Anoche desperté en un sueño.
Volando en el tiempo hacia atrás.
Flotando sobre un arco iris de cristal.
Llegué al Mar de los Agujeros.
Reconocí a Modesty Blais.
Durmiendo en un campo de fresas a sus pies
Viviendo en la era pop.
Viviendo en la era pop.
Tu voz en color1.

Bodegón Vital

Llegada a casa se reclinó en el sofá, no tumbada el todo, para grabar improvisando lo que le diera la gana. “Hacerse mayor es que te salga un orzuelo, y sentirse perdida para aislar el factor casual entre los siete productos que integran la rutina del skincare, el antiojeras, dos pelis seguidas, el maquillaje, los polvos y la máscara de pestañas”.

Hacía tiempo que estaba sola. No había nadie en el pueblo. Aun así, seguía su disruptiva rutina. Un gran armario donde guardar su colorida ropa y su estrategia para elegir modelo aleatoriamente cada día.

Todas las camisas, blusas, camisetas… y demás arribaderas estaban dispuestas en perfecto desorden, no atendiendo a ninguna lógica. El mismo criterio para el armario de faldas, pantalones… y resto de abajaderas. Y así, todas las mañanas in the morning, se dirigía casi nude -no es lo mismo nude que desnudé, pero no son excluyentes- al armario, para, tras hacer girar la ruleta, coger las piezas agraciadas en el sorteo del día. Sólo faltaban el rojo MAC Ruby Woo y las gafas del día para salir a la calle a espejarse un poco.

En ese pueblo vivía ella, con su presencia presencial -valga la repugnancia- como si todo un arcoíris se hubiera derramado sobre su vida. Su estilo era un juego de locura y arte, y cada mañana, con un brillo en los ojos -en ambos dos-, hacía girar la antigua ruleta que había encontrado en una tienda de comestibles recauchutados hace años. No era una ruleta cualquiera, había pertenecido a algún tendero falto, que usaba quizás para decidir las frutas/rutas de sus estrellas errantes. La ruleta, al girar, no solo le indicaba qué ponerse, sino que, de alguna manera parecía predecir los sucesos del día para que estos no fueran monotonísimos.

Ella se despertaba cada mañana rodeada de una luz dorada que parecía filtrarse desde algún rincón del tiempo temporal, no del tiempo meteorológico, aunque no son excluyentes. Las paredes reflejaban las imágenes de sus sueños, imágenes de cine, de sus películas favoritas, confundidas, a veces, con la realidad y con esa mancha de polilla aplastada en la pared con raqueta eléctrica.

Sin embargo, ella no vivía sola en el sentido convencional. El pueblo estaba vacío, sí, pero de alguna manera todo a su alrededor respiraba y se movía en un silencio que no era soledad, sino una quietud llena de secretos. Las flores de los jardines cantaban canciones suaves al viento, y los árboles, en ocasiones, se inclinaban un poco hacia ella, como si quisieran hablarle en su idioma secreto. ¡Ja, que te lo has creído, mona!

El aire fresco y limpio la acompañaba siempre, y cada mañana, el pan recién horneado llegaba a su puerta como por arte de magia. El aroma a masa caliente llenaba su casa y le daba una sensación de confort -no es lo mismo hacer la masa que hacer el Hulk, pero no son excluyentes-. A pocos metros de su hogar, había un restaurante buffet, donde podía comer todo lo que deseara, desde ensaladas de frutas tropicales hasta pasteles de fresa, pasando por sopas de sandia, su fruta menos favorita, y panecillos rellenos de crema.

Celuloide aurocomprensivo

Es mi mundo tan pequeño.
Una burbuja interior.
De millones de colores.
Un jardín de mantequilla.
Con eso que te daba.
No estaría mal.
Con eso crecería.

Hasta escuchar su latido.
Que bombea al espacio exterior.
Qué anestesia tan profunda.
Qué sobredosis de amor2.

Pero, lo que amaba de verdad era el cine. Cada noche, el pueblo se sumía en un silencio profundo y caminaba hasta el pequeño cine que quedaba junto a la plaza chica (chica por tamaño, no por cosas de sexualidades), el cual, aunque vacío, siempre parecía emitir una extraña vibración. Tenía una puerta que nunca se cerraba, una puerta que parecía abrirse sola en cuanto ella se acercaba, como si la estuviera esperando. Dentro, las butacas vacías la recibían con una acogedora oscuridad (vamos, ¡que no se veía un pimiento!). Siempre se tragaba (tragar del verbo ver) las pelis en blancoynegro que se proyectaban. En su mente se transformaban en algo mucho más surrealista y personal.

Ella lo tenía claro, su felicidad era inmensa, como una galaxia llena de estrellas brillantes, un fuego que nunca se apagaba, como el rojo de sus labios o sus uñas -de las veinte, es un referirse-. Esa felicidad era un acto de voluntad, una elección diaria, forjada en risas y en su vida de cine, de películas en blancoynegro y sus colores imposibles que portaba con una audacia que dejaba sin aliento a cualquiera. Y es que llevo “protegiendo mis recuerdos desde ya ni me acuerdo”.

Nadie podría arrebatarle esa sensación de dominio sobre el mundo que sentía cada vez que se miraba al espejo o recorría la ciudad con su caminar decidido. Nadie podría quitarle esa sensación de ser dueña de su destino, de poder decir "aquí estoy" con cada paso que daba, como si fuera un personaje de película que siempre sabe lo que va a hacer a continuación.

Su felicidad, esa gran felicidad que tan pocos conocen, era interna, era la satisfacción de saberse única, invencible. La gente que había pasado por su vida, los conocidos, los amores, los trabajos... todos eran apenas una sombra en su existencia, figuras fugaces que no hacían mella en la grandeza de su ser. Y aun así, había algo en su mente, una chispa de duda, que encendía su imaginación de forma inquietante (si aparece la palabra “chispa” tenía que salir también el verbo “encender”, obvio).

Cada noche, cuando salía del cine, se preguntaba si no sería el momento de hacer algo aún más grande, algo que reflejara ese fuego que ardía dentro de ella (lo mismo que antes, “fuego” y “arder”, pero no excluyentes). Tal vez, solo tal vez, debía quemar el cine. "¿Por qué no?", se decía en sus momentos de reflexión. "¿Por qué no destruir todo lo que me llena de melancolía y alegría al mismo tiempo? Si ya todo lo he visto, todo lo he sentido... ¿y si esto ya no es suficiente? Tal vez debo crear algo más grande, algo aún más impresionante que mis propios sueños." (Esto aparece por lo de la tensión del relato, ¿sabes?).

Y en esa duda, en ese pequeño y peligroso pensamiento, residía su poder. Porque ella no temía al vacío ni al caos. Era un volcán en erupción que podría destruirlo todo, pero también crear algo completamente nuevo (“volcán” y “erupción”, seguimos con el ventajismo). "Si quiero quemarlo todo", pensó, "sería para construir una película completamente diferente, una en la que yo fuera la directora, la protagonista, y donde el final... el final aún no lo he escrito", y continuó “últimamente me estoy haciendo muchas concesiones estilísticas, aprovechando que no sé quién soy”.

De alguna manera, quemar el cine, ese refugio suyo de cada noche, no era un acto de destrucción, sino una reafirmación de su poder sobre su propia vida. Porque al final, lo sabía con una seguridad absoluta. Ella no solo era dueña de su felicidad, sino que también era dueña de sus propios límites.

Paso la noche en casa, casi en duermevela. No se podía quitar de la mente la idea de quemar lo que amaba. Total, lo seguiría amando y, además, si lo llevase a cabo, podía incluso llegar a sentir lo que es de verdad “echar de menos” (No es lo mismo “echar de menos” que “hacer de menos”, pero no son excluyentes).

Y pensó en una película azul que vio en una ocasión: "Mira, a lo mejor la mujer sólo necesita un buen spa para desconectar de tanto dolor, o al menos un par de cocktails en la playa... Pero claro, mejor el sufrimiento intelectual, ¿no? ¡Nada como el arte para ponerte a llorar y pensar que te entendieron!"

Uñas, bocas, flemas y tecnicolor

Tengo que dejar todo y volver allí, allí,
el mundo de Alicia es muy, es muy feliz.
Todo cambia de tamaño y de color, color,
los buenos, los malos tienen su olor.
Y no, no debo retrasarme, siempre igual,
ya llego tarde.
Miles de relojes a mi alrededor.
Y sí, sí debo preocuparme, siempre igual,
ya llego tarde.
Miles de latidos da mi corazón.
Es inevitable3.

“¡Monotonísimo el día de hoy! ¡Puaggg! ¡Ni un misero miserable chiste blanco me he echado hoy a la boca!” Al entrar en casa, lo primero que hizo era despojarse del abrigo y sentarse frente al espejo. Se acercaba al tocador, donde ya la esperaba su laca de uñas de un rojo fuego, brillante y vibrante, como un pequeño tributo interno. Tomaba el esmalte con la misma destreza que tenía para moverse entre las escenas de los filmes, y, mientras comenzaba a pintar las uñas de las manos (manuñas), su mirada se suavizaba, como si toda esa agudeza y humor de la noche se desvaneciera al ritmo de sus movimientos.

Cada trazo que daba sobre la uña era preciso, casi hipnótico. La brocha roja deslizándose sobre la superficie parecía un acto de meditación. Pasaba el pincel una vez, y luego otra, repitiendo el proceso con la concentración de quien sabe que cada detalle cuenta. El rojo tomaba forma, y sus uñas se volvían reflejos de ese mismo fuego que brillaba en sus labios. Cuando sonreía, el brillo de sus uñas y su sonrisa parecían hacer un pacto secreto: ella no podía vivir sin ese toque de color, como si la vida misma dependiera de esa chispa. Al terminar de pintar las uñas de sus manos, las observaba detenidamente en el espejo.

El brillo del esmalte le recordaba que, a pesar de su aguda mirada crítica hacia el mundo, había algo en ella que aún era simple y vibrante. Luego pasaba a pintar las uñas de los pies (pezuñas), con un ritual similar, concentrada en cada uña como si fuera una obra maestra. El rojo se veía tan brillante contra la piel de sus pies, y ella, mientras pintaba, comentaba en voz baja, riendo suavemente: "Que alguien me diga, ¿quién necesita joyas cuando tienes este color tan... divino? ¡Nada como tener el fuego en los pies! Y en la boca... y... bueno, ya me entendéis."

Al acabar, se recostaba en su sillón, mirando cómo la laca brillaba intensamente, al igual que su sonrisa. No necesitaba de nada más para sentirse completa. Había algo profundamente melancólico en el contraste de ese rojo ardiente contra la quietud de su vida, pero también algo infinitamente alegre. Y al final, cuando todo estaba en calma, ella siempre murmuraba, mirando sus uñas y sus labios, como si revelara un secreto: "Hay días en que el cine y el esmalte son lo único que necesitas. Y sí, claro, una copa de Verdejo también ayuda." Era hora de ir a su cine. Fue. Se sentó en su butaca. Comenzó su película. “¡Ostras, hoy no es en blancoynegro. Es a colores. Es Tecnicolor. Tecnicolores!” Era una comedia barata inspirada en conversaciones bucodentales. Extrañamente familiar. Una rubia, como ella, pecosita, como ella, con esmalte y pintalabios rojos, como ella, y con gustosos comentarios flemáticos y flemas, que no son lo mismo y no son excluyentes. La pantalla le atrapó:

Aquel trabajo, siempre tan peculiar, tan... cercano, por decirlo de alguna manera. Ella lo recordaba con una mezcla de distanciamiento y fascinación, como quien contempla una película de terror desde el sofá, con un cubo de palomitas y una copa de vino en la mano. Estaba acostumbrada a tocar bocas ajenas, sí, como si fuera un ejercicio de meditación forzada, pero no dejaba de preguntarse, con cierta ironía, si la gente sabía lo que realmente implicaba. "¿De verdad, cariño? ¿Pensabas que esas muelas de juicio que te molestan no iban a ser un asunto personal para mí?", solía pensar con sarcasmo mientras sacaba un instrumental que, honestamente, a veces más parecía una herramienta tortura sexual que un utensilio de cuidado bucal.

Al principio, cuando empezó, se dijo que todo estaría bien. "Vamos, es solo un poco de saliva, un poco de aliento, un poco de lo que sea, solo son bocas, nada que no haya visto en una película mala de los 80". Pero con el tiempo, y sobre todo con los años, comenzó a hacer un ejercicio de reflexión cada vez que se encontraba con una boca que se abría ante ella. "Aquí estoy, tocando bocas ajenas, y me pregunto si las personas siquiera se dan cuenta de lo extraña que es esta situación. Y peor aún: si se dan cuenta de lo raramente íntima que es... Todo muy clínico, todo muy profesional, pero también muy personal, si lo piensas... ¡Eso, eso, lo que hago yo, es como un 'beso sin pasión' todo el día!", se decía mientras limpiaba con habilidad los rincones de una sonrisa ajena.

Lo peor, claro, eran las conversaciones. Nada como estar en un par de metros de distancia de un extraño, con su boca completamente abierta y el sonido de un aspirador constante, para que todo lo que saliera de su boca fuera como un chiste. Porque, claro, entre que la gente no tenía idea de la incomodidad que suponía hablar de la primera cita mientras te metían una sonda en la encía, o que ella estaba demasiado cansada para nada más que hacer comentarios ágiles, todo se convertía en una especie de comedia negra. "Sí, claro, cuéntame más sobre tu perro mientras yo me aseguro de que tu esmalte dental esté perfecto... Total, para eso estamos aquí, ¿no?", pensaba ella, un tanto flemática, mientras se concentraba en la pequeña mutilación de encías.

A veces, las personas abrían tanto la boca que ella sentía que era como observar un paisaje en miniatura. "¡Ah, qué bonito, todo está tan bien cuidado, tan limpio! Excepto por esas muelas del juicio que me miran con cara de 'por favor, sáquenos de aquí'. Ah, el drama dental, qué maravilloso", solía pensar mientras con calma se armaba de paciencia y seguía con su trabajo.

No podía evitar preguntarse si la gente en realidad entendía lo que ella hacía. Estaba claro que nunca llegaba a ser tan íntimo como un beso, pero había algo en el contacto directo con la boca ajena que, por más que intentara mantenerlo profesional, no dejaba de tener su tono de surrealismo: "La gente viene aquí como si fueran a la tienda a comprar gachas. '¡Sí, por favor, quítenme esa caries que me molesta y después me voy al gimnasio!'". Y claro, siempre había esa parte de ella que se mantenía un tanto irónica, reflexionando con un tono socarrón: "*A lo mejor deberían poner un cartel que diga: 'Bienvenidos a la consulta dental, donde te tocamos la boca, pero no te preocupes, no es personal... aunque, ¿quién sabe?

Había algo también en el sonido de las bocas que la desconcertaba, esa vibración del aire, los pequeños ruidos de succionar y masticar que nunca parecían terminar. "¿Lo sabían? ¿Las bocas se pueden sentir solas también? Porque estas bocas, todas tan abiertas y vacías, parecen pedir algo más que un poco de pasta y un buen cepillado". Pero por supuesto, ella no iba a dejar que todo eso la afectara. Mantenía esa postura de irreverente calma:

Al final, lo que realmente me pagas es por hacer que te sientas como si fueras el protagonista de una película de Hitchcock. Lo bueno es que no hay suspense, solo mucha vibración.

Mientras terminaba cada jornada, miraba su reflejo en el espejo del baño, se quitaba los guantes, y sin perder esa sonrisa algo burlona, se decía: "Bueno, al menos no estoy tocando corazones rotos, ¿verdad? Solo bocas con dientes rotos. Aunque, claro, siempre habrá un par que me sigan rondando la cabeza, esos que te cuentan absolutamente todo mientras tú solo tienes ojos para esa muela picada... ¡Pobre muela!

Y así pasaban los días. La misma rutina, las mismas bocas, la misma reflexión sobre lo absurdo y lo cercano de todo aquello, todo mientras ella, a la salida, pensaba con una sonrisa melancólica: "¿Quién podría haber imaginado que las bocas ajenas serían mi carrera? Pues supongo que, al final, todos necesitamos algo que nos haga abrir la boca. Ya sea para hablar, para quejarse, o... bueno, para masticar.

Ese día salió del cine con su plan clarividentemente claro, programado y detallado.

S.O.S.pechosa

Dime que nunca mientes.
Y que no te arrepientes.
De las decisiones que te han llevado a ser como eres.
Dime que no tienes dudas.
Sobre ninguna cosa.
Confirmaré que eres una persona sospechosa
(…)
No eres de fiar si no haces algo mal.
No eres de los míos si no la puedes cagar4.

A lo largo del día consiguió todo lo necesario y también todo lo que iba a necesitar esa noche, que no era lo mismo y, por supuesto, tampoco era excluyente. Y espero a que todo estuviese a oscuras, es decir, a que fuese de noche. Bueno, no del todo, pero un poco, sí. Se dirigió al cine.

Tomó el bidón de gasolina y lo vertió por el suelo, cubriendo las butacas, las paredes y el proyector. Encendió una cerilla y vio cómo las llamas comenzaban a consumirlo todo. Mientras las llamas se alzaban hacia el cielo, perdón, al techo, ella no sentía alivio, sino una tristeza profunda. Su vida había dado un giro, pero no estaba segura ahora de si era un acierto. Se fue a dormir con el corazón pesado, las lágrimas empañando su rostro pecoso, y con su cabello rubio y desordenado cubriéndole los ojos.

Sin embargo, al despertar al día siguiente, sintió algo extraño. Al mirar por la ventana, vio algo que no podía creer. El pueblo ya no estaba vacío. Estaba lleno de gente. Personas que caminaban por las calles, reían y cantaban canciones pop. Cada uno de ellos vestía con colores brillantes y vibrantes, como si la moda más “aniperita” del mundo hubiera llegado de golpe. La plaza estaba llena, y ella, sorprendida, salió al encuentro de esos desconocidos, que de alguna forma, parecían ser parte de un nuevo capítulo en su vida.

En ese momento sonrió, y en ese momento, comprendió que el cine que había destruido no era más que un símbolo de lo que había dejado atrás. Ahora, el pueblo no solo era suyo, sino de todos los que armonizaran con ella. Y ella, con su estilo único y su ruleta de la fortuna, había sido la chispa que había encendido este renacer. En el fondo, sabía que no importaba lo que el destino le deparara, porque al final, siempre encontraría la manera de hacer que todo le quedara perfecto.

Un día, mientras se sentaba frente al espejo, llegó una carta sin remitente conocido. Con una mezcla de curiosidad y desdén, la abrió. Al leerla, comprobó que el relato contaba lo que había vivido estos días, con detalles tan específicos que no podía ignorar. Era como si alguien hubiera presenciado su vida o, quizás, que ella simplemente hubiese seguido las instrucciones de un rígido guion. En el cuento se hablaba de la ruleta de su armario, de las pelis en blancoynegro, del cine destruido, y hasta de su ritual “uñistico”. Era un reflejo exacto de lo que había vivido, solo que narrado por otro o, quizás, inspirado por ella, que no es lo mismo, pero no son excluyentes.

Al llegar al final, leyó: "Y cuando todo termine, ella sabrá que el pueblo nunca estuvo vacío, que todo había sido una espera, y que su poder sobre el caos había creado una nueva realidad". Su piel se erizó y la sensación de déjà vu se instaló en su pecho. El último párrafo la hizo sonreír, al mismo tiempo que un escalofrío recorría su espalda. "¿Y si esta historia nunca fue solo mía?" pensó. El relato, como una muñeca rusa, parecía ser solo una capa más de algo mucho más profundo, una historia infinita que se repetía, y ella, irónicamente, estaba atrapada en ella. Estaba atrapada porque era su vida, su apasionadamente real y legitima vida. Y eso sí… eso sí era excluyente.

Notas

1 “Viviendo en la era pop”, del álbum del mismo título. Los Flechazos. 1988.
2 En un mundo tan pequeño, del álbum Hulahop. Mercromina. 1997.
3 Alicia, del álbum “Tomando tierra”. Aerolineas Federales. 1989.
4 Una Persona sospechosa, del álbum “Aniquilación”. Los Punsetes. 2019.