I
Mi vieja cuelga el teléfono.
A ella me la imagino relamiéndose.
Me convierto en un perro que se da cuenta de que lo van a bañar. Trato de esconderme, pataleo. No hay forma. Que me joda por haberme bajado medio frasco de anchoas. Que la próxima vez lo piense mejor.
Así que ella se relame mientras que, con mi vieja, esperamos el 266 que nos deja en la esquina de su casa. La lengua va desde una comisura hasta la otra, mojando todo el labio mientras mi vieja saca el boleto todavía con monedas. Caminamos hasta dos asientos, me recuesto en sus piernas y ella me acaricia el pelo desde la frente a la nuca para volver a empezar como seguramente hace la lengua de la nona por sus labios. Con los dientes chiquitos y de verdad, todavía completos. Salto en el lugar con cada pozo, con cada loma de burro mientras imagino que la nona se rasca la palma de la mano con las uñas duras y largas.
Bien fuerte se rasca.
Las uñas en la piel hacen un ruido sordo y gris. Un poco ciego también. Mi vieja me pregunta si quiero vomitar, le digo que no con la cabeza que apenas puedo mover y entre el barullo de la gente y los saltos que pega el bondi, mi vieja piensa que no respondí y me repite la pregunta. Entonces le digo en palabras que no y me imagino el ir y venir de la nona con la tele prendida en algún canal de aire. Me imagino a la nona con todavía las dos piernas acompañándola en su vaivén coqueto. Como un gorrioncito pispireto y retacón que camina con la punta de los pies guiado por un olfato afilado y un par de oídos que todo lo escuchan. Años después, con la cadera y la memoria a la miseria, el sentido auditivo estaría intacto y sería tema de conversación recurrente.
El bondi llega y nosotras bajamos y la nona nos saluda. Estira la mano, excitada. Atravesamos la reja y veo un Gauchito Gil dentro de su casita con un par de puchos atados de regalo. La nona no me habla a mí, le habla a mi vieja. Yo me hago un poco la boluda y me quedo mirando a Thalia que habla con una media en la tele. La nona me clava las garras en el hombro, me dice que agarre las cosas. También se me acerca y me dice bajito que hay tortilla recién hecha, que después puedo comer un poquito. Todavía no lo entiendo como chantaje así que me levanto contenta, pero sigo con la idea de hacerme la boluda. Entonces, voy al mueble de la cocina, ese medio de plástico y color verde agua brillante. A mi nona le encantan las cosas brillantes. Yo sé que en ese cajón está el elástico con el que cura el empacho. Es muy común estar en la casa de mi nona y que silben desde la calle. Alguien se levanta a abrir, alguien viene a curarse.
Nona, ¿no me cura el empacho?
Nunca supe la diferencia entre la cintita y el pellizque, no sé en qué radica la decisión. Pero esa vez escuchó el cajón abrirse y me gritó que no, que vaya al baño y después me acueste. Y yo sabía que significaba eso. Así que me hago valiente y voy al baño, bajo la tapa del inodoro y me subo encima. Abro las puertas del botiquín y busco el talco, el del pote rosa. Deshago mi camino y cruzo el pasillo para entrar directo a la pieza de la nona. Hay un rosario de madera, totalmente desproporcionado en relación a la cama. Las patitas de la nona se acercan, se rasca la mano y yo sé que se relame.
No quiero mirarla, pero lo hago igual y veo sus ojos brillosos. Se palmea las piernas y se acomoda detrás de mí. Yo quiero llorar. Me dice que baje más para ella porque así no puede. Yo lo hago de mala gana y con los ojos cerrados, con la cara en la colcha, los brazos abrazando mi cabeza. Sus uñas afiladas me bajan el pantalón, siento el frío, me quejo. Me dice que no haga escándalo, yo pienso que no quiere que le arruine el momento. Siento el frío del talco en mi cintura, me vuelvo a quejar, me pregunta si soy un bebé, desafiándome. No le contesto y ella con su mano me desparrama el polvo. Yo imagino como resaltan sus uñas pintadas de ese rosa de vieja.
No me hagas fuerte, pero no recibo respuesta.
Yo veo cuando se lo hace a otra persona y sonríe y saca la lengua. Las garras de halcón me levantan la piel, intentan enrollar carne, pero no puede, entonces aprieta y da golpecitos.
flojita che
respiro hondo
flojita
enrolla
aprieto los labios
también los ojos
y tira
Suena fuerte, pareciese que retumba en la habitación, que Jesús se despierta y se asoma desde la cruz y levanta las cejas y asiente porque él todo lo ve y sabe que me sarpé en anchoas. Jesús me mira y me dice que me joda, que la próxima vez lo piense mejor. La nona vuelve a tirar y vuelve a sonar, se ríe. Le encanta, lo hace de nuevo, tira y me despega de la colcha, le grito. No seas bebé. Le digo que no quiero más, intento levantarme, me toco la cintura con el ceño fruncido. Me dice que todavía no terminó y yo sé que tiene que terminar. Escondo la cabeza entre mis brazos y aguanto la respiración.
Las uñas buscan, salen como colmillos para atacar, encuentran y tiran. Casi que no suena. Tira de vuelta: nada. Me doy vuelta porque no quiero más y la nona vuelve a la normalidad un poco decepcionada por lo rápido que fue. Tiene la boca para un costado, me dice que me suba el pantalón. Se asoma mi vieja y pregunta qué tan mal estoy. La nona no llega a contestar porque silban desde la puerta. Escucho que abre la reja, entonces dejo el talco en la mesa de luz.
II
Por lo general, mi nono es quién riega las plantas. Pero está tardando en volver del club y la nona se impacienta porque parece que hay un horario exacto en el cual regar, porque no sé qué puede pasar, pero parece que es mortal. La nona empieza con que las quiere regar ella, le digo que no, que vamos a regar, pero tiene que quedarse quieta en la silla de afuera.
Me frunce la cara, acepta.
La ayudo a levantarse, me saca, tambalea la silla. Busco el bastón con la mirada, está apoyado en la otra pared. La cago a pedos, le digo que tiene que usar el bastón. Me saca la lengua. Se queja, se hace la boluda, la que puede sola. Le doy el bastón, no le queda otra. Caminamos juntas y llegamos a la silla del patio, se tambalea, me saca, la ayudo a sentarse. Tira el bastón al suelo, lo odia. Voy por la manguera, abro la canilla. Me da indicaciones, me dice que me fije el agua, que no moje, que le voy a hacer un enchastre. La miro y le hablo acentuando con las manos: si voy a regar yo, lo voy a hacer a mi manera.
Me muestra los dientes.
Algunos de mentira. Tiene los dedos como chorizos, los brazos cortos, las patas que no le llegan al piso. Las abanica de atrás para adelante. La veo distraída y amago a mojarle los pies. Se asusta y me mira enojada. No le gustó una mierda entonces
me muestra los dientes
y con la lengua los empuja
se los saca, los hace bailar
y se los vuelve a poner
le hago cara de asco
ella se ríe.
Riego cada una de las plantas que tiene. Una de mis preferidas es la mortadela: tiene una hoja redonda y muy grande como una feta de fiambre y los redondeles de grasa son amarillos. La riego, le doy agua para que siga creciendo. La nona me grita y me pregunta cuánta agua le vas a poner. Intenta levantarse, pero no puede. Esta planta es mi preferida, le señalo con el dedo. Y prosigo a mentirle, no sabes qué grande está la que me diste. Paso a regar la de al lado. No me contesta y yo pienso en la epidemia de bichos blancos que me mataron la mitad de las plantas. Con la mortadela se ensañaron y empezaron a comerle los redondeles de grasa, amarillo pus. Una pena. Paso a regar otra, pienso que voy a tardar un milenio en regar todas las plantas del patio. Se lo digo y también que las tiene re bien. Silencio.
Extraño tener pajarito
Me doy cuenta de que no me estaba escuchando, que tampoco me miraba a mí, sino a la jaula vacía. Le contesto que después de lo que le pasó con el último, no puede tener más. Ya sé, ya sé, mientras me manda a la mierda con la mano. Deja de zarandear los pies. Pero extraño vio, me hacía la compañía. Sigue sin mover las piernas, con la mirada fija en la jaula vacía y sucia que está colgada en la pared. Pienso que deberíamos sacarla, que es triste, que es medio una tortura. Empieza a mover las patas de nuevo, volvió de no sé dónde. Se ríe y a mí me da ternura. Termino con esa línea de plantas, cruzo a la pared de en frente, empiezo de vuelta. La miro de reojo, está en otro lado. La imagino cada vez más chiquita, de tal forma que se mete adentro de la jaula y canta. Hace mucho no lo hace, pero
tendía la ropa y cantaba
cocinaba y cantaba
barría y cantaba.
Mi preferida es una en italiano con una melodía muy alegre y terminaba con un borom borom bóm bóm. De más grande mi vieja me contó que a ella nunca le gustó porque se trata de un chico que va a la guerra, que era marinero y en el barco tiene un amor, pero lo matan en combate. Entonces el chico le dice a la madre que no llore porque vuelve a la tierra que es de donde vino.
La nona me interrumpe para contarme de cuando la paisana le dio un pajarito. Que tenía varios y ella le encantaban porque cantaban y cantaban todo el tiempo, todo el día. Y que eran amarillitos y pispiretas, que volaban de un lado a otro. Apenas la escucho la verdad, porque esta historia me la cuenta bastante seguido y la nona no es de esas personas que entienden cuando es basta. Es por eso que sigue mientras yo enrollo la manguera porque ya están todas las plantas regadas, y ya pasamos la parte que convenció a la paisana para que le diera uno de los pajaritos y estamos en las cuadras que viene casi corriendo con el pajarito en la mano.
Siempre cambia la cantidad, algunas veces son cinco cuadras, otras ocho. Otras veces, la paisana vivía a la vuelta. Y ella se fijaba de no tropezarse con ninguna baldosa, de que el pajarito no se escape, que no vuele, de hacerle una jaulita con sus manos, que no se asuste tampoco. Por eso es que bien apretadito iba el muchacho entre las garras de la nona. Ella le iba hablando para que se vaya acostumbrando a su voz, para que la vaya reconociendo. Cuenta que le transpiraban las manos, que caminaba rápido, que estaba muy emocionada, que hacía calor, que la transpiración, que cuando llegó y lo soltó adentro de la jaula de metal, no se movía.
Guardo la manguera en una puertita de chapa que tienen empotrada en la pared.
Me siento en la otra silla, muy cerquita de ella.
El sol pega lindo, tranquilo y se escucha un perro que corre una moto y ladra.
El agua refrescó el patio, las plantas respiran.
Mi nona habla: igual nada como el pajarito. El otro, con el que cantábamos. La miro: se rasca la palma de la mano. Esta historia nunca me la contó. Me dice que le enseñaba melodías y él las repetía, que se sabía dos de Palito Ortega. Se me acercó como si me fuera a contar un secreto y me dice que ese pajarito hizo que cantara de nuevo. Que siempre le gustó cantar, pero lo había dejado de hacer cuando era piccolina. Le pregunto por qué.
Con mi mamá siempre cantábamos nosotras dos. María siempre fue machona, Ana desafinaba y Miguel todavía no estaba.
Dice que amasaban en la cocina y cantaban. Que la madre la mandaba a buscar pescado a la orilla del mar y ella iba cantando y dando saltitos. Siempre llamando la atención, pienso yo y me sonrío. Que cuando Luis no estaba, también bailaban. A mí me gustaba cuando mi papá se iba a trabajar. Muchas veces se la llevaba a María porque como era bruta, trabajaban el campo. Ana hacía costurera porque ella viste, es más fina y se le escapa el tono burlón.
Dice que estaban haciendo un tren cerca de otro pueblo, que lo llamaron para trabajar, y que se fue silbando como siempre hacía, pero sin María. Ese día se levantó bien temprano para hacer una sopa de gallina con su mamá. Cantaban porque habían pasado tres días nomás desde que se había ido, que faltaban como veinte para que volviera. Que a ella le tocaba cortar las papas. Que no se acuerda qué le había tocado a las demás. Que esa gallina le caía bien, pero que había que comer. Que casi se rebana un dedo cuando escuchó el silbido. Que el corazón se le salió para afuera, que su mamá cerró los ojos. Todas sabían que tres días no eran suficientes para que se les fueran las marcas y encima, sumar más.
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¿Cómo se llamaba el pajarito?
Me contesta que los pajaritos no tienen nombre, que son pajaritos. Yo creo que se olvidó. Ella se da cuenta que me di cuenta. Se hace la boluda y señala la jaula con el bastón: hay que tirarla si no me dejan tener más.
III
Bajo del 266 con un salto exagerado para llegar del otro lado de la zanja. Mi vieja es quien espera ahora porque estoy llegando tarde y no hay cosa que le reviente más que la impuntualidad. Tiene razón: tiene turno para su operación de cadera. Me pregunto si ya debería pensar en ejercicios para prevenir mi desgaste, mi descomposición. Me dice que hay tortilla para que coma. Que la hizo casi toda ella, que la nona no se acuerda ya qué va primero, si la cebolla o la papa. La saludo, también al Gauchito Gil sin puchos así que le dejo uno.
Atravieso el patio esquivando las macetas un poco triste porque nunca había pensado que la mejor tortilla del mundo fuera a desaparecer tan pronto.
Mientras comemos y, por cuarta vez, la nona me dice que me agarre una milanesa. Yo le cuento casi por primera vez que no como carne. Me mira: la próxima le tengo que avisar y me hace de pollo. También es carne, empiezo a disfrutar la conversación. Revolea los ojos y me dice que entonces compra pescado. Riéndome le digo qué también es carne. ¿Tonce qué comés? mientras me hace montoncito con los dedos. La mejor tortilla del mundo, y sonríe mostrándome toda la comida como si fuera una niña con la boca abierta con todos sus dientes de mentira. Se sirve otra milanesa y otra; es un pequeño barril sentado en una silla de ruedas. Mira mi plato y sin avisar, me lo vuelve a llenar, y comemos con una novela brasilera.
Mientras lavo los platos, ella intenta levantarse. La reto. Me dice que quiere ir a dormir porque está cansada. Le pido que me espere dos minutos. Entonces me seco las manos en un repasador y atravesamos el pasillo. Le pregunto si quiere ir al baño y por suerte me dice que no. Giro a la pieza, el rosario desborda. La nona se queja. Le digo que hagamos de tal manera y la acomodo de forma que puedo manipularla un poco mejor. Me agarra de los brazos, me clava sus uñas pintadas de rosa.
También le digo que no sea bebé, que ya es una vieja, que no haga escándalo.
Viejos los trapos. La cara fruncida.
Le digo que levante los brazos así le saco el pulóver. Cuando su cara vuelve a destaparse, me descubre sacándole la lengua. Se ríe. Le saco los zapatos y parece que también la fatiga, porque se olvida de su pierna enclenque y trepa por la frazada como una pulga en el lomo de un animal vivo, que respira, caliente en pleno enero y pienso que no debe haber un viejo en todo el país que haya sacado la frazada durante el verano.
Se echa panza arriba y cruza los brazos por detrás de su cabeza y mira el techo toda cortita.
Me saco las zapatillas y bostezo: las comidas de la nona siempre te dejan medio en una. Me mira y destraba un brazo para hacer palmaditas en la almohada al lado de la suya y cuando me acuesto, pasa un brazo por detrás de mi cabeza. Yo, que estoy en modo siesta, siento como cada papa se me sube al cerebro y me sale por la nariz y el sol que entra por la ventana hace que el olor a naftalina suba y me entre por los ojos. Me hago un rollito de carne, de piel y uñas, y ella me aprieta bien bien contra su pecho como si yo estuviera empachada y ella fuera muy joven. Me tiene amordazada y me pregunto de dónde saca tanta fuerza, pero me distraigo porque empieza a hablar otra vez que ella no quería venirse para acá, que la fábrica de corpiños, de lo insistente que fue el nono en cada una de las cartas que ella no contestó, pero que terminaron en casamiento. Mejor un italiano que un argentino.
Me aprieta más fuerte todavía y en medio de la quietud, su voz se hace más clara. Yo me imagino a mi nona con mi edad en esta época y estoy segura de que estaría en tetas subida al obelisco. La imagino un poco pesada también, combatiendo el mal en cada cumpleaños familiar. Me haría reír supongo. Pero no somos ese gran equipo ideal en mi cabeza, y me pregunto si sabrá de esa fuerza que tiene, agazapada, si la siente latir. Y me aprieta, y quizás ahora somos un buen equipo a la manera que pudimos: juntas compartiendo la siesta debajo del Jesús que tantas cosas vio.
Ella siempre habla del destino y yo me pregunto por el mío mientras veo como mi nona tiene una patita apoyada en su rodilla formando un cuatro perfecto. Con el pie que tiene en el aire, acentúa sílabas como un platillo de batería, mientras sigue hablando de esas cosas que no pudo hablar tomando una birra en un bar con sus amigas.
Ahora se queda callada
me despabilo
empiezo a darme cuenta de lo bien que está conjugando y encima eso: ahora está callada, y eso es rarísimo, pero me aprieta aún más fuerte y yo espero que vuelva a su estado de confusión constante porque la siento lúcida como si fuera la nona de antes. Entonces me suelta de una forma muy dulce y se reincorpora y me doy cuenta que jamás la vi tan hermosa: como si desde el techo cayera bocha de brillantina, pero que ella no ve porque estira las piernas dejando un pantalón muy holgado donde los pies pasaron a ser patas con garritas y yo que me atraganto con una pluma y toso, pero que no puedo dejar de mirarla porque la nona tiene una carita de pájara lindísima aunque me asusto un poco cuando veo sus alas desplegarse y salta directo al mosquitero de la ventana intentando con el pico romperlo para salir volando y surfear los cielos del conurbano mientras los perros del barrio le ladran hasta desaparecer.
Aunque no haya más tortilla y siempre me pareció más un gorrión, eligió ser hornera. Tengo entendido que se hacen altas casas: en una de esas, ahora, su destino había cambiado y era el momento de tener la casa que siempre había querido.