo maliciosas que eran sus ideas; se regocijaba, encendida, con la sensación de plenitud y bienestar que le provocaba la imagen que le otorgaba el reflejo de luz. Radiante, se iluminaba, con nitidez, la silueta cuasi dormida sobre la celosía, a seis metros vertiginosos de tierra firme. Cuando se aburría de estar recibiendo esa réplica epicúrea de sus rasgos, se escurría sobre lo velloso del diván aterciopelado y encontraba en el roce furtivo de la piel con lo sintético la clave oscura y nítida en la cual reposar sus pensamientos menos decentes y ambiguos para recibir lo dulce de su satisfacción trivial. Ligera.
Se entretenía, áspera, motivada y perdida, entre las alucinaciones pétreas de la sustancia divina que acababa de deleitar su carne. Carne de presa —lo intuía— se dejaba disuadir por las sensaciones adulteradas que la dominaban in situ desde hacía media hora reloj. Antes de recobrar la viveza, se adentraba en el instante cero en el que concluía la búsqueda de aventura, un día… una noche —mejor dicho—, en la que había ido a recorrer las calles desiertas del barrio, cuando se creía que el viaje iba a ser ensoñador, disruptivo. Entre tantas situaciones, ocurrió el encuentro con él.
Las sonrisas torcidas en el umbral y el convite al intercambio cómplice en el pasillo de la cocina. Hay una pausa. Hay una pausa cuando se encuentra un equilibrio, o una comodidad. Alcanza para recordarla más tarde, aun no pudiendo cumplir con la meta de la necesidad. Aunque no saldada la cuenta con los cuerpos, los sentidos buscan el canal de recompensa. Se perciben como se percibía ella cuando se estremecía sobre la suave superficie, de terciopelo azul, mientras se permitía experimentar lo asombroso de la capacidad para mantener intacto el rostro de alguien que, algunos meses atrás, había dejado de deambular por los umbrales y que, tristemente, ella no había podido alcanzar a apresar, despezar y, por fin, degustar. Pendiente.
Se acordaba porque lo vivía, lo gozaba, empedernida. Terminaba y repetía la danza hacia el balcón. Se reiteraba en off que se le terminaban los días. Sorbía. Metía la punta de la tuca entre la fibra de los labios y los apretujaba con delectación morosa. Se revolvía los mechones y exhalaba unas buenas bocanadas apoyada sobre el alambre tirante. Se erguía sobre sus pasos y, empujando la corrediza hacia un extremo, volvía a echarse sobre lo mullido, a apresurarse sobre el teclado para materializar, por partes, los pormenores de lo que en su viaje memorístico había vivenciado. Hubo de terminarlo todo una noche en la que, después de cuatro meses y un día, se presentase aquél con los pies embarrados en el porche de su propiedad. La que sorbía, embriagada, mientras tanto, desde lo oblicuo, en lo alto, encontraba descanso de sus ideas. Y mientras lo miraba, como acechándolo, se proponía un final, el de la historia, inspirador, concluso. Irreverente. Justo a tiempo.