España, 2005

Se hunden dos barcos. Flotan los cuerpos de
más de doscientas personas cerca de las costas de Libia.
Las refugiadas intentaban
atravesar el Mediterráneo para llegar a Europa.

Le habían pedido que asistiera a la reunión extraordinaria convocada por la Conferencia episcopal española para pensar cómo presionar al nuevo gobierno. No estaban dispuestos a perder las prebendas que les habían sido otorgadas gracias al Concordato del Estado con la Santa Sede. A Adrianus, en general, no le gustaban los cardenales, arzobispos y obispos españoles; de toda la curia europea sobresalían por su intransigencia y conservadurismo. Emitían el olor a rancio de los tesoros escondidos en las catedrales y gozaban de privilegios dudosos. Incapaces de abrir ventanas al diálogo, atacaban a los díscolos, blandían las banderas y se mostraban agresivos en los medios de comunicación afines. Se salían del cuadro sin necesidad de enemigos y contribuían de forma inequívoca a que el catolicismo fuera cada vez menos popular.

Adrianus almacenaba información de todos ellos: demasiadas prendas de ropa sucia para lavar en la cúpula de la Conferencia. Dos de los obispos estaban involucrados en la trama de lavado de dinero procedente de los países latinoamericanos. España era una plaza importante para invertir en la compra de propiedades. Parecía que la construcción no iba a acabar nunca. Ya habían adquirido un par de resorts con campos de golf. Siempre podrían servir para las reuniones eclesiásticas. Se estaba imponiendo la necesidad de hacer un poco de ejercicio para mejorar los cuerpos ocultos bajo las sotanas.

El cardenal Adrianus de Utrecht no quería perderse los argumentos del encuentro, las estrategias que se estaban diseñando y que haría llegar a Ramón en cuanto tuviera ocasión. Buscaría información en los corrillos que se formarían en los descansos y a la hora del café. En la puesta de escena de aquella función halló algunos eslabones que le faltaban para ir cerrando la entreverada trama de corrupción, además de indicios de que las relaciones con el partido conservador iban acompañadas de pagos a cambio de favores. Esa clase política carpetovetónica, más que preocupada por la vida eterna, vivía angustiada por los goces terrenales y el dinero siempre ayudaba. Aceptar aquellos sobres de la iglesia que les había educado garantizaba su entrada en el cielo porque, al fin y al cabo, su trabajo consistía en contribuir a la cruzada católica. Adrianus conocía bien cómo funcionaba. Los políticos del integrismo religioso obraban sin mucho disimulo.

Contaban con los jerarcas de la iglesia para el bautizo de sus hijos, el casamiento de sus pares y, domingo tras domingo, para impartirles la comunión. Eran serviles, tenían todas las llaves para la salvación de sus almas. Ni los grandes rascacielos ni las imitaciones vulgares de paraísos para el juego y el derroche les salvarían de arder en el infierno, pero bastaba una palabra del párroco de Pozuelo para redimirlos. Antes de subirse a los coches de lujo que los devolverían a casa podían dejar una limosna en el cepillo y ponerse de rodillas para confesar sus pecadillos banales. Los más importantes solo Dios podía saberlos. A cambio de la calderilla de una herencia algún obispo o cardenal intercedería cuando llegara el momento de su muerte.

España no era un lugar cualquiera. Era el país donde el monarca se había erigido en máxima cabeza de la inquisición, en adalid del catolicismo. Los protestantes habían odiado en el pasado tanto al Papa como al rey de España y a los dominicos. Un lugar solícito a los reclamos papales, abierto en canal por un fanatismo religioso que todavía exhibía sus coletazos.

A Adrianus le impactaba esa imposición de la identidad católica. Había corrido mucha sangre por la gracia de dios y, pese al escenario del mercado que banalizaba cualquier espiritualidad, la iglesia católica todavía bregaba por tener el control de las mentes. Adrianus ya había lidiado en Roma con algunos problemas procedentes de la Península Ibérica. El embajador de España en el Vaticano siempre estaba presto para pedir audiencia. Reproducía todos los estereotipos de una casta anticuada. De apellido Ridruejo, pertenecía a las huestes del partido socialista y contaba con un currículum a la vieja usanza, de rancio abolengo en la diplomacia.

Su familia había servido al caudillo. La puesta en escena solía ser regia: llegaba dispuesto a dorar la píldora y abrir los caminos necesarios para complacerle. Una visión de España católica, apostólica y romana que le seguía inquietando. Más cuando no se correspondía con personas como Ramón, comprometidos con un mundo más libre, responsable y respetuoso con las creencias de las otras. Le habló de una pronta luna de miel entre Madrid y Roma. El cardenal de Utrecht no perdió la ocasión para fingir su desagrado ante aquel avance del laicismo en las calles: “¿Cómo se había permitido a un grupo de radicales protestar ante la visita de su santidad?”. Después escuchó paciente explicaciones simplistas, conteniendo la repugnancia que le causaba esa marioneta del poder más inmovilista.

Los miembros de la Conferencia le habían programado un par de visitas a los colegios que alimentaban las huestes del catolicismo y sus cruzadas. Le impresionó ver aquellos grandes edificios con patios enormes que dejaban válvulas de escape en una de las zonas más caras de Madrid. Subvencionados por el Estado, albergaban las nuevas camadas conservadoras. El modelo basado en la obediencia al padre se trasladaba a toda la enseñanza. Un Madrid como tiene que ser. Los mecanismos de la guerra simbólica eran potentes y no necesitaban ser camuflados.

¡Qué sencillo era manosear las palabras! El dinero público entregado en apoyo del mantenimiento de una religión patriarcal y sectaria –pensó el cardenal. Tras la visita, llena de actitudes complacientes que le repugnaron, quiso huir del roce de las sotanas y aprovechó para ver in situ las pinturas negras de Goya en el Museo del Prado. Contempló por largo rato la Peregrinación a la fuente de San Isidro: una imagen congelada, de personas con rostros deformados por la supersticiones e ignorancia. Meditó todos los parecidos que seguía teniendo con la actualidad, pese a los siglos transcurridos.

España era una caja abierta. Por donde anduviera encontraba las huellas de la iglesia: la expulsión de los moriscos o los judíos, la apropiación que se había hecho de lugares que eran patrimonio local o de la humanidad, como la Mezquita de Córdoba. En su interior, Adrianus había podido ver años atrás dos placas con nombres de sacerdotes que, según rezaba una inscripción, dieron su vida por Cristo en la persecución religiosa de 1936 a 1939.

Era muy fácil dislocar la historia cuando la violencia acallaba cualquier intento de disidencia. Las verdades totales, aquellas que se empeñaban en cincelar para la posteridad en la piedra de las iglesias, supuraban mucha sangre y torturas. Le dieron un folleto que anunciaba la Catedral de Córdoba donde se explicaba que había sufrido una intervención islámica. Después Ramón le contaría a Cees que el obispado de Córdoba inscribió este patrimonio de la humanidad en el Registro de la Propiedad amparado en dos artículos de una ley franquista que daba entidad de administración pública a la iglesia católica y de funcionarios a los diocesanos.

Las redes a favor de la laicidad del Estado español, y cientos de personas procedentes de la Academia. algunas de ellas expertas en patrimonio, habían denunciado también los abusos en otras localidades. La mezquita se había iniciado bajo el reinado de Abd al-Rahmán I al Dahil, nacido en Damasco en 731, conocido como el emigrado. Príncipe de la dinastía de los omeyas, tuvo que huir de Siria tras el derrocamiento de su familia a manos de los abasidas y se proclamó emir independiente del Al-Andalus.

Después de visitar Madrid, el cardenal Adrianus se desplazó a Girona atraído por la leyenda de su judería y buscando la cuna de Nicolau Eymerich, Inquisidor General de la corona de Aragón, quien obtuvo el cargo honorífico de capellán del Papa Inocencio VI como reconocimiento a su diligencia en la persecución de herejes, blasfemos y brujas.

Su Directorium inquisitorum fue uno de los libros de consulta de los inquisidores de Europa. Adrianus visitó la biblioteca histórica y allí pudo conocer con más detalle que, en la ciudad que los romanos había llamado Gerunda, los judíos ocuparon cargos como recaudadores de impuestos o secretarios reales desde finales del siglo noveno, pero que la paz entre la ciudadanía se quebró en 1243 por una orden de Jaime I que los obligaba a vivir separados del resto de los barrios.

En 1492, los reyes católicos y el inquisidor Torquemada ordenaron la expulsión de las personas judías. Se les permitió vivir en el Call jueu si consentían ser bautizadas por sacerdotes católicos. De calles estrechas y en pendiente, se convirtió en lugar de reclusión, mientras se les obligaba a vestir con la capa judaica y se les impedía ejercer oficios públicos y matar en las carnicerías de la ciudad. El clero azuzaba a los campesinos para atacarles y hubo robos y saqueos. La Inquisición actuaba contra la herejía: asesinatos, torturas y hogueras. Adrianus recorrió los muros de la judería y los templos edificados sobre el fundamentalismo.

Caminaba y proyectaba que, a su debido tiempo, todo quedaría reducido a cenizas: el reino en la tierra ardería en una gran pira. El fuego, desde el profundo averno, purificaría ese imperio de avaricia y dogma en el que se había convertido la Santa Iglesia Católica de Roma. Las piedras, tantos siglos después de arrastrarse desde canteras, se erigían invadidas por enredaderas, habitadas por las palomas que hacían de los vanos su hogar.

Cruzando el puente de piedra se tropezó con Abubakar. Le había pedido algo de dinero y Adrianus le dio conversación. El diálogo dignificaba y ponía a las dos personas en el mismo lugar. Era senegalés, de la montaña y, aunque llevaba ocho meses en España, solo había trabajado los dos últimos en el campo de Mogol. La cosecha había acabado y buscaba otra oportunidad, no le importaba que tuviera que irse lejos. El holandés le dijo que él también estaba allí de paso. Su vestido, si bien era más colorido, le recordó a su sotana. Los dientes blancos contrastaban con otros dos que llevaba enmarcados en oro.

A Adrianus le sorprendió su tranquilidad, pese a que Abubakar estaba al borde de una situación desesperada. Quizás era fruto de la ausencia de todo, de la espera confiada de que alguna señal le mostrase el camino. “En la montaña no tenemos nada”. Su español era básico y, entre sus palabras, no podía encontrar el matiz que le permitiría decir que había árboles y tierra, pero no otras tantas cosas que también eran importantes. El cardenal le escribió en un papel una dirección de correo electrónico, la de Cees, y sus ojos negros le correspondieron llenos de agradecimiento.