Con 18 años recién cumplidos, Flor de María era la más admirada de su barrio. Las propuestas masculinas le llovían, interminables. Ella, sin embargo, se mostraba imperturbable, distante. Su frialdad y lejanía resaltaban aún más su belleza.

Esa negativa a aceptar las propuestas servía para disparar las más osadas especulaciones. Había quien afirmaba, categórico, que la muchacha estaba por entrar en un convento para ordenarse monja, que era lesbiana, que había nacido asexual. ¿No será extraterrestre de incógnito por estas tierras y nos estará estudiando?, se aventuró a elucubrar alguien. Lo cierto es que, cada vez que caminaba por las calles de su colonia, no faltaban interminables gestos de admiración, piropos y cumplidos. Su renegrido pelo negro hasta la cintura y sus ojazos de un penetrante verde no podían dejar impasible a nadie. Los hombres la admiraban; las mujeres la envidiaban.

Cuando conoció a Esteban, se trataron con cierta desconfianza. Él no podía creer que una mujer tan bella le hiciera caso. Era su posible primera novia. Su sempiterna timidez lo había alejado hasta entonces de contactos femeninos. Le daba una vergüenza indescriptible decirlo —de hecho, no lo hacía nunca—, pero, aunque había cumplido ya veinticuatro años, seguía siendo virgen. Para ella, el encuentro fue un descubrimiento maravilloso: era la primera vez que un varón no la miraba con ojos concupiscentes y lascivos.

Fue Flor de María quien tomó la iniciativa. Usando toda la seducción que podía, fue llevando al joven a su primera relación sexual. Ella, que tampoco sabía nada del asunto —jamás había dado siguiera un beso—, advirtió enseguida que Esteban no era, precisamente, un experto en la materia. Aprenderían juntos.

Así fue. Había mucho para aprender y transitar, en todo sentido. La pareja no sabía nada sobre noviazgos, mucho menos sobre sexo. Ninguno de los dos tenía especiales expectativas para sus vidas. Pobres, provenientes de familias trabajadoras, habitantes de una barriada popular plagada de carencias, sus sueños no pasaban de constituir una familia sólida, tener varios hijos y poder llegar a poseer, en el mejor de los casos, una vivienda propia. Flor de María ahora estaba desocupada, en búsqueda de trabajo. Quizá podía entrar en la maquila textil que había en el sector. Esteban era operario en la fábrica de muebles del barrio. Los padres de ambos eran trabajadores, siempre con la gran preocupación de ver si llegaban a fin de mes.

La primera relación sexual tuvo para los dos jóvenes un valor incalculable, aunque dispar en cuanto a su significado. Para ella, fue un golpe. La buscó, pero, al mismo tiempo, le abrió una brecha en su ética, un cuestionamiento difícil de sobrellevar. Católica por tradición familiar —aunque nunca iba a misa—, sabía que la virginidad era un bien que debía atesorarse. Eso le enseñó su madre. De todos modos, las hormonas pudieron más, y no se arrepentía de lo hecho. Era una combinación compleja: satisfacción y cierto grado de culpa al mismo tiempo. Mezcla no fácil de llevar, pero, en definitiva, tolerable. La transgresión siempre tenía ese sabor agridulce de la satisfacción oculta.

Para Esteban, fue el despertar a un mundo nuevo. Pensó que se iba a enamorar de Flor de María, pero no fue así. Le gustaba enormemente la muchacha. De todos modos, algo sucedió en su interior que le despertó lo que había estado dormido hasta entonces. Él no lo quería siquiera pensar, pero sufría su castidad como algo insoportable, una pesada carga. No entendía por qué otros muchachos de su edad podían salir con mujeres con tanta facilidad, y a él se le dificultaba tanto. Nunca se había atrevido a visitar una meretriz, eso lo avergonzaba. La posibilidad de acostarse con Florecita —así la llamaba— lo hizo sentir en las nubes. Era increíble que la joven más bonita del sector se fijara en él. Sin embargo, esa no era la única mujer posible. Comenzó a sentir que deseaba tomarse venganza del tiempo perdido. Ahí estaban las mujeres esperándolo.

Ambos jóvenes comenzaron un noviazgo. En principio, en secreto. Paulatinamente fue haciéndose público. En sus respectivas casas ya había cierta preocupación, pues ninguno presentaba una pareja. Eso era llamativo en personas de su edad y de esa condición social. Mostrarse ahora en pareja calmó los ánimos de ambas familias.

Las relaciones sexuales se comenzaron a repetir con mayor asiduidad. De una de ellas, vino el embarazo. Para los dos fue un balde de agua fría. Por supuesto, no lo esperaban. Reaccionaron como pudieron, con los recursos que tenían a mano.

Flor de María, llorando. Esteban, pensando en salir corriendo. El aborto no era opción para ninguno de los dos. Criados en la fe católica —aunque ninguno se la tomara demasiado en serio—, su formación ética les indicaba que había que afrontar la situación, y, por lo tanto, hacerse cargo del nuevo ser en camino. Las respectivas familias, a quienes, precisamente, no le sobraban recursos, se comprometieron a ayudar en la medida de sus posibilidades. Esteban pensó en tomar algún trabajo extra.

El joven, que en realidad estaba bastante desorientado por la novedad, no lograba sentirse padre responsable. Entendía que eso era lo que correspondía, pero algo más le hacía ruido. Decidió irse a vivir con Florecita. Sin embargo, su interés comenzó a moverse hacia otras cosas. El “tiempo perdido” —como él lo consideraba— no era fácil de recuperar. Se maldecía por lo timorato que había sido por años, perdiéndose algo que ahora le resultaba tan voluptuoso, tan maravilloso. Es por eso que se hizo el firme propósito de buscar cuanta mujer pudiera, en un acto que consideraba casi de resarcimiento, de compensación.

Flor de María se sintió ya toda una mujer, una futura madre, esposa fiel y buena ama de casa. Tomó su embarazo con la mayor seriedad y dedicación. La búsqueda de trabajo quedó pospuesta hasta nuevo aviso.

La pareja, siempre en el mismo barrio, se instaló en una habitación en casa de una tía de Esteban, quien solícitamente ofreció el espacio. Con precariedad, pero con lo mínimo indispensable, ahí se acomodaron. No se puede decir que estuvieran en las mejores condiciones, pero, con las ayudas familiares, la vida parecía acomodárseles. Al menos, para Flor.

Para Esteban empezaba algo nuevo, que él comenzó a sentir como una vorágine, algo que lo arrastraba. Sabía que no era correcto eso que estaba comenzando, pero no podía —ni quería— detenerlo. Una vez más: las hormonas mandan.

En realidad, nunca consiguió un segundo trabajo. Sin embargo, su pareja así lo creía. Esa supuesta ocupación extra era una buena coartada para salir a cualquier hora cualquier día, fundamentalmente los fines de semana. La explicación oficial de Esteban era que ayudaba en una carpintería, y muchas veces había entregas de urgencia que realizar, por eso lo llamaban en cualquier momento. No había horarios fijos. La explicación era creíble. Flor de María, por lo pronto, la creyó, suponiendo ver en eso la entrega de un padre por el niño que esperaban.

Cada vez era menos el tiempo que el muchacho pasaba en casa con su pareja. Siempre la misma explicación: “felizmente había mucho trabajo”. Como Flor no se metía en las finanzas del esposo —así le habían enseñado en su casa, una buena esposa no pregunta eso— nunca sabía con exactitud cuánto dinero disponían.

Por su parte, Esteban era muy cuidadoso con los gastos. Esas salidas, supuestamente laborales, eran encuentros furtivos con distintas mujeres, muchas, ninguna del barrio, muchachas que iba conociendo de diversas maneras. Jamás nada serio, ningún compromiso que lo amarrara. Tan solo salidas ocasionales para sexo. En poco tiempo — unos escasos meses — consideró haberse desquitado de la sequía de mujeres que lo había acompañado en su adolescencia y primeros años de su vida adulta. Pero la venganza con aire de revancha, aunque ya cumplida, no terminó ahí. Le gustó esa sensación de complacencia magnífica, de satisfacción plena que le daba, no tanto el placer sexual propiamente dicho, sino el saberse que ahora sí podía, que ya no era un tonto. Por años había mantenido el concepto de ser un pusilánime fracasado, cosa que, por supuesto, jamás la manifestaba. Ahora todo había cambiado, y eso no lo podía perder.

Gastaba lo mínimo indispensable en esas salidas. Por lo general lograba que la muchacha elegida cargara con la mayor parte del gasto, incluido el motel. Secretamente, Esteban se ufanaba de eso. Sentía haber aprendido muy rápido la lección. Trataba de hacer todo de tal modo de no levantar la más mínima sospecha en Florecita.

El embarazo siguió adelante sin complicaciones, y, en vísperas de una Nochebuena, nació una hermosa niña, también de ojos verdes como la madre. La llamaron María de Jesús, en homenaje a la virgen sacrosanta y a su hijo, el Redentor. Sin decirlo, los dos sabían que ahí había mucha hipocresía. Flor de María sabía —aunque no parecía importarle mucho, en definitiva — que la recién nacida era, según le habían enseñado, fruto de un pecado: fornicación. En secreto, ella se decía que eso era “el pecado más rico del mundo”. De todos modos, la elección del nombre para su hija sentía que la redimía. Esteban, algo más descarado, como “buen padre” que se decía ampulosamente, se las había ingeniado para comprar una cadenita de oro con una cruz como pendiente, que con ostentación había colgado del cuello de la bebé. También con eso, más riéndose en secreto que otra cosa, sentía expiar culpas.

María de Jesús fue la alegría de la madre y de los cuatro abuelos, pero no tanto del padre. Por supuesto, éste demostraba un gran amor por la niña, sabiendo que había mucho de actuación ahí. Se percataba de que este vivir fingiendo no solo le salía con excesiva facilidad, sino que lo hacía sentir tremendamente gozoso, dominador de la situación. En sus andanzas sexuales se había topado con alguien que le prometía cambiar la vida.

Esteban, según la mirada femenina, era guapo. Alto, fornido, musculoso, con un poblado bigote bien renegrido y mirada pícara, ya había comprobado que concitaba la atención de muchas mujeres. La sensación de revancha lo colmaba. A su modo, quería a su hija, pero en este momento de su vida lo más importante era seguir sintiéndose ese “macho semental”, como gustaba pensarse. Todo esto lo vivía en el más sepulcral silencio, en la más absoluta privacidad. Jamás ni una palabra de todo esto a nadie, ni a sus dos hermanos ni a los pocos amigos que tenía. Era algo por completo personal, y, así como había vivido en secreto su horrible angustia por sentirse un fracasado en el amor, de igual modo ahora vivía en solitario su apoteósico triunfo.

En esas vueltas donjuanescas había contactado con una mujer ya cuarentona de mucho dinero. Esteban no, pero ella sí, había desarrollado una poderosa corriente de enamoramiento. Él sentía que nunca se había enamorado plenamente. A Florecita la quería, sin dudas. Pero, en todo caso, la admiraba por su belleza, no más que eso. Quizá a María de Jesús la amaba más sinceramente. Sentía que esa era su obra, lo que podía dejar en el mundo. El mundo sentimental, más allá de todas las “conquistas” que iba acumulando —de hecho, llevaba una lista con el nombre de todas — no era lo suyo.

Flor se sentía toda una madre. Había comenzado a dedicarse casi con exclusividad a su hija, descuidando bastante en su cuidado personal. El sobrepeso ya se dejaba sentir. Con su pareja las relaciones sexuales se iban haciendo más escasas, alejadas en el tiempo. Esa figura descollante de algún tiempo atrás, que tenía fascinado a medio mundo en el barrio, había ido desapareciendo. Esteban buscaba estar lo menos posible en la casa. Su mujer comenzó a resultarle molesta.

El nuevo amorío le fue transformando lentamente la vida al obrero ahora convertido en seductor. Esta mujer, viuda y heredera de una cuantiosa fortuna, sabía que Esteban era su muñeco sexual, su juguete, no más que eso. Pero eso era suficiente para invertir en él algunos buenos pesos. El muchacho, que seguía trabajando en la fábrica de muebles y haciendo supuestos trabajitos extras, comenzó a tener nuevas actitudes que llamaron la atención de Flor de María. Su indumentaria cambió. Los trabajitos extras se multiplicaron, y apenas si estaba en casa con su compañera y su hija.

Flor intuyó que había algo raro, algo no dicho que no encajaba con el discurso oficial de su esposo. La relación se tensionó. Cuando María de Jesús cumplió un año, ya casi no había vida matrimonial entre sus padres. Un día Esteban avisó que se iba a ir de la casa, que ya estaba harto de esa distancia, de las negativas de Flor de María a mantener relaciones sexuales. Para la muchacha, que de algún modo veía venir un desenlace así, la situación se tornó terrible. Ella no tenía ningún ingreso, y el cuarto donde vivían era de un familiar de Esteban. No había ningún vínculo legal entre ellos, por lo que se sintió en la más extrema vulnerabilidad.

El joven, finalmente, se fue. Prometió que seguiría pasando algo de dinero para su hija, pero no hubo ningún documento que lo estipulara en términos jurídicos. Flor se sintió desfallecer. Por vergüenza, aunque los tíos le dijeron que permaneciera en esa habitación sin pagar renta hasta que pudiera arreglar su situación, prefirió marcharse con la bebé. No le quedó más alternativa que regresar a casa de sus padres. Toda la familia vivió eso como un fracaso, como una tremenda afrenta.

Esteban, en un primer momento, cumplió con la manutención que había prometido para su hija. Luego, paulatinamente, la fue haciendo más escasa y más espaciada. Llegó un momento en que solo pasaba algunos pocos pesos luego de los reiterados ruegos de Flor de María. Sus visitas para ver a la niña casi desparecieron. Cuando la muchachita llegó a los dos años de vida, Flor de María padecía grandes penurias económicas, pero, peor aún, estaba completamente prostrada.

Ante aquel panorama, pensó en el suicidio, pero “una buena católica”, se decía, “no puede hacer eso”. Además, el amor inconmensurable por su hija la mantenía con vida, sacando fuerzas de no se sabe dónde. Finalmente consiguió un trabajo.

No era lo que más le agradaba, pero la necesidad no se fija en esos detalles. La contrataron para hacer la limpieza en una oficina. De todos modos, aunque el trabajo no era de su agrado —había un sueldo al menos —, la suerte la acompañó. La había contratado una organización feminista.

Rápidamente fue trabando amistad con las mujeres encargadas de la institución. Les contó su caso, sus indecibles penurias y el estado de abandono en que se encontraba. La reacción de sus empleadoras fue inmediata: comenzaron a indicarle un nuevo camino a transitar. Para Flor, todo eso era inconcebible. Criada en la tradición de una familia término medio, patriarcal, religiosa, había papeles fijos ya establecidos que debían cumplirse. Las mujeres, así lo enseñaban las “buenas costumbres”, estaban para sufrir. “Sufrir no era lo correcto”, enseñaban su madre, su abuela y sus tías, pero así había sido siempre y no se podía modificar. “Diosito lindo así lo quiere”, se cansaban de repetir.

Al escuchar otra versión de las cosas, Flor se sintió renacer. No podía creer que tuviera derecho a protestar, a exigir. Todo eso la hizo sentirse una nueva persona.

Combinaba el aseo de la oficina con largas charlas con algunas de las mujeres del grupo. Encontró que lo que le sucedía era común a infinidad de mujeres. Poco a poco fue perdiendo la vergüenza por lo sufrido. En todo caso, fue enojándose y saliendo de la profunda tristeza — y resignación — en que estaba sumida. Conocer ideas nuevas le significó toda una revelación.

Al poco tiempo habló con Esteban. El muchacho, que ya estaba viviendo con su mecenas, con quien había concebido una hija, trató de hacerse el desentendido. Dijo que no tenía ninguna obligación para con María de Jesús, porque no le constaba que fuera suya. Eso indignó sobremanera a Flor de María. Lo obligó a hacerse una prueba de ADN para contrarrestar su afirmación, cosa que Esteban no aceptó. Nunca se hizo la dichosa prueba.

Siguiendo consejo de sus amigas/jefas, buscó la forma de conseguir esa muestra. Se las ingenió de tal manera que pudo obtener un pequeño mechón de cabello de su ex pareja. De ahí en más, abogadas de la institución se encargaron de continuar el proceso.

Cuando fue convocado por un juzgado de familia, Esteban entró en pánico. Sabía que su proceder era muy cuestionable. En realidad, no tenía justificación válida. El actual sobrepeso de Flor podía ser, en el peor de los casos, una “explicación”, por cierto, muy discutible, de por qué la había dejad. Pero su desatención intencionada para con su hija era injustificable.

Las abogadas dejaron en evidencia el abandono del padre. Independiente de su estado civil, la paternidad lo obligaba a atender a su hija, y Esteban se había desentendido por completo del asunto. La situación, tremendamente traumática para él, lo dejó atormentado. Pasó varios días alcoholizado, sin querer ver a su actual pareja, y mucho menos a su nueva hija. Esta vez, a la hora de elegir nombre para la bebé, no buscó mostrar su religiosidad, como con la hija anterior. Junto con la madre de la criatura, la bautizaron Clyde Jacqueline, nombre que, sin dudas, significaba un intento de distanciarse de su barrio de origen, donde abundaban las Marías y las Ramonas, las Juanas y las Petronilas.

Luego de interminables cavilaciones, decidió volver con Flor de María. Sus enormes ojazos verdes seguían fascinándolo, aunque tuviera algún peso de más. Esta vez, sin embargo, fue la muchacha la que puso un alto. Le dijo que no, que se limitara a pasar el dinero establecido para su hija, pero que ya era demasiado tarde para intentar arreglar las cosas.

El golpe para Esteban fue tremendo. En verdad, si sopesaba las dos hijas, a la que realmente amaba era la primera, María de Jesús. La segunda era otra cosa, podía prescindir de ella. También de su madre, aunque lo ayudara económicamente. Se encontró en un laberinto del que no sabía cómo salir.

Lo pensó infinitas veces, le dio todas las vueltas posibles, pero no hallaba la solución. Pensó en suicidarse, aunque rápidamente desechó el plan. También en algún momento se le cruzó la idea de matar a las dos madres y quedarse con ambas niñas. Sin embargo, casi al instante, se rio de tamaña ocurrencia. No podía con una sola, ¿cómo habría de lidiar con dos?

Finalmente, después de interminables reflexiones, optó por lo que le parecía menos perjudicial: se fue a Estados Unidos como migrante irregular. Ahora trabaja sin papeles en una carpintería en Houston.

Flor de María, muy bien asesorada por las abogadas de la institución a la que seguía perteneciendo, ahora en calidad de acompañante social y ya no como personal de limpieza, siguió insistiendo en el asunto. “Un padre debe hacerse cargo de lo que engendra. Punto. Y eso no se discute”, repetía. Su determinación era total, a tal punto que sorprendía a las otras mujeres del grupo. Su paso por varias capacitaciones en derechos humanos le había ido despertando una veta de la que ella misma se sorprendía.

Cuando cursaba el tercer año de la carrera de Derecho, vino su segundo embarazo. Su actual pareja —Agustín, músico de profesión — también había quedado deslumbrado por los enormes ojazos verdes, pero, más aún, por la desenvoltura de Flor. Ella era la primera sorprendida con ese cambio. No sabía que tenía esas potencialidades. El barrio, la tradición católica y “lo que debe ser una buena mujer” no se lo habían permitido ver hasta entonces. Ahora afloraba todo eso, con una fuerza contenida que parecía cobrarse venganza por el tiempo perdido.

El odio que arrastraba por las andanzas de Esteban, pero, mucho más aún, por la desatención que él había tenido para con su hija, la exasperaban. A toda costa, quería un escarmiento ejemplar. Su nuevo puesto en la organización feminista le había disparado nuevas ideas, nuevos puntos de vista. Se le hacía absolutamente inadmisible esa conducta desaprensiva por parte de un padre. Eso no se podía admitir. De ninguna manera.

Tal era su encono que buscó todos los medios posibles para llegar a dar con el paradero de Esteban. Después de meses de búsqueda, supo que trabajaba como ayudante en una carpintería en esa ciudad de Texas. Moviendo cielo y tierra, a través del consulado de su país en Houston, tuvo conocimiento de que el joven —ya no tan joven — residía sin papeles en Estados Unidos. Era un inmigrante irregular más, uno de tantos que vivía escondiéndose de los agentes de migraciones para no ser deportado. En su meticulosa y detectivesca búsqueda, encontró también su dirección en redes sociales. Envalentonada, Flor de María se comunicó, terminante, con un mensaje lapidario: o regresaba al país de origen a enmendar el error con su hija, o ella denunciaría ante las autoridades migratorias su condición de ilegal.

Esteban no podía creer lo que estaba leyendo. Sin perder tiempo, se comunicó telefónicamente con la mamá de su hija, a quien ahora temía. Tenía a Flor por una mujer de agallas y, aunque durante su relación de pareja sabía que él se había impuesto según los patrones patriarcales dominantes, en el fondo reconocía en Florecita a una persona muy íntegra, que lograba siempre lo que se proponía.

No regresó al país, al menos no inmediatamente, pero comenzó a enviar con regularidad una buena cantidad de dólares para el mantenimiento de María de Jesús. Algunos años más tarde, tras haber juntado una cantidad de dinero que le pareció suficiente, finalmente retornó.

Flor de María no quiso recibirlo, y María de Jesús, ya una niña de nueve años con criterio bastante propio, tampoco. Ya se sentía muy a gusto con su nuevo padre, Agustín, quien le estaba enseñando música. De Esteban tenía una vaga idea, transmitida por su madre y acentuada por su padrastro, por lo que la impresión que guardaba de su padre biológico era bastante deplorable.

Esteban, ante todas esas adversidades, se quebró. Comenzó a alcoholizarse con frecuencia. En ese estado, convertido ya en consumidor frecuente de aguardiente, consiguió trabajo en una carpintería, siempre en el barrio de su infancia. Alcoholizado como solía estarlo, tuvo un tremendo accidente con una sierra y perdió la mano derecha. Ahora se lo suele ver en un semáforo del centro de la ciudad, mendigando. Un día, mientras paseaban en su vehículo, Flor de María y su hija lo vieron con su mano izquierda suplicante. Cerraron entonces las ventanillas y siguieron de largo.