Daniel nunca había sido supersticioso. Su vida seguía un ritmo metódico y racional, al igual que el trayecto diario que tomaba de regreso a casa desde la ciudad. Pero esa noche, algo fue diferente: el tren que siempre tomaba no apareció en su horario habitual. Sin darle muchas vueltas, decidió subir al único tren que encontró en la estación. Un tren que, para su sorpresa, jamás había visto antes.
El tren parecía sacado de otra época. Los vagones de madera crujían con cada movimiento, y no había ni un solo pasajero a la vista. El silencio era tan denso que Daniel casi podía escuchar sus propios pensamientos rebotando en las paredes. Optó por sentarse cerca de una ventana, esperando que el paisaje nocturno ofreciera algo de distracción durante el trayecto.
A medida que el tren avanzaba, Daniel empezó a notar algo raro. No reconocía ninguno de los lugares por los que pasaban. Las paradas habituales brillaban por su ausencia, y las luces de la ciudad habían sido reemplazadas por un bosque espeso y oscuro que parecía no tener fin. La inquietud comenzó a hacerle cosquillas en la nuca, pero intentó no dejarse llevar por el miedo. Después de todo, ¿hasta dónde podría llevarlo este tren?
Finalmente, después de lo que le parecieron horas, el tren se detuvo en una estación. Un viejo cartel colgaba torcido, con la palabra “Esperanza” escrita en él. Daniel bajó, buscando a alguien que pudiera orientarlo, pero la estación estaba desierta. Solo se escuchaba el eco de sus propios pasos.
Decidió caminar hacia el pueblo cercano, que se vislumbraba a lo lejos bajo una tenue luz que apenas iluminaba sus calles. Al llegar, lo recibió un aire denso, cargado de nostalgia. Era como si el tiempo se hubiese detenido allí. Las casas eran pequeñas, modestas, y las pocas personas que andaban por las calles no parecían notar su presencia. Daniel trató de hablar con algunos de ellos, pero nadie respondió. Era como si él no existiera.
Continuando su camino, encontró una vieja taberna, la única que parecía tener algo de vida. Entró, esperando encontrar alguna respuesta. El lugar estaba lleno de murmullos apagados y caras que le resultaban inquietantemente familiares, como si las hubiera visto en sueños. Se acercó al mostrador y pidió un vaso de agua. El tabernero, un hombre con aspecto cansado, se lo sirvió en silencio.
“Disculpe”, dijo Daniel, intentando romper el hielo. “¿Dónde estoy? Este lugar... no lo había visto en ninguno de mis viajes”.
El tabernero lo miró, y por un breve instante, Daniel sintió que algo se iluminaba en esos ojos. “Estás en Esperanza”, respondió el hombre con voz ronca. “Un lugar donde los que se pierden encuentran su camino… o al menos, eso dicen”.
Daniel no entendió del todo la respuesta. “¿Cómo puedo volver? Necesito tomar un tren de regreso”.
El tabernero señaló una puerta al fondo del bar. “Por allí”, dijo. “Pero ten cuidado, a veces, cuando uno se va, deja algo atrás”.
Confundido, Daniel cruzó la puerta y se encontró de nuevo en la estación, pero algo había cambiado. La noche parecía más oscura, el aire más frío. Miró el reloj de la estación y se dio cuenta de que no había pasado ni un minuto desde su llegada. Subió al tren, que ya lo esperaba con las puertas abiertas, y se acomodó en su asiento.
El tren se puso en marcha de nuevo, pero esta vez el paisaje cambió de manera diferente. En lugar de regresar a la ciudad, lo llevó a un lugar aún más remoto, un lugar que no aparecía en ningún mapa. Allí, en medio de la nada, el tren se detuvo.
Las puertas se abrieron, y para su sorpresa, vio a su madre en el andén. Se veía joven, como la recordaba antes de que la enfermedad la apartara de su lado. Con una sonrisa cálida, lo invitó a bajar. Daniel sintió un tirón en su pecho, pero algo lo mantuvo en su asiento. El tren comenzó a cerrarse, y justo antes de que las puertas se sellaran, su madre lo miró con tristeza y murmuró: “No te preocupes, siempre habrá otro tren”.
De repente, Daniel despertó, solo para descubrir que estaba en su cama, con los primeros rayos del amanecer filtrándose por la ventana. El reloj marcaba la hora de siempre, y todo parecía normal. Pero el sueño lo había dejado inquieto, como si hubiera tocado algo profundo dentro de él.
Esa mañana, al llegar a la estación para tomar su tren habitual, notó un pequeño cartel en la entrada. En letras desvaídas, decía: “Esperanza - Último tren: 1952”. Daniel se quedó ahí, quieto, con la mente dando vueltas a la experiencia de la noche anterior. El tren llegó y, mientras subía, no pudo evitar preguntarse si algún día, en algún lugar, ese tren lo llevaría de nuevo a “Esperanza”, donde las sombras de su pasado lo esperaban.