El hoy fugaz es tenue y es eterno.
(El instante, Jorge Luis Borges)
Llevaba dos días viajando con un grupo de excursionistas en lo que parecía ser el mayor terreno arenoso continuo que mi mente podía imaginar. La mayor extensión de despojo, de desnudez descarnada de toda referencia. La fascinación de ese paisaje era distinta a otros: no era como la seducción que produce un paraíso, sino la de una existencia dura y esencial.
Nuestro camino nos exigía superación, resistencia, constancia, permanencia e interpelaba un sentido de la orientación que, por lo menos yo, desconocida tener. Cuando comencé a distinguir las primeras luces titilantes del lugar donde montaríamos campamento, sentí el impulso de desacelerar mi marcha. Camine más lento.
A medida que me separaba del grupo, la distancia se hacía más evidente, pero no de una manera preocupante. Cada paso que daba era un acto consciente, deseado. Camine todavía más lento, hasta detenerme. Ritmo. Tiempo.
¡Todo espacio es siempre un tiempo, pensé!
Me acomodé en una posición elevada.
Me sentí pequeña, confortablemente diminuta. Y así como extasiada, incliné mi espalda sobre un montículo de arena, tendí mi cabeza elevando la mirada. El sol se ocultaba por debajo del horizonte y el cielo tomó un tono profundo y saturado de un azul demasiado enigmático, o desconcertantemente mágico. Este azul celeste era más que un color, era una sensación de quietud, liviandad, de silencio perfecto. Como si la naturaleza entera hubiera dejado de respirar.
Y en esa pausa quede suspendida. Fue una interrupción temporal. Un descanso vital breve.
Pronto el azul se comenzó a oscurecer, el aire a enfriar y la luz de las primeras estrellas a distinguir con más claridad.
Todo espacio es siempre un tiempo…
Otra vez, no sé si lo pensé, me interrogué o lo exclamé. Pero con la mirada pegada al cielo, nuevamente me enfrenté a esta paradoja temporal.
Cuanto más intensas se volvían las luces de las estrellas más me llevaba a imaginar el abismo que estas imágenes habían recorrido para llegar hasta acá. Mientras el cielo se oscurecía en un azul cada vez más oscuro, cada punto luminoso se asomaba, cada vez con más claridad, como un fragmento de un pasado. Un reflejo que había atravesado el vacío para llegar a nuestra vista.
Las estrellas se presentaron así, ante mi más puro asombro, aquel sabio asombro de la infancia y juventud, como un manuscrito, donde el tiempo y el espacio se entrelazaban en una eternidad de enigmas.
¿Y si el presente es, en realidad, solo un instante en un interminable relato de dimensiones infinitas?
Era como si cada estrella en el firmamento no solo revelara su propia historia, sino también los secretos del tiempo mismo.
Parecían contar historias de eras olvidadas, de pasados cercanos, de múltiples presentes, de futuros anhelados. Sentada sobre el montículo de arena, me sentía espectadora de un escenario infinito, en un tiempo interminable.
Cada constelación, cada grupo de estrellas, era una palabra o un símbolo inscripto en un pergamino. Mi mirada, fija en las luces titilantes, trataba de descifrar este lenguaje. Pensé en cómo desde las culturas antiguas habían leído el cielo, buscando respuestas.
El silencio que rodeaba el desierto se convirtió en un telón de fondo para mis reflexiones. En ese silencio, la distancia se desvanecía, Atrapada por el hechizo de la noche alcé mi brazo como si pudiera tocar el firmamento. Todo parecía disolverse en una vasta red de conexiones invisibles. Cada rincón del cielo, compartía un fragmento de infinitud de existencias.
Bajo el manto estrellado y envuelta en una profunda calma, me pregunté si cada observador del cielo sentía esta misma sensación de inmensidad. ¿Estábamos todos, en nuestras diversas épocas y lugares, buscando las mismas respuestas, decodificando el mismo manuscrito? Tal vez, todo espacio era siempre un tiempo, y cada momento de nuestra vida era una palabra en la vasta historia del universo.
(Cuarta parada de la Serie Desiertos. Crónicas nómades)