Lo encontraron abrazado a un radio de transistores que estaba sintonizado en la estación Radio 620, “la música que llegó para quedarse”. Era su estación favorita en los últimos años, ya que transmite noticiarios, programas de análisis y opinión, de ciencia, salud, ecología y, sobre todo, música tradicional dirigida al público de tercera edad. Eso era lo que más disfrutaba: esas melodías que lo llevaban a tiempos mejores. Ese tiempo muerto que le daba la ilusión de participar en un ritmo que rige la vida de la gente importante. Lo halló su nueva esposa, quien una semana antes era la trabajadora doméstica y que en la práctica fue la única persona con la que convivió los últimos meses de vida. Se escuchaba, con cierta distorsión, la letra y melodía de “Reloj no marques las horas”. El aparato luchaba por sacarle el último reducto a las pilas doble AA que estaban a punto de sucumbir.

Entre las piernas rígidas, se apretaba una botella vacía de ginebra. Se tomó hasta el último sorbo. Le hubiera dado lo mismo que fuera loción o alcohol para desinfectar heridas. Quedó con cabeza echada para atrás y la boca abierta, como si hubiera estado cantando esa última canción que escuchó. La camisa del pijama estaba sucia, con lamparones de mugre, tal vez de los escurrimientos de la grasa que le gustaba usar para peinarse el pelo y que se le chorreó hasta mancharlo, o tal vez de que nadie la había lavado jamás. La habitación tenía un olor de orín con toques a azufre dulzón concentrado que revelaba la diabetes no controlada, la enfermedad hepática avanzada y las fallas de un cuerpo envejecido que gozó de poco cuidado al final de sus días. El olor a moho hizo vomitar a la nueva esposa.

¿A quién le aviso?, se preguntó mientras miraba el contraste entre aquella fotografía que lo mostraba joven y fuerte con un uniforme de piloto aviador de la Fuerza Aérea Mexicana y el cadáver al que otro poco se le salía la dentadura postiza por la boca tan abierta que le quedó. Era guapísimo, como los artistas del cine de oro mexicano, como las estrellas de Hollywood y se veía mejor cuando usaba uniforme. Quedó feísimo, espantoso. La mujer se rascó la cabeza. ¿Qué me habrá dejado este infeliz? Pronto se enteraría de que no le dejó ni buenos recuerdos.

Por fin se murió el excoronel Ramírez Prieto, “El Cienfuegos”. Así firmaba los cartones que mandaba a los diferentes periódicos, revistas y pasquines que le hacían el favor de publicar sus dibujos. Muchos se los publicaron porque era militar, otros por hacerle el favor y muchos por órdenes expresas. Muy pocos lograron la calidad necesaria para llegar a las páginas. Esos pocos, hay que decirlo, valían toda la pena. Hasta se podría decir que eran obras de arte. Pero de esos, hubo pocos. Alguno de los editores dijo: insisto que ese hombre es un mamarracho, igual que todas las cosas que manda y las críticas de arte que, según él, hace. Ese vividor es de los que no leen y creen que tiene algo importante que decir. Aunque hubo quienes opinaron que era una lástima que no se le diera crédito a su arte.

Varias veces lo descubrieron dibujando sobre la cubierta de la mesa de alguna cantina de mala muerte o en las esquinas oscuras de algún café de chinos. Supongo que la mayoría de sus dibujos los hacía en la sala de un departamento que le pagaba su mamá, o eso decían las malas lenguas. Donde parece que nunca dibujó fue en los cuarteles, porque no se lo permitían. Además, él quería proteger su anonimato. Por eso usaba el pseudónimo de El Cienfuegos. No quería que nadie supiera que era él quien dibujaba esos cartones de crítica al gobierno. No fuera a ser que el diablo se enterara. El diablo todo lo sabe.

La verdad era de todos conocida y daba pena verlo tratando de tapar el sol con un dedo. Eso no era lo más malo. Lo peor era lo otro. Realmente, le resultó muy difícil aplacar todos los escándalos de su vida privada y aunque no era muy dado a hablar de ello, las bataolas que armaba por andar persiguiendo mujeres casadas siempre le terminaron estallando en la cara. Por eso, cuando se dio a conocer su muerte, muchos suspiraron con agradecimiento. Pocos extrañarían a una persona tan liosa que siempre creyó que traía al rey de la oreja. Se creyó tan inteligente que, efectivamente, fue un mamarracho.

El coronel Ramírez Prieto tenía fama de ser una persona de trato difícil. Quizá se debía a que creía que así se gana la autoridad. Le gustaba hacer saber que no estaba de acuerdo con lo que la gente decía, especialmente si eran sus subordinados, aunque a sus superiores siempre les agachara la cara. Era un hombre de extremos, no le importaba rayar en la vulgaridad con tal de demostrar que tenía el carácter bien colocado, confundía la decencia con debilidad, creía que si alguien le mostraba un desacuerdo era su enemigo y le gustaba burlarse de la gente. Quienes lo conocieron estaban de acuerdo en que el hombre vivía en un eterno descontento. Era un pesimista perpetuo.

Pesimista, sí. Mala suerte, no. Especialmente, en el terreno de las mujeres casadas a las que le encantaba conquistar y llevárselas a volar, literalmente a volar. Las conquistaba con esos ojazos azul cielo y esa barba partida. También, invitándolas a subirse a aviones militares mientras sus maridos andaban llevando el pan y la sal al hogar. Las ayudaba a inventar argumentos sólidos para que no las agarraran con las manos en la masa y las faldas levantadas. Fueron muchas las que tocaron el cielo en esos vuelos, tantas que no lograba recordar los nombres, no por caballerosidad, sino por la cantidad que cayeron en sus redes. Fueron muchos maridos con cuernos tan largos que sorprende que no lo hayan mandado matar. Las alturas, los hoyuelos en las mejillas, la estatura, el olor a maderas finas, todo sumaba hasta que empezó a restar.

Las personas que rodearon al coronel Ramírez Prieto sabían que le eran fáciles tres cosas: volar, dibujar y conquistar. En el medio no se le apreciaba mucho, se le veía como un pillo baquetón que tenía mucha suerte. Todos estaban esperando el momento de su caída. Y es que se le veía como a esos malabaristas que tienden un cordel entre dos rascacielos y van trastabillando, haciendo equilibrios y acrobacias frente a un público que aprieta los dientes y calcula el momento del desplome.

Pero no hay bribón al que no le llegue su día. No fue por sinvergüenza que se vino abajo, fue por su alcoholismo. Esa era su debilidad más fuerte. Era una flaqueza que le llegó por etapas, primero eran borracheras sociales que fueron incrementando el grado de violencia. Las copas le ayudaron en sus conquistas. Lo malo fue que sus tambaleos lo hicieron víctima de burlas y hasta de acciones violentas.

Dicen que en un tugurio de Puente de Alvarado, se metió en un pleito y la cantinera le rompió una botella de cerveza en la frente y le dejó una cicatriz de lado a lado. Ese zafarrancho fue el motivo de que perdiera su grado militar y el comienzo del declive. Perdió el equilibrio, la cordura, pero el gusto por las casadas siguió presente.

Cuentan que, en medio de la desgracia, se encontró a Elenita por las calles del centro de la Ciudad de México. Era una viudita de muy buenos bigotes por varias razones: era rica, era la heredera de varios bienes, entre ellos, un periódico en el que le publicaron la mayor parte de los cartones que dibujó en la época y la otra razón importante es que ella era tan inteligente como una paloma culeca. Le creyó todo lo que le quiso contar. Se lo llevó a vivir a su casa luego de un casorio apresurado, se dejó que le hiciera dos hijas y, por un tiempo, tuvieron su historia de amor tipo telenovela. Lo malo era que, a veces, Elenita era algo codita y no le soltaba todo el dinero que le pedía. Además, no siempre le daba lo suficiente para mantenerlo entretenido. Y, claro está, el señor empezó a buscarse sus distracciones.

Fueron los años en los que el coronel Ramírez Prieto empezó a desaparecer del mapa y El Cienfuegos surgió como el caricaturista del momento. Elenita hacía la vista gorda y procuraba tenerlo contento. Por eso se encargaba de que el trabajo de su nuevo marido destacara por lo atrevido de su propuesta plástica, por la calidad de sus composiciones, por la sofisticación de sus monos. Le organizó varios y constantes homenajes, que lo animaron a pintar retratos de enamorados, dibujos de parejas bailando, de mujeres mirando al mar. Incluso, logró que algunas de ellas formaran parte de la colección del MOMA, en Nueva York, y que otra se la llevara Peggy Guggenheim a Venecia.

Pero ya se sabe que “gallina que come huevo, ni aunque le quemen el pico”. El Cienfuegos se aventuraba cada vez más en sus conquistas. Elenita lo descubrió haciendo malabares con su mejor amiga y ahí se acabó la amistad, el matrimonio y la prosperidad.

La última vez que se vio al excoronel Ramírez Prieto, alias El Cienfuegos, era para causar tristeza hasta al más indolente. Iba cruzando la calle de Balderas esquina con Bucareli. Se cayó y quedó tirado en la banqueta. Ya no se movió. Jaló un cartón que le quedó a la mano y se enrolló en pliegos de papel periódico. Ahí se quedó, perdido de borracho, en un estado lamentable de higiene. Ni siquiera reconoció a las hijas cuando fueron a recogerlo.

Volvió a ese departamento que en otros años le pagaba su mamá y ahora pagarían sus hijas. Trataron de ayudarlo, lo intentaron con seriedad, pero no paró en sus excesos. Las enfermeras se quejaban de sus malos modos y sus manos largas. Se rindieron, aunque siguieron pagando a una señora de limpieza para que lo atendiera y lo aguantara.

Al saber de la muerte de Ramírez Prieto, El Cienfuegos, pocos esperaron que le estuviera yendo mejor en el otro barrio. Tampoco se lo imaginaban con una aureola, un arpa y alas volando en el cielo. Cuando sus hijas fueron a desalojar el departamento, se enteraron del casamiento de su padre. Tomaron los dibujos y le dejaron lo demás a la viuda. Lo demás valía menos que nada. Tal vez a la viuda le guste oír música en el radio de transistores. Tal vez las huérfanas logren vender bien esos dibujos. Tal vez.