Era ya casi la hora indicada cuando decidí darle otro vistazo a la invitación que había recibido el día anterior: La dirección me resultó familiar, aunque no sabía explicármelo. Comoquiera que fuera, las letras de mi nombre parpadeaban en la oscuridad de mi mente, sabía que de algún modo existía relación entre la nota y mis sueños. Decidí, sin embargo, bajar del taxi en un parque próximo al lugar, por si me arrepentía al último momento, consciente de que aquello no podía ser más que una locura. Al cruzar el parque vi que alguien me seguía, y por alguna razón decidí confrontarlo. Vi que se detenía y se me acercaba cautelosamente.
—¿Busca La Casa de Eva, no es verdad?
—me dijo...
—¿Cómo lo supo?
—Por el dije de su cadena— contestó muy seguro de lo que decía.
Así que miré la cadena y en particular la moneda que colgaba de ella. Nada que me resultara muy especial.
—No sé qué decirle… Un regalo, no lo recuerdo.
—Fíjese usted mejor, mire lo que tiene inscrito.
Miré mejor la moneda, como si lo hiciera por primera vez en mi vida, detalladamente, hasta que descubrí lo que nunca antes había visto en ella. Poseía un bajo relieve de una mujer abrazada a una serpiente encerrados ambos por un círculo en cuya parte inferior y no sin dificultad podía leerse una frase en latín:
Tartarus, dominus noster, requiescat in pace.
De alguna manera no me sorprendió, pero me resultaba ajeno.
—Sí— continuó él— usted es uno de los elegidos.
—¿Yo, elegido, de quién, para qué?
—Usted tiene la moneda, sólo los elegidos la poseen.
—Escuche —dije— esto tiene algo de gracia. ¿Qué es lo que realmente desea?
—¿Desear? ¿Es decir que hasta ahora no se había dado cuenta, que ha vivido en la bendita ignorancia?
No dije más. Reflexioné. La cadena aquella la poseía desde niño, cuando por entonces me besaba el ombligo. Es una cadena de oro y jamás desde que recuerdo me he separado de ella, y la verdad sea dicha, desconozco cuándo o porqué empecé a usarla. Sólo sé que siempre he sentido hacia ella un afecto muy particular, aún sobre varios de mis amigos o familiares, sobre mis camaradas de la escuela a los que hasta la fecha he tenido como gente que nunca me comprendió. Mi cadena era mi único refugio, como un asidero que yo sabía que ahí estaría a pesar de las circunstancias adversas.
—Sígame, yo lo llevaré a su destino.
Presentía que no estábamos muy lejos de La Casa de Eva, y en efecto así era, tan solo caminamos tres cuadras más en la misma dirección que yo seguía. Cuando llegamos a la esquina citada, se alzó ante nosotros un edificio flaco y no muy alto, de unos cinco pisos, no más, de ladrillos anchos y delgados que se alternaban formando pequeñas ventanas. A ambos lados había sendas torres, que parecían abandonadas.
—Venga, por aquí— dijo él, un muchacho de unos veinticinco años, delgado, de cabello castaño y rostro pálido. Llevaba un llavero atestado del cual seleccionó una de las llaves más grandes para abrir el portón metálico de la entrada.
—El edificio es en realidad de mi padre. La Casa de Eva queda en el cuarto piso.
Era sábado, todo el edificio estaba cerrado. Recogió varios periódicos que yacían al pie de las escaleras y luego bajó por otras hasta un pequeño sótano que servía de estacionamiento. La iluminación era débil.
—Sígame, subiremos mejor en el ascensor.
Este era angosto y sin espejos, forrado con tapices rojos. Leí el rótulo junto a la consola: “Sólo cinco personas.”
Llegamos finalmente al cuarto piso, todo cerrado con puertas metálicas que él fue abriendo pacientemente.
—Parezco un portero de burdel con este llaverío— dijo para sí mismo.
Desde allí donde estábamos podía verse algo mejor la estructura interna del edificio. Altas y gruesas vigas de concreto salían de los cimientos hasta la cumbre del último piso, en donde había un gran tragaluz. En el espacio entre el corredor de cada piso y la pared frente a ellos estaban dispuestos travesaños metálicos de los que colgaban plantas ornamentales. Los jardines colgantes de Babilonia, pensé, y en seguida Paraíso.
—Bueno, aquí es. Este de acá es el apartamento de La Casa de Eva. Madame Topaz aún no ha llegado, espero que no le moleste aguardarla solo, pero debo bajar de nuevo para abrirle a los invitados que vayan llegando. Si quiere se sienta o si lo prefiere, ¿por qué no mira la colección de cuadros? No tardaré más de lo que dure el próximo invitado en llegar, ¿de acuerdo?
—Sí, sí, por supuesto, haga usted lo que deba.
Por asientos me ofreció unos almohadones rojos bordados con dragones, que estaban dispuestos por todo el piso. Pero la colección sí era muy interesante, aunque lo primero que llamó mi atención fueron las paredes forradas con tapices acolchonados como las de una celda de manicomio. La estancia en sí se dividía en dos habitaciones y en la más pequeña estaba la única ventana de todo el lugar.
La mayoría de los cuadros eran reproducciones, principalmente de aguafuertes y xilografías. Ahí vi Las Tentaciones de San Antonio, El Jardín de las Delicias y el Retrato de Mademoiselle O’Murphy. No obstante, preferí dedicarme a observar una estatuilla de Bes, el bufón de los dioses faraónicos. La Casa de Eva era, pues, una confraternidad a la que había sido invitado por motivos que desconocía. En ese instante, una voz femenina apeló a mí desde atrás, así que volteé a ver de quién se trataba.
—Ese es mi favorito —dijo ella señalando Las Tentaciones de San Antonio— ¿acaso no es bellísimo?
—Sí, claro que sí.
—Oh, pero qué descortés he sido. Permítame presentarme: soy Clarisa y usted, usted debe ser Marcos, ¿o me equivoco?
—En absoluto, por el contrario, me sorprende.
Aquella mujer era de una belleza extraordinaria, de facciones muy delicadas y ágiles y una sinuosa voz de contralto. No lograba separar mi vista de sus ojos, todo lo que antes nos rodeaba perdió importancia ante ellos, cándidos y hechizantes.
—Ahora que —continuó ella— de momento no necesitaré de su gentileza, todavía no. Por ahora tan solo de su paciencia. ¿Es usted paciente? Yo creo que sí, y mucho. ¡Ah!, pero a lo mejor se preguntará cómo llegué tan inusitadamente. Es fácil, llegué primero que usted, sólo que paseaba por el resto del edificio.
—Suele ser tan puntual, porque por mi parte, de no haber sido por…
—¿Federico?
—Quiero decir…
—Sé lo que quiere decir —me cortó suavemente— Federico y yo somos buenos amigos.
—Parece que alguien viene.
Se escucharon pasos acercándose.
—Seguramente es Federico con los demás invitados. Sí, son los demás.
De inmediato entró Federico con otro joven. Su rostro era tan cetrino como el suyo, aunque un poco más bajo de estatura, si bien más robusto. No daba crédito a mis ojos, todos los presentes llevábamos una cadena igual.
—Marcos— dijo Federico entrando rápidamente en confianza —quiero presentarte a Carlos. Carlos, Marcos.
—Mucho gusto, Carlos.
—Encantado— replico él con un dejo de petulancia.
—¡0h, vamos!, no le hagas caso— intervino Clarisa — no es lo formal que parece, solo trata de no mostrar mucho de sí. El amigo Marcos es de toda mi confianza, no es necesario que te portes así con él.
—Bueno, creo que él mismo estaría de acuerdo conmigo en lo importante que es saber a quién tenemos a la par; ustedes saben...
—Mejor será que no sigas o vas a conseguir que Marcos se disguste, y si él no lo hace, yo al menos sí.
—No hagamos esto aburrido e incómodo. Vinimos a una sesión espiritista, no a discutir, ¡por favor! — intervino Federico conciliador.
—¿Y Madame Topaz, sabe alguien si ya llegó? —mencioné impaciente.
—No que yo sepa, aún no —respondió Federico.
—¿Y por qué mientras llega no nos conocemos un poco más? Quizá esa sea su intención, ¿no creen? Por ejemplo, tú, Marcos, ¿qué esperas de una sesión espiritista? ¿Has estado en alguna otra o se trata de tu primera vez?
No contesté inmediatamente. Estaba ante un grupo que obviamente se conocía bastante bien, eso me incomodaba, ser la atracción de la velada. Parecía, no obstante, que había un poco de división, Carlos y Federico no congeniaban, a pesar de las apariencias.
Clarisa se apoderó del control. Uno a una fuimos cayendo como simples insectos aturdidos. En un arrebato de cordura, Carlos sugirió comer algo durante la espera, por lo que Federico mencionó que había café y azúcar disponibles (y con seguridad algo más) en el pequeño bar de la oficina de su padre. Todo se fue entonces acelerando. Las tazas de café se sucedieron unas a las otras, pero la conversación continuaba definitivamente paralítica, francamente sin interés. No soportaría otra insulsa historia de fantasmas, por lo que decidí entrometerme en media narración.
—Escuchen solo un minuto, por favor— hubo al fin silencio— no sé ustedes, pero francamente esperaba algo más excitante de esta reunión, y nada más he oído hablar de historias de fantasmas...
—Pero Marcos, no olvides que te pedí paciencia, ¿recuerdas?
Ella me hablaba como si no hubiera nadie más en la sala. Sentí algo extraño dentro de mí, como si hurgaran en mi niñez y desgarrasen mi soledad en jirones. Luego continuó:
—Sin embargo, tienes razón, yo también me estoy aburriendo, y bueno, no es esa la idea...
—¿Dónde está Madame Topaz, por qué no llega? —gritó histérico Federico.
—Tú al menos deberías saberlo, ¿no hablaste acaso con tu padre?— lo increpó Carlos.
Federico se disponía a ir a la defensiva cuando Clarisa habló de nuevo:
—A todos nos gustan las velas, ¿no es verdad?
Todos consentimos.
—Yo aquí ando algunas —dijo ella sacando una bolsa de un papel extraño que abrió de seguido —podríamos encenderlas y acaso propicien un ambiente muy agradable, nunca se sabe...
Dejó de mirarnos y se concentró en colocar las velas formando un círculo a nuestro alrededor. También sacó de la bolsa unos pitillos largos aduciendo que eran para aromatizar el ambiente. Cada quien habló más de su vida, de sus fantasmas internos, y pronto fue de ellos la velada.
Los dos cuartos se llenaron de humos espesos. Clarisa había ido a darse un baño, los demás nos mirábamos las caras medio mareados, medio dormidos, pensando en lo que mejor se nos ocurriera. Habían pasado dos horas desde nuestra llegada al edificio. Fue cuando nos dimos cuenta de que algo fabuloso y estremecedor ocurría con nosotros: todo se hizo y en medio de él, una algarabía de ideas, una comunicación de pensamientos a voluntad. Tiempo y espacio perdieron sentido, todo se sucedía al unísono; nos sentimos eternos. Entonces aquel indescriptible ruido rompió de pronto el trance. Parecía venir de uno de los pisos de abajo. Federico y yo fuimos a ver de qué se trataba. Por no sé qué motivo yo quería bajar por las escaleras, pero cedí finalmente al ruego suyo de hacerlo en el ascensor.
Perdido en mí mismo a causa del susodicho incienso, vinieron a mí de pronto todos los pensamientos que me causaban desasosiego, miedo incluso, aglutinándose salvajemente. Sin razonar a cabalidad, lo que mejor podía vislumbrar eran las imágenes de ese extraño sueño que se repetía cada noche, siempre igual. Caminaba por la calle, ya viejo, pero sólo de apariencia, pues estaba seguro de ser un niño todavía. Llegaba entonces a la acera frente a la casa de mi tío Arturo y lo miraba a él del otro lado de la puerta llamándome con sus manos, con sonrisas, para que me acercara.
Ven Marcos, dime que estás buscando, se lo dirás a tu tío Arturo, ¿no es verdad? Yo lo observaba callado, un rato, siempre igual cada vez que tenía ese sueño, pero al final acababa por decirle lo que buscaba. Es curioso, me digo yo ahora, que tuviera una respuesta más sensata para eso en mis sueños que en mi propia vida real, bueno, esto a lo que llaman realidad. Y entonces, después del silencio le decía a mi tío lo que quería: Busco a alguien que piense como yo. Ah sí —decía él— entonces sígueme— y me guiaba hasta un cuarto que estaba junta al baño, que ahora sé que nunca existió, pero de niño me parece haberlo visitado.
Adentro había un hombre acostado, durmiendo de espaldas a la puerta, y al despertar, descubría a esa criatura, con cabeza de topo, muy pequeña; su pierna derecha terminaba en una cabeza de venado en vez de pie, y su pierna izquierda en una cabeza de cerdo. Al levantarse se apoyaba en las cabezas de las bestias y comenzaba a hablarme. Jamás he recordado, ni siquiera ahora, de qué me hablaba, pero estoy seguro que sí pensaba como yo; me comprendía.
Allí, en los breves momentos que estuve en el ascensor mientras bajábamos a ver lo que produjo el ruido aquel, mi mente se despejó un poco, conservando al mismo tiempo la extraña lucidez que me proporcionaba el narcótico. Decidí hablarle a Federico, que iba muy en silencio.
—Noto que entre tú y Carlos hay resquemores— dije en confianza.
—Lo que sucede es que...
Inusitadamente quedamos a oscuras.
—¿Qué ocurre?— preguntamos ambos. No podíamos vernos ni las caras. Luego, igual de imprevisto como se había ido, la luz retornó. El ascensor se abrió de seguido, estábamos en el primer piso y ante nosotros yacía el cadáver de una mujer.
—¡Dios mío, es Madame Topaz!— grito Federico.
—¿Madame Topaz?
—Si, es ella.
Salió del ascensor y se colocó a un lado del cuerpo. Yo seguí dentro, a la par de la puerta. Daba la impresión de que la madame estaba a punto de abordar el ascensor al momento de morir. Lucía un traje largo muy colorido y zapatos de tacón bajo. En su mano izquierda tenía un papel arrugado. Federico lo tomó, lo miró y me lo entregó al acto.
—Es para ti.
Monsieur Medina : —empezaba la nota— quand nous aurons le temps de parler, nous parlerons. Ce n’est pas le final.
La puerta del ascensor se cerró y empezó a subir. Escuché a Federico gritar mi nombre; sentía náuseas, diría que se movía más velozmente. Entonces se detuvo. Las luces parpadearon una y otra vez y fueron después apagándose hasta quedar como luciérnagas llamándose, y por último, quedé otra vez a oscuras. Aquel apagón, sin embargo, duró solo unos cuarenta segundos, un minuto cuando mucho. A continuación, la luz regresó y se abrieron las puertas, pero al bajar noté que afuera todo estaba apagado, nadie por allí.
Una vez que hube avanzado unos pasos alcé la vista y vi una tenue y titilante luminiscencia salir de la puerta del apartamento de La Casa de Eva. Seguí caminando hasta el portal; un agudísimo silbido zumbaba en mis oídos en el instante que vi a Clarisa sola en la habitación, húmeda y fresca, despidiendo un aroma floral, cubierta con una bata traslúcida de seda. Caminó muy lentamente, hasta detenerse frente a mí, solo a un palmo de distancia. Tras el delicado tejido mostraba su extraordinario cuerpo. Se llevó las manos a la nuca y se estiró hacia atrás, con los ojos cerrados y ofreciéndome su boca. Se deshizo de la toalla y estrechó su cuerpo contra el mío, absorbiéndome con sus ojos. Quedé paralizado, adormecido. Empezó a respirar sobre mi oído con una ansiedad bestial. Su rostro se posó frente al mío y parpadeé inquietamente al mirar la animalidad de sus ojos.
Su respiración se tornó frenética. Tomó mis manos y las puso sobre sus senos, arrastrándolas luego sobre aquel cuerpo caliente y húmedo, controlándome como marioneta. Se retorcía lamiéndome el lóbulo de la oreja, deslizando su lengua por mis mejillas para luego frotarla frenéticamente contra mis labios. Entonces me miró otra vez con aquella fijeza hipnótica y abrió lentamente la boca. Parpadeé y vi salir la lengüecilla de una serpiente. Parpadeé una vez más, (el sudor me inundaba el rostro enchilándome los ojos) todo su rostro era de serpiente. Sentí mis manos resbalar sobre una piel cubierta de escamas...
—Eres tan simpático— dijo entre risas, burlándose de mí.
Luego se apartó y me dio la espalda. Recogió la bata del piso y la hizo un ovillo entre sus manos.
—Voy a vestirme— dijo.